La mayoría de las personas que lean este comentario no conocerán a este escritor, lo tengo asumido. De ahí que tenga el firme propósito de dar a conocer la pluma del magnífico autor holandés Cees Nooteboom a todos los que se pasen por aquí. A algunos puede que no les guste. Pero a la mayoría espero que les acabe apasionando como a mí.
Escribía el bueno de Cees en su fabulosa novela/ensayo “El enigma de la luz” sobre el arte, y sorprendía mucho, sobre todo porque no lo hacía desde un punto de vista académico, centrándose en la técnica del cuadro, sino más bien en criterios artísticos, subjetivos, sensoriales, en definitiva, en lo que sentía cuando veía una obra de arte, en concreto un cuadro. En lo que esa obra ocasionaba en él, desde los detalles más pequeños que repasaba con asombrosa meticulosidad, hasta encuadrar emocionalmente la obra en su conjunto. El resultado era increíble, ya que lograba la empatía con el lector ocasional sin necesidad de entrar en intelectualismos.
Esa misma forma de explicar el arte, lo aplica igualmente al hablar de personas. Y es ahí cuando entramos en la recopilación de relatos cortos que forman “Los zorros vienen de noche”. Tomando como hilo conductor en todas las historias algo relacionado con la fotografía: que puede tratarse de la foto de una persona, o de algún animal, o simplemente el hecho de hacer una foto; ese desencandenante ocasionará en los personajes reflexiones con respecto a los recuerdos (“Sigo siendo mi memoria, eso sí, pero no sé cuánto tiempo más voy a ser capaz de mantener mis recuerdos. Una vez que estos hayan desaparecido, habré muerto de verdad”), la nostalgia (“A veces sigo pensando en términos físicos y me embarga una suerte de tristeza; no, mejor dicho de nostalgia”), la vida y la muerte (“Ya murió. Este estribillo lo oirás con frecuencia. Qué le vamos a hacer, forma parte de la vida”)
Cada historia es una pequeña obra de arte, desde “Góndolas”, ambientada lógicamente en Venecia donde una fotografía antigua origina los recuerdos de una época anterior; hasta ese díptico que conforman “Paula” y “Paula II”, donde en un genial alarde de estilo y previsión pinta al personaje con trazos formados por los recuerdos de una persona que le conoció (en la primera de ellas) y con los propios recuerdos de ella, desde su estado de muerte (en la segunda). Todo lo hace centrándose en los pequeños detalles cotidianos y con un lirismo de una belleza inconmensurable: “Durante un segundo fue como si la electricidad fluyera por encima de él. Fulgores líquidos, una rauda línea de luz blanca recorriendo la oscura silueta de su cuerpo. Todos oyeron su grito audible incluso por encima del bramido de las olas, un alarido de palabras sofocado por el grito agudo de la mujer y un nuevo trueno”.
Hacía meses que no me leía un libro del autor, y cuando lo lees te das cuenta que lo echas de menos. Es el reencuentro con un amigo, no te va a recriminar el tiempo que ha pasado, sino a alegrarse de que estés con él de nuevo. Su prosa produce sensaciones: se visualizan los colores, las personas; se filtran los sonidos, las conversaciones; se siente el frío, el calor, el sol, la lluvia… Y todo ello te produce una sensación de paz, de descanso (“A partir de ese momento empezó otra forma de mirar. Como desde el sueño. Una sensación de paz profunda”) Concluyendo, un placer para los sentidos, una obra necesaria e imprescindible.