Había curiosidad por comprobar cómo se las arreglaría el director de escena para unir dos óperas tan dispares “aparentemente” desde el punto de vista musical y temático. Lluís Pasqual fue el encargado de realizar la gesta, y digo gesta, porque el resultado fue excelente; todo se basaba en una especie de cárcel circular que giraba para reflejar distintas perspectivas y que, en algún momento escogido se abría, los paneles giratorios alrededor de ella servían para complementar la escena en momentos puntuales, como para hacer un refectorio en el caso de “Suor Angelica” o un jardín de flores. La cárcel funcionaba de manera espléndida a dos niveles: el más superficial y evidente de recinto cerrado que priva de la libertad a sus ocupantes, una libertad física, restringida por sistemas distintos pero que sirve de crítica ante dichos sistemas; el segundo, más metafórico, tiene que ver con la tortura mental que sufren los dos personajes: el prisionero, en su cárcel, desesperado por la soledad; Suor Angelica, desesperada por una mentira, la de saber que su hijo está creciendo sin ella cerca para cuidarlo.
A pesar de la aparente inmovilidad de un escenario tan voluminoso, las continuas rotaciones de paneles y del escenario principal, unidas a las aperturas esporádicas de la cárcel, los juegos de luces y momentos puntuales como la persiana de luz a modo de paraíso del final de la segunda ópera, todo funciono temáticamente y cohesionó dos obras tan alejadas en lo musical (“Il prigionero” jugaba con momentos dodecafónicos y “Suor Angelica” era verismo puro) pero tan cercanas en el fondo. Pongo a continuación el vídeo con una muestra de esta escena y muy bien explicado por el director.
Una vez comentado lo anterior paso al plano musical. De sobresaliente resultó la labor de Ingo Metzmacher en la dirección; desarrolló la, para mí desconocida, obra de Dallapicola con solvencia, resaltando los momentos más líricos sin descuidar los más descarnados y atonales, consiguiendo transmitir lo claustrofóbico del tema sin dificultad, ciertamente fue un final amargo como requería el dolor de lo representado. En el caso de la partitura de Puccini, fue aún más conciso en su representación, dirección llena de detalles, sacando todo lo bueno que tiene una obra riquísima, con momentos para el minimalismo y momentos para la épica final, con un equilibrio muy difícil de conseguir en una última parte donde sobresale la voz de la cantante principal, muy bello todo el momento de la ingesta del veneno y su posterior reconocimiento de lo que había desencadenado. La orquesta titular acompañó convenientemente su batuta.
En cuanto a los cantantes, bien Vito Priante como prisionero en la de Dallapicola, teniendo en cuenta la dificultad del papel y que se traga toda la escena. Convincente el carcelero de Donald Kaasch y estupenda como madre la gran Deborah Polaski que bordó a continuación el papel de la Zia Principessa en la de Puccini; construyendo un papel perverso, malvado, una castigadora impenitente que en la cumbre de sus rotundos gritos de “expiación” me produjo miedo a la vez que admiración. Veronika Dzhioeva fue de menos a más, nada hacía presagiar un torrente de voz como con el que empezó, quizá conscientemente para ganar en intensidad según evoluciona dramática y psicológicamente su rol; de tal manera, le perdono el dubitativo y ligeramente desafinado comienzo del “Senza Mamma” por todo lo que consiguió transmitir en su parte final, paradigma de la desesperación de una madre atormentada y que llega al suicidio por llegar a ver su querido hijo. Su interpretación, la dirección, la conjunción del coro fue un momentazo desencadenante de mi torrente de lágrimas en consonancia con su torrente de voz. Fue excepcional. El resto del reparto adecuado, sin sobresalir especialmente. Nuevamente destacó el coro, que roza la excelencia en todas las funciones.
No mucho más queda por decir, simplemente constatar que, a veces, los montajes modernos pueden funcionar; no todo tiene que ser malo, y este programa lo ha demostrado claramente.