Después de leer las primeras páginas de El show de Gary olvidas los prejuicios iniciales y constatas que la autora Nell Leyshon no ha querido repetir el tipo de historia que creó con su exitazo Del color de la leche (2013), la primera obra de Nell Leyshon que publicó Sexto Piso; y esto, sinceramente, es un alivio, no porque estuviera mal la primera, sino porque es bastante típico repetir fórmulas hasta la saciedad si han funcionado alguna vez (que se lo digan a Zafón) con resultados normalmente inferiores.
En su anterior libro la autora optaba por una narración en primera persona de una historia ambientada en el siglo XIX donde una mujer era la protagonista y tenía un objetivo muy claro centrado en la lucha contra un patriarcado tan acusado como el que había en dicha época, era muy característico el estilo que escogió cercano al de las últimas obras de Cormac McCarthy; sin embargo en El show de Gary (a mí me gustaba el nombre inicial Memorias de un carterista) nos encontramos con una narración contemporánea donde el protagonista es Gary, una persona de moral bastante dudosa que afronta un relato típico de formación-caída a los infiernos-redención. No es el fuerte de esta novela la historia, normalmente muy previsible, sino la personalidad, rebosante de carisma, de su narrador. Parte del éxito a la hora de configurar este personaje viene dado por el estilo que escoge la autora: el narrador interpela a lector y se dirige frecuentemente a él para referirse a los hechos que considere necesario resaltar. Ya podemos verlo desde el principio, esta introducción funciona a la perfección para meternos en el libro como si estuviéramos empezando a visualizar un show televisivo (o de otro tipo), también podemos detectar en la forma de hablar una familiaridad y un lenguaje que lo baja a nivel de la gente que está en la calle, haciéndolo aún más cercano:
“Allá vamos, pasen y vean. Por aquí, eso es. Toma asiento. Coge el libro. ¿Todo bien? ¿Estás cómodo? Estupendo. Pues que empiece el show de Gary.
Tenemos mucho que hacer; muchas pruebas, digamos, por examinar. Pero prefiero no empezar por el principio porque llevaría mucho tiempo conocerme. Vayamos con una escena de los años chungos, así podrás hacerte una idea de cómo fui en otros tiempos.”
En la primera parte de la narración asistimos al habitual relato de formación en el que se pondera el instinto por encima de otros factores que quizá consideraríamos más habituales en este tipo de relatos; Gary es un hombre hecho a sí mismo que confía en su sexto sentido más que en su capacidad para estudiar o aprender enseñanzas normativas:
“Sin instinto no somos nada. Y una vez que lo recuperas tienes que afilarlo, tienes que conectar con él. Tienes que ampliar tu visión. Piensa en un halcón. Un halcón no gira la cabeza para ver un gorrión que pasa volando. El halcón sabe que está ahí.
Y sentado en el váter se me ocurre que eso no lo puede hacer cualquier cabrón. Es algo extraordinario. De hecho, es un poco como el ballet. Un poco como el teatro.
¿Sabes lo que es? Es una puta forma de arte.”
Gracias a ese instinto consigue ser “hijo de su padre”, consigue por primera vez que su padre le respete la primera vez que lo lleva a robar con él, la sombra del maltrato aparece de fondo como parte de su sufrimiento personal:
“-¿Qué puñetas estás haciendo?
La llave gira la última vuelta como respondiendo a su pregunta, los goznes de metal chirrían y oigo cómo el aire sale de los pulmones del viejo. Mueve la linterna y el haz de luz ilumina los fajos de billetes y los sobres, todo apilado.
No hace nada. No dice nada. Es como si todo se hubiese detenido.
Se sacude el pasmo, se acerca, apunta con la linterna justo en el interior. Se vuelve hacia mí, girando el haz de luz, y me pone en el foco. No puedo verlo, la luz me da en ambos ojos. Se acerca aún más y noto su mano en mi pelo. Noto cómo ésta me acaricia, me da una palmadita.
