Publicado inicialmente en Ópera world en este post.
Extraña no dejaba ser la programación de este título de Wagner; me pregunté mil y una veces el por qué, sobre todo teniendo en cuenta que en poco más de un mes tendremos también Parsifal; mi extrañeza se produce porque estamos ante un título primerizo del compositor alemán, una obra que, aunque anticipe algunas de las estrategias que utilizará más adelante, supone (junto con Las Hadas) una rara avis al no tener todavía un estilo definido; era una mezcla bizarra de influencias bellinianas, donizettianas y rossinianas que no suponía un presagio a su obra de arte total. De hecho, cualquier aficionado actual al gran compositor reniega de estos divertimientos, entre otras cosas porque, musicalmente, tampoco son demasiado relevantes. En este orden de cosas, la propuesta escénica planteada por Kasper Holten contextualizó el espectáculo de tal forma que se produjo era rara simbiosis que, por inesperada, resultó aún más eficaz. Diversión inesperada que consiguió arrancar los entusiastas aplausos del público asistente.
Holten concibe un escenario impactante para La prohibición de amar. La disposición de fondo llena de escaleras que parecen poblar el fondo recuerdan a un cuadro de Escher y reflejan a la perfección la configuración de calles de una caótica ciudad de Palermo; esta disposición es lo suficientemente flexible para lograr diferentes situaciones escénicas, los suelos se deslizan, aparecen barras de bar que se mueven con los cantantes, lunas que suben y bajan; y a todo ello contribuye una iluminación esencial llena de claro oscuros y que refuerzan el carácter lúdico festivo de la música; los paneles se desplazan para aparecer y desaparecer y todo está dotado de un gran dinamismo además de ser vistosa por su colorido. La dirección artística es un lujo, sobre todo en la parte final con el carnaval, con todos disfrazadas y donde hay incluso un ballet. Todo contribuye para obtener un verdadero espectáculo que, además, está dotado de muy buen humor. No son pocas las carcajadas que surgieron sobre todo en el segundo acto.
En lo musical, buen trabajo en general de Ivor Bolton, su dirección enérgica se adaptaba a la perfección al estilo musical de esta obra y sacó buenos detalles musicales; el ritmo fue adecuado, especialmente al final de los dos actos y sólo habría que poner en el “debe” un volumen desaforado por momentos que tapó, demasiado, sobre todo a los protagonistas masculinos. La orquesta sonó empastada y el resultado fue muy digno.
En lo vocal, hubo dos claros bandos, por un lado estuvieron las mujeres (con Maltman), grandes triunfadoras; por el otro los hombres, insuficientes en su aportación canora. Muy destacable la labor de Manuela Uhl, toda una experta en estas lides, que demostró musicalidad y volumen descomunal (por encima de la orquesta increíblemente) sin que su canto se resintiera, cantó muy bien y actuó de la misma manera, con una mezcla de inocencia y picardía, ciertamente destacable en su papel de Isabella; su contrapartida masculina, el Friedrich de Chistopher Maltman también resultó irreprochable en una actuación divertidísima (especialmente intenso en todos los aspectos fue su dúo con Uhl justo antes del concertante final del primer acto) y destacó igualmente en lo vocal con una voz muy bien proyectada, densa y llena de matices, con algún momento ligeramente estentóreo que podía afear pero más bien anecdóticamente; bastante bien los papeles de María Miró y María Hinojosa como Mariana y Dorella demostrando que no hay papeles pequeños sino mal preparados, demostraron tener timbres atractivos y proporcionados; bastante mal los tenores Lodahl y Arcayürek con voces de tesitura escasa y volumen aún menor, forzados en todos los momentos en que se les pudo escuchar, especialmente mal el primero con una nasalidad acusada que afeaba cada intervención, ciertamente sorprendente; mejor la aportación de Jerkunica como Brighella (y muy divertida); el coro tuvo para dar y tomar en sus variados números y los solventó con nota: empastados, con volumen e impactante proyección.
Definitivamente, buen resultado el de esta obra tan particular que nos reconcilia con el Wagner primerizo de una manera que ni sospechábamos.
Las fotos pertenecen a Javier del Real.