Hay varias formas de reflejar el mal en una narración y es uno de los grandes dilemas a los que se enfrenta cualquier escritor; pintarlo de una manera explícita y cruda suele desafiar al lector que se encuentra indefenso ante un retrato que le sobrepasa, esta incomodidad puede alejarlo o, incluso, en ocasiones, atraer a más lectores por su carácter catártico, algo de lo que hablé bastante en este post relacionado con Edward Bunker y Neil Cross. La otra manera, más sutil, es mostrarlo implícitamente, solución que aboga por un retrato más poético, lírico o un uso acusado de elipsis.
La escritora finlandesa Maria Peura toma como base un tema tan adusto y doloroso para el lector como el maltrato infantil y lo representa de tal manera que, el lector, en este caso yo mismo, siente al mismo tiempo un juego de contrarios, una dicotomía insoluble donde se mezcla el pavor de lo que estás presenciando con una forma de mostrarlo profundamente subyugadora. Escoge el punto de vista de la niña de siete años y narra como si fuera ella la que lo cuenta, con frases simples, sin subordinaciones y con un manejo de las metáforas y de las imágenes que resulta original e insospechado:
“-Por la noche le pica y me pide que le rasque. Y yo le rasco, pero entonces le pica más y le rasco más y luego se me pone a llorar, y sus lágrimas son rojo sangre…
La sonrisa de la abuelita arregla los destrozos que ha causado el terremoto. El abuelito toca con cuidado los trollius y las campánulas que florecen en el rostro de la abuelita.
-Hasta las manos las tiene como un rallador, esta cría –susurra el abuelito.
Las flores cabecean. Regreso a la cocina y me siento a la mesa a mordisquearme los padrastros de las uñas.
-A ver, enseña los ralladores esos –ordena la abuela.
La abuelita se pone las gafas y me clava los ojos en las uñas.”
En este párrafo podemos comprobar como utiliza dos flores (los trollius y las campánulas) para reflejar los colores (amarillo y violeta) que aparecen en la maltratada cara de la abuelita, víctima igualmente de los abusos realizados por el abuelo. El maltrato infantil, la violencia de género, etc. son las consecuencias de la posición de poder del abuelito que atenta contra la libertad de abuela y nieta, la siguiente escena, de gran dureza no escatima en detalles con la descripción, es explícita, sin embargo está poblada de imágenes que dulcifican en parte lo reflejado expresando aún más, por contraste, lo malvado de lo que está ocurriendo:
“El abuelito empieza a no ser bueno enseguida. Cuando la abuelita se marcha a la cuadra, el abuelito me agarra del pelo de la nuca y me arrastra hasta la sauna.
-Ahora le vas a pedir perdón al abuelito…
Siento vergüenza por haberle hecho daño. Me arrodillo en el suelo de la antesala de la sauna y el abuelito se desliza en mi boca. Me dice que si la mantengo muy abierta ya no estará enfadado conmigo.
Escondo los dientes tras las encías y el abuelito serpentea por la cueva y sale otra vez y luego se hace un ovillo y se queda en un rincón suspirando. También yo suspiro y los dientes salen de las encías y bajan al suelo de la cueva. El abuelito grita que tengo que abrir la boca, que tengo que abrirla todavía más, y yo grito que no me atrevo porque están cayendo piedras. Soy una cueva con estalactitas y el abuelito tiene que deslizarse rápido hacia fuera antes de que las grandes piedras empiecen a moverse.”
El abuelito usa la culpa como arma de extorsión, alimentando esa culpa, la relación de poder se hace aún más fuerte y consigue que la persona que está sufriendo los abusos obedezca por la amenaza de poner triste a la persona que los realiza; todo esto se agrava porque la niña es mucho menor que él, es más fácilmente influenciable, de hecho, todo ello se disfraza de amor; es tan tóxico y está tan deformada la conciencia de nuestra protagonista que accede a realizar lo que haga falta para evitar la tristeza de su opresor:
“No tengo fuerzas para recordarle las reglas. No tengo fuerzas para soñar, ni para dormir, ni para estar despierta. Me muestro complaciente y trato de estar callada para que el abuelito no me haga más daño de lo necesario.
El abuelito se ha vuelto sombrío. Ya no se echa a llorar después de atravesar mi cuerpo. No dice que soy la niñita del abuelito. No dice nada y a mí me corroe la terrible incertidumbre de haber hecho algo malo.
Quiero hacerlo todo bien para que el abuelito pueda amarme. El abuelito es mi única esperanza. La abuelita no me ama porque vuelvo loco al abuelito. Mamá ama el alcohol más que a mí. Papá está demasiado cansado para amar. Jesús no me ama porque no siempre me porto bien con el abuelito.”