-Ése es mi hijo –dice.
Yo me hago más alto bajo su mano. Soy su hijo y él es mi padre. Y ésta es la primera vez que recuerdo que me toca sin pegarme.”
Los reveses que va sufriendo nos muestran un personaje que se va encerrando en sí mismo, en la primera de las epifanías (revelaciones que utiliza la autora para ir evolucionando el carácter de Gary) de las que será consciente se convierte precisamente en un encerramiento progresivo para defenderse de su sufrimiento:
“Y mientras la furgoneta avanza, siento que algo empieza a cambiar dentro de mí. Me miro las manos, sobre el regazo. Tengo suciedad incrustada en la piel y bajo las uñas. Les doy la vuelta. La suciedad está por toda la palma de la mano. Dibuja líneas. Y allí sentado, mientras conduce de vuelta a casa, es como si toda esa suciedad, todas esas líneas, todo se hiciera más compacto y más duro. Se vuelve sólido. Puedo sentir cómo me transformo y más duro. Se vuelve sólido. Puedo sentir cómo me transformo mientras avanzamos. Puedo sentir cómo se hace más denso. Puedo sentir cómo la suciedad se contrae y toma la forma de un caparazón, la dureza de un caparazón. Puedo sentir cómo se cierra a mi alrededor, en torno a mis pulmones y mi hígado y mi estómago. En torno a mi corazón.”
Según va cayendo en ese infierno, no duda en mostrarnos las lecciones aprendidas durante ese camino, sabemos de sobra que ha salido de ello (hasta habla de su hijo) pero no nos interesa el final tanto como el camino que ha seguido para llegar hasta ahí:
“El tiempo corre y yo me hago mayor. Las manecillas del reloj giran y es imparable, hagas lo que hagas nunca conseguirás ser más joven. Sólo hay un camino en la vida: cuesta abajo por la pendiente resbaladiza hasta caer en el infierno. Pero antes de que pienses que estoy siendo demasiado cenizo, recuerda que de camino a ese infierno te topas con algunas cosas buenas, y más te vale cogerlas porque sólo vas a tener una oportunidad.
Eso es lo que le digo siempre a mi hijo y es lo que te digo a ti.”
Este sí es un rasgo que comparte con su anterior libro: la continua empatización con el lector, que Leyshon siempre maneja a la perfección para conseguir que la historia te absorba, que consigas que las páginas pasen sin apenas esfuerzo. En este camino hacia su abismo personal encuentra las cosas buenas que él antes comentaba y que le servirán para su redención final, por un lado una evolución de su instinto que se empieza a comportar como un engranaje en su cerebro, los sucesivos giros de este mecanismo (Clic, clic) le ayudarán a aprender de todo lo que le va sucediendo de una manera automática:
“Al día siguiente, practico. Voy a la misma tienda y luego al pub y cambio el vale por efectivo. Vuelvo, a una tienda distinta esta vez. Estoy haciendo cola en atención al cliente y una mujer delante de mí está discutiendo sobre si puede devolver algo y cambiarlo por efectivo. Empieza a recitar sus derechos legales y yo pongo atención. Cita esta ley y aquella otra información. Y yo me quedo con la lección. Clic clic. La mujer se marcha y llega mi turno. Cito la misma ley y los mismos derechos, y la mujer del mostrador sabe lo que está pasando, pero no puede hacer nada, y los dos lo sabemos. Cuenta los billetes y yo me los meto en el bolsillo.”
Hasta el punto en el que se da cuenta de que su voluntad es el límite ante lo que puede hacer, redundando en el refrán “hace más el que quiere que el que puede” esta filosofía (obtenida gracias a un improvisado Pigmalión) le servirá mucho más adelante en su sucesivo y accidentado camino en la vida:
“-Disculpe, señor, ¿acaba usted de salir del probador?
