En el epílogo de Alberto Vital del Seminario de Hermenéutica de la Universidad Nacional Autónoma de México encontramos una de esas reflexiones que, en mi opinión, resumen a la perfección lo que es, o debería ser, la poesía:
“Sólo la poesía que escribimos o que leemos (y entonces en cierta medida la hacemos nuestra) es capaz de desnudar el alma humana. La poesía (o, si se quiere, la poiesis del griego) es el lenguaje más íntimo, el lenguaje de la hondura y la permanencia en un mundo inconstante, el lenguaje que cava y socava en la minería de la psique (y las minas son importantísimas en el Rilke de las Elegías y en el Rulfo de Pedro Páramos, con la Andrómeda como un referente realista y, sobre todo, como un símbolo en más de un plano).”
De dicho párrafo me gustaría destacar unas ideas:
1º La capacidad única de la poesía de “desnudar el alma humana”, esto es, de sublimar nuestra experiencia lectora, de transportarnos a lo sublime.
2º La importancia del lector como último experimentador de lo sublime, el escritor es capaz de llegar a esta trascendencia pero el lector, entra en la misma órbita al leer poesía.
3º En la mayoría de las ocasiones la poesía genera una experiencia íntima con el lector, de una hondura personal e intransferible con él.
Dicho esto, las Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke constituyen un paradigma en sí mismo que cumplen a la perfección lo que destaca el texto anterior. Poco puede decir mi prosa ante el flujo cargado de aliento poético del autor, solo nos queda descubrirlo y disfrutar con la profunda experiencia místico-terrenal que el escritor acomete en todo momento:
“Es penoso estar muerto y, trabajoso,
ir recobrando poco a poco un mínimo
de eternidad.
Pero todos los vivos cometen el error
de querer distinguir con excesiva
rotundidad. Los ángeles –se dice-
ignoran a veces si están entre los vivos,
quizás, o entre los muertos. El eterno
torrente arrastra las edades todas
por ambos reinos y, en medio de los dos,
logra hacer oír sus voces.”
Esta dicotomía divino-terrenal solamente puede tener cabida en nuestro corazón, ya que nuestro entendimiento no podría entenderla:
“Porque nuestro corazón nos sobrepasa –como a ellos.
Y ya no podemos seguirlo con la mirada hasta
las aquietadoras imágenes que lo sosiegan,
ni en esos cuerpos, semejantes a lo divino,
donde aún más enormemente se demora y contiene.”
Las bellas imágenes metafóricas de la muerte solo pueden ser así por la presencia de un mundo divino, un mundo al que podemos aspirar desde las letras de Rilke:
“¿Quién mostrará a un niño tal como él es?
¿Quién lo ubicará en las estrellas y
pondrá en su mano la medida de la distancia?
¿Y quién, en fin, podría representar
su muerte como ese oscuro pan que
se endurece –o la dejará en la redonda
boca, como el corazón de una bella manzana?
Es fácil presentir al asesino. Mas esto:
contener la muerte, toda la muerte, desde
antes de la vida, tan dulcemente contenerla
y no ser malvado, esto es inefable.”
Esta esperanza es la que nos ayuda a convivir con un mundo que se fragmenta cada vez más, un mundo en descomposición que nos hace trizas:
“¡Y nosotros
meros espectadores
en todo tiempo, en todos los lugares,
vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!
El mundo nos agobia.
Lo organizamos. Pero
se derrumba en añicos.
Lo organizamos otra vez y , entonces,
nosotros mismos
caemos rotos en menudas trizas.”
Es por ello que siempre nos encontramos en situación de despedida, una manera más de defendernos de lo que nos sucede y que no podemos afrontar:
“¿Quién nos conformó así,
que hagamos lo que hagamos
tenemos siempre la actitud
de quien se va? Como el que sobre la última colina,
desde donde divisa todo el valle,
una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga,
así vivimos-
despidiéndonos siempre.”
Al fin y al cabo, nosotros no tenemos nada que podamos ofrecer, somos tan pequeños que debemos ir despojados de todo:
“Y así nos afanamos queriendo realizarla,
tratando de abarcarla en nuestras manos,
en nuestros ojos cada vez más henchidos
y en nuestro corazón sin palabras.
Intentamos ser ella. Para dársela ¿a quién?
Preferiríamos retenerla del todo para siempre…
¡Ah! Pero al otro reino ¿qué puede uno llevar?
No el arte de mirar y ver,
tan lentamente aquí aprendido.
Ni nada que haya sucedido aquí.
Nada. Absolutamente nada.”
En la lírica traducción/versión del gran Juan Rulfo solo podemos encontrar la perfecta fusión de los versos de Rilke con el aliento poético del mexicano que nos ayuda a encontrar lo sublime.
“Y nosotros, que siempre hemos esperado mirar
cómo asciende
la felicidad, sentiríamos el enternecimiento
que casi nos trastorna
cuando la dicha cae.”
Apabullante. Nada más hay que yo pueda decir.
Los textos provienen de la traducción/versión de Juan Rulfo de Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke para Sexto piso.
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