Saara tiene sus medios de alienación, un refugio al que huir para encontrar un momento de paz, un mundo en el que no se abusa de ella, la escritora opta por las dos formas que tomaría una niña de siete años: en primer lugar, su uso de la naturaleza como elemento salvífico, lleno de imágenes que consiguen que se sienta como si estuviera en otro sitio del que está viviendo; en segundo lugar, mediante la creación de un elemento de ficción, un amigo (invisible) aunque, al principio podamos pensar que existe, Pentti actúa de dos formas, como ese tipo de guarida a la que acudir:
“Las vacaciones de verano de Pentti están a punto de terminar. Pentti se marcha. Me lo explica sin palabras y sin voz. No cuenta nada más. Nada más.
Nuestra amistad se ha convertido en metal. Entre nosotros ya no existe conexión. Aun así, quiero despedirme de Pentti.
-No vengas –dice, pero voy a pesar del rechazo.
Pentti no me lo puede impedir. Subo el desván a buscar un girasol de cartulina y lo escondo debajo de la blusa. Cuando esté en Alemania, Pentti podrá mirar el girasol y perdonarme. Cuando yo esté lejos, le será fácil perdonarme.”
Y, al mismo tiempo como reflejo de una amistad ideal, Pentti es capaz de entenderla y de relacionarse con ella; de hecho se irá viendo, según avanza el libro, que Saara es incapaz de relacionarse de una manera sana con otros niños de su edad, tanto se ha tergiversado lo que entiende por una relación que se comporta de maneras derivadas de los abusos a los que está siendo sometida. Pentti es tan necesario para ella porque le hace creer que puede tener una amistad de verdad.
En contraste con la voz indicada, Peura contrapone capítulos con letra en cursiva que resultan ser la voz del abuelito, lo que narra y cómo lo narra es radicalmente distinto y nos hacen comprender lo que pasa por la cabeza del maltratador de abuela y nieta:
“Si atajo por aquí, enseguida llego a la colina. Ya no aguanto más ahí dentro, ni un segundo. No aguanto ni a Helvi ni a la cría. Tiene unos ojos tan negros y tan del demonio. Lo apuntan a uno demasiado directamente. No hay respeto, nada de nada.
Desde aquí ya tendría que verse el lago, si el día no estuviera tan nublado. La naturaleza ha empezado a ponerse en mi contra. Esas cercas de los renos están podridas. Alguien tendría que echarlas abajo. Lo que es yo, ni ganas que tengo de ponerme. No tengo fuerzas. La verja no sirve más que para detener a un reno enfermo y moribundo. Mejor que ni la roce. Se me caería encima con un buen escándalo. Aunque pequeño, soy fornido. Menuda puerta.
Voy a tocarla con cuidado, voy a probar. Sí, más o menos cerrada se mantiene. Y el cielo empieza a clarear.”
Ambas son víctimas de una situación que parece que nunca va a acabar, hasta el punto en el cuál, la abuela llega a abusar también de la nieta porque la hace responsable de cómo se encuentra el abuelo, el siguiente párrafo es un ejemplo más de la manera en que la escritora representa un maltrato y cómo la niña es capaz de sacar algo positivo de una situación horrible “el vacío se puede llenar de deseos”):
“La cara del pavo real se acerca. De algún sitio sale el sacudidor de alfombras, que se eleva por las alturas. Lo sigo con la mirada, extiendo el cuello y en ese momento me abofetea la cara. Luego vuelve a alzarse pero ya no puedo seguir cuán alto sube.
Miro el cielo azul oscuro, donde los colores del invierno y del verano se mezclan y me envuelven, y luego también el cielo desaparece.
Al caer pienso que el vacío es bueno. El vacío se puede llenar de deseos.”
La forma de liberarse va unida a otro nuevo momento de dolor, es una mezcolanza de epifanía y expiación que, además, une el sentimiento religioso que, hasta ese momento, estaba totalmente abandonado; al aferrarse a ese dolor consigue la catarsis que puede aplicar a sí misma y que la hará avanzar, encontrar la esperanza. Las lágrimas actúan como elemento redentor en ese juego de contrarios donde la alegría y la tristeza actúan por igual:
“Pienso en la familia oso en su madriguera invernal y sollozo porque los demás sollozan. Una gran alegría hace pequeños remolinos por todas partes dentro de mí, en mi estómago, en la cabeza, en mi piel. Cuando Jesús sube a lomos de Zorro y se aleja cabalgando por las praderas neblinosas del cielo, me pongo de nuevo en pie y aplaudo. Detrás del órgano, el organista ríe.
En el cuadro del altar, los discípulos de Jesús bajan a la tierra llorando de alegría. Entre ellos está la maestra, que con su largo cabello ondeando al viento baila baila; extiende sus manos cálidas y yo me aferro a ellas.
Me aferro a unas manos cálidas y lloro de alegría, de tristeza, de gozo por el reencuentro…”
¡Cuánto dolor hay en la vida! ¡Cuántas formas de verlo! Maria Peura es capaz de mostrarnos como el horror no tiene por qué estar reñido con la belleza.
Los textos provienen de la traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz de Tu amor es infinito de Maria Peura publicado por Sexto Piso
Pingback: Lectura y Locura | Resumen Mayo 2016. Baileys, música y más