No digo nada. Nos miramos a los ojos. El tiempo se detiene. Las moléculas de aire entre nosotros se mueven y amontonan. Respiro hondo por la nariz, no dejo que se me acelere el corazón. Éste es mi traje, ésta es mi ropa. Podría comprar tanta como quisiera. Estoy por encima. Soy un hombre de ojos claros, yo llevo el traje, yo soy el que trabaja en la City.
Baja los ojos y el tiempo se reanuda. Y sé que lo he conseguido.
-Siento mucho haberlo molestado, señor –dice.
Y se va.
Y yo me quedo ahí pensando: Puedo hacer lo que quiera. No hay nada que no pueda hacer.”
La escritora nos presenta las suficientes penalidades para que podamos identificarnos con el protagonista pero sin llegar a convertirlo en un mártir (cosa que sí sucedía en Del color…), cuando peor está la cosa aprovecha para introducir una de sus interpelaciones y quitar parte de ese dramatismo, volver al show en el que estamos, enfocarnos al mismo tiempo que nos presenta la idea de la libertad en contra de la predestinación:
“Buenas, tengamos una pequeña charla. Una pequeña charla en el show de Gary. Mira, me preocupa que pienses que esto es todo, que aquí se acaba la cosa. La historia de Gary no ha terminado aún. Hay una cosa en la vida que te puedo garantizar: nunca sabes qué va a pasar mañana. No sabes lo que es un final hasta que llegas. Ésa es la clave de todo. Ése es el gran misterio.
Justo ocurre esto, de manera muy inteligente, antes de la epifanía definitiva, aquella que le servirá como inicio en su camino de redención (aquí se suman el engranaje del que hablaba anteriormente y su voluntad como había adelantado):
“Miro la bebida. La remuevo en el vaso hasta que suelta todas las burbujas. Lo único que quiero es perderme. No pensar.
Se acerca a mi boca. Mi boca se acerca a ella.
Pero pasa algo en mi cabeza. Clic Clic. Sé que si doy un sorbo a esto, no voy a ver el fondo del vaso. Si doy un solo sorbo, nunca la volveré a ver. Nunca lo volveré a ver.
Tiro la pinta al suelo. El cristal se hace añicos y la bebida se derrama. Doy media vuelta y corro bajo la lluvia, corro hasta que no puedo más.”
Supone la utilización de su libertad para negarse ante uno de los vicios que esclavizaban su vida; es muy curioso igualmente cómo la autora, a partir de esa epifanía, nos muestra los últimos ocho capítulos antes del capítulo final innominados (al contrario que toda la narración anterior); estos ocho capítulos estructuran los pasos definitivos a regularizar su nueva vida donde el final será su redención definitiva; tanto es así que utiliza de nuevo a Gary para referirse a nosotros como lectores y reafirmar el carácter ganador de su inimitable protagonista:
“Señoras y caballeros, es la hora de que pasen, pasen y vean la última parte del show de Gary. Pero sin prisa. Tómate tu tiempo. Poco a poco, a tu gusto. Porque cuando se termine esta pequeña parte, nos separaremos y tendrás que despedirte de mí. Si has aguantado hasta aquí, si has vivido todo esto conmigo, puede que descubras que te he acabado gustando, puede que hasta descubras que después de leer la última página me vas a echar de menos.
Ahora sabes mucho de mí porque has leído mis memorias, de hecho sabes la hostia, como ya te he dicho. Pero si hay una cosa que sabes de verdad (y si no, es porque no has prestado atención y necesitas que te den un cabezazo) es ésta: yo lo sé todo. Y como soy una persona que lo sabe todo, sé lo que piensas. Y sé lo que quieres.”
Es indudable que el camino lo hemos disfrutado, El show de Gary nos vuelve a demostrar el poder de la ficción encarnado en el inolvidable protagonista. Leyshon, gracias a su talento, es capaz de convertir un relato convencional en una historia más que recomendable… y entretenida.
Los textos provienen de la traducción de Inga Pellisa de El show de Gary de Nell Leyshon publicado por Sexto Piso.
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