He estado pensando en la idea que utiliza McEwan como premisa de partida de “Operación Dulce” y, en mi opinión, es un anacronismo en sí mismo:
“-¿Se supone que por lo menos tendremos un poco de influencia sobre lo que escribe esa gente?
-Nada que hacer al respecto –dijo Nutting-. Tenemos que confiar en ellos y en que Haley y los demás den buen resultado y lleguen a ser importantes. Estas cosas se incuban despacio. Pretendemos enseñar a los americanos cómo se hace. Pero no hay motivo para no echarle un cable a Haley en su carrera. En fin, hay gente que nos debe un favor o varios. En el caso de Haley, bueno, tarde o temprano uno de los nuestros va a presidir ese nuevo comité del Booker Prize. Y podríamos estudiar lo del agente. Pero, en cuanto al proyecto en sí, tienen que sentirse libres.”
Serena Froome (rima con “plume”), la divertida protagonista, es el “fichaje” del MI5 para conseguir que, un escritor, posiblemente afín a las ideas políticas vigentes se dedique a escalar en lo literario y sea favorecido sin que casi ni se dé cuenta, cuando al mismo tiempo está difundiendo las ideas que a ellos les interesan.
Y digo que es un anacronismo porque, seamos realistas, teniendo en cuenta el impacto de “lo literario” con respecto a otros medios de masas como TV, internet o cine, si esta labor se hiciera en la actualidad, hay que reconocer que el público al que se llegaría sería mínimo en comparación con los otros medios. No descarto su posibilidad pero me inclino más a pensar que es innecesario.
McEwan, aun así, se aprovecha de este “caramelo” de otra época para pintarnos en primer lugar la situación cultural y política de los años setenta británicos, una época en la que escoge a una mujer como protagonista y abanderada de un tipo de mujer que, en general, estaba mucho menos considerada que actualmente.
“Por lo general, tanto la mano como el hombro pertenecían a hombres. Era infrecuente que a una mujer la contactasen de este modo tantas veces descrito y tan tradicional. Y aunque era rigurosamente cierto que Tony Canning acabó reclutándome para el MI5, sus motivos eran complicados y no dispuso de autorización oficial. Si el hecho de que yo fuera joven y atractiva fue importante para él, llevó tiempo descubrir el pleno patetismo de su acto.”
Menos aún si se considera el entorno de espionaje que sirve de base para esta novela, más cercana a la novela de género habitual:
“Conforme avanzaba nuestro adiestramiento caótico, asimilaba el espíritu general del entorno y, siguiendo el ejemplo de las otras chicas, empecé a aceptar que en aquella pequeña parte del mundo adulto, y a diferencia del resto de la función pública, las mujeres pertenecían a una casta inferior.”
Especialmente divertidas son las situaciones que ella y su amiga Shirley vivirán en las primeras páginas hasta que desemboque en una historia de amor:
“Me producía una especie de placer inocente pensar en lo horrorizado que se habría quedado el mundo de la contracultura que nos rodeaba si hubieran sabido que éramos el enemigo definitivo del convencional universo gris del MI5. Laurel y Hardy, las nuevas tropas del choque de la seguridad interior.”
Lo bonito del postmodernismo es que existen muchas corrientes y formas de acometerlo, McEwan lo hace a su manera; sigue de fondo su no-reflexión sobre la ética y las consecuencias morales de la misma (esto era muy patente en el caso de “Expiación” o “Amsterdam”), aquí pasa más de puntillas en esta ocasión y se centra en unas reflexiones metaliterarias cargadas de cinismo y humor negro, el primer texto lo pone de relevancia, es delicioso:
“Era una empirista nata. Creía que a los escritores les pagaban por fingir, y que cuando se terciase debían servirse del mundo real, el que todos compartíamos, con el fin de dar verosimilitud a lo que hubiesen inventado. En suma nada de artificiosos regateos sobre los límites de su arte, ni de mostrar deslealtad al lector aparentando que cruzaban y recruzaban camuflados las fronteras de lo imaginario. En los libros que me gustaban no había sitio para el agente doble. Aquel año probé y descarté a los autores que refinados amigos de Cambridge me incitaban a leer: Borges y Barth, Pynchon y Cortázar y Gaddis. Advertí que entre ellos no había un solo inglés, y ninguna mujer de ninguna raza. Yo me parecía bastante a las personas de la generación de mis padres, que no solo sentían aversión por el gusto y el olor del ajo, sino que desconfiaban de quienes lo consumían.”
Este tampoco tiene desperdicio:
“Él no se entretuvo con mis escritoras: su mano pasaba de Byatt a Drabble, de Monica Dickens y Elizabeth Bowen, las novelas cuya lectura me había deleitado. Encontró y alabó El asiento del conductor, de Muriel Spark. Dije que a mí me parecía muy esquemática y que prefería La plenitud de la señora Brodie. El asintió, pero, al parecer, no porque estuviera de acuerdo, sino más bien como un terapeuta que de pronto comprendiese mi problema. Sin abandonar la butaca se estiró hacia delante y recogió El mago de John Fowles y dijo que admiraba algunas partes de libro, así como la totalidad de El coleccionista y La mujer del teniente francés. Yo dije que no me gustaban los trucos, que me gustaba ver recreada en la página la vida tal como la conocía. Se levantó, fue a la cómoda y cogió un libro de B.S. Johnson, Albert angelo, el que tenía agujeros recortados en las páginas. Dijo que también admiraba ese libro. Yo dije que lo detestaba.”
Y son profundamente sintomáticos según avanza la novela y llegamos al final que desestabiliza la narración de Serena que habíamos estado viviendo desde el principio, con un cambio de narrador que vuelve totalmente falible lo anteriormente narrado y contradiciendo explícitamente las ideas que Serena había mencionado. McEwan no está, evidentemente, narrando a través de Serena, sino a través del escritor. Todo cobra sentido. Pero este juego, este truco, es sumamente divertido.
McEwan ha hecho de nuevo una novela muy por encima de la media, como de costumbre.
Los textos provienen de la traducción del inglés de Jaime Zulaika de esta edición de “Operación Dulce” de Ian McEwan.
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