Con todo lo que lee uno, a veces algún libro se puede quedar en el tintero, gracias a la insistencia de un “personajillo vasco” (él sabe quién es) me acabé leyendo “El arte de la defensa”, primera novela del norteamericano Chad Harbach; lo curioso es que si hubiera caído en el año de la publicación habría estado en mi top particular del año porque lo merece, es una novela soberbia. Pero tiene un hándicap de cara al público lector en España: la trama principal que vertebra la novela tiene que ver con el béisbol, deporte sin atractivo por estos lares; no en vano, autores como Philip Roth siguen sin ver traducidas al idioma de Cervantes “The great american novel” o, en el caso de Stephen King, “Blockade Billy”, con esta temática de fondo también, fue publicada directamente en bolsillo.
La historia no tiene nada de original, Mike Schwartz, un ojeador (y miembro) de un equipo de béisbol, está buscando un jugador con el que el equipo pueda subir al más alto nivel, y que esta mejora consiga su propia mejora personal:
“Toda su vida Schwartz había anhelado poseer un único talento supremo, un brillo singular que el mundo accediese a llamar genio. Ahora que había visto de cerca esa clase de talento, no podía dejarlo escapar.”
La aparición de Henry Skrimshander como ese jugador con talento es toda una paradoja en sí, ya que se trata de un jugador defensivo perfecto, muy alejado de los tipos lanzadores o bateadores que hemos visto en tantas películas del estilo:
“Lo que sabía hacer era defender. Se había pasado la vida estudiando cómo salía la pelota tras el impacto con el bate, los posibles ángulos y efectos, y por ello sabía con antelación si debía echar a correr hacia la derecha o la izquierda, si la bola se acercaba a él, en el rebote, saldría alta o casi a ras de suelo. Atrapaba la pelota limpiamente, siempre, y la devolvía con un lanzamiento perfecto, siempre.”
A pesar de su aparente protagonismo, no falta una galería de secundarios maravillosamente caracterizados, empezando por el rector Affenlight, amante lector, especialmente de la obra de Melville:
“En su despacho del piso de arriba tenía su colección más variada de teoría y narrativa de posguerra, junto con el puñado de libros verdaderamente valiosos que poseía: primeras ediciones de Walden, Un yanqui en la corte del rey Arturo y unas pocas novelas menores de Melville, además de El Libro. En el despacho había tantas estanterías que solo quedaba espacio para un objeto artístico, un letrero en blanco y negro pintado a mano que Affenlight había encargado hacía años y que constituía uno de su bienes más preciados: AQUÍ NO SE PERMITE EL SUICIDIO, rezaba, NI SE PERMITE FUMAR EN EL SALÓN.”
Cada uno de los personajes ejemplifica, a su manera, el auge y caída del “sueño americano” en algún momento de la novela: el hombre hecho a sí mismo es la base de dicho sueño y esto se encarna no solo en el caso de Henry sino en el de Mike, epítome del triunfo continuo:
“Sin embargo, ese era precisamente el problema: él era Mike Schwartz. Todo el mundo esperaba que triunfase allá donde fuera, y por tanto el fracaso, aun el pasajero, había dejado de ser una opción. Nadie lo entendería, ni siquiera Henry. Henry menos que nadie. El mito que se hallaba en la base de su amistad –el mito de su propia infalibilidad- se haría añicos.”
Harbach, indudablemente, personificará en Henry el miedo a este fracaso, sobre todo cuando, inexplicablemente, empiece a fallar en sus recepciones y lanzamientos:
“En el lapso de quince entradas había realizado los cinco peores tiros de su etapa en Westish: el que alcanzó a Owen, los dos errores del primer partido de ese día y los dos torpes tiros del segundo partido. Los cinco se habían producido en jugadas rutinarias y de hecho casi idénticas: bolas bateadas con fuerza directamente hacia él poco más o menos, con lo que había tenido tiempo de sobra para afianzar los pies y localizar el guante de Rick antes de tirar. Jugas elementales, en las que no la pifiaba desde la adolescencia.”
Mike, en su relación con Pella (la hija de Affenlight) también se hará más consciente de esto sobre todo cuando se dé cuenta de sus propias incapacidades:
“Ella no entendía su vida. No era que él quisiese que todo fuera difícil, sino que realmente todo era difícil. Dinero aparte. Él no era listo de la misma manera que ella. Lo único que sabía hacer era motivar a los demás. Lo que en definitiva equivalía a nada. Manipulación, juegos de muñecos. ¿Qué no daría por tener un talento propio, un talento como el de Henry? Cualquier cosa. Lo daría todo. Los que no destacan en el campo, se dedican a entrenar.”
En boca de Schwartz es, sin embargo, en quien Chad Harbach mostrará la paradoja del deporte con respecto al hombre:
“Para Schwartz, eso constituía la paradoja presente en la esencia misma del béisbol, o del fútbol, o de cualquier otro deporte. Lo adorabas porque lo considerabas un arte: una actividad en apariencia sin sentido, llevada a cabo por personas con aptitudes especiales, una actividad que escapaba a todo intento de quienes pretendían definir su valor y sin embargo, de algún modo, parecía transmitir algo verdadero o incluso fundamental sobre la condición humana.”
“El béisbol es un arte, pero para destacar en él había que convertirse en una máquina. No importaba lo bien que jugaras a veces, lo que hicieses en tu mejor día, la cantidad de jugadas espectaculares que realizases. No eras un pintor o un escritor, no trabajabas en privado y desechabas los errores, y no eran solo tus obras maestras lo que contaba. Lo realmente importante, como ocurría con cualquier máquina, era la cantidad de veces que pudieras repetirlo. Los momentos de inspiración no eran nada comparados con la eliminación del error.”
La ambición de Harbach: mostrarnos el deporte como metáfora de la condición humana y la propia novela como reflejo del sueño americano; no se queda ahí, el primer fallo producido por un jugador de béisbol en 1973 se convierte en las manos del escritor en el catalizador de la la cultura posmoderna (al mismo tiempo con Pynchon y otras referencias literarias):
“En la imaginación del público, 1973 no podía haber sido un año más tenso: Watergate, el caso Roe contra Wade, la retirada de Vietnam, El arco iris de la gravedad. ¿Fue también el año en que se extendió la parálisis prufrockiana, el año en que se introdujo en el béisbol? […] De hecho, eso podría llegar a ser una definición viable de toda la era posmoderna, una época en que incluso los deportistas fueron modernos angustiados. Así, el período posmoderno norteamericano se inició en la primavera de 1973, cuando un lanzador llamado Steve Blass perdió la puntería.”
De fondo no falta la crítica a un sistema que no duda en favorecer a sus artífices, aunque ese mismo sistema desencadene la desesperación de los que no viven imbuidos en él y no lo puedan afrontar, como es el caso del rector, que oculta su condición hasta que es chantajeado por ella:
“-No concibo que la hija de un ex-rector pague la matrícula en Westish College. Ni sus nietos ni los nietos de sus nietos. No es así como funciona el sistema.
El sistema. Affenlight asintió, se miró la corbata, levantó una mano trémula para alisársela innecesariamente.”
En una parte final cargada de épica y desesperación a partes iguales, solo el sacrificio conseguirá que “el sueño americano” pueda ser posible. Mike Schwartz se convertirá en el Ahab que les guiará en esa quimera:
“Schwartz recorrió el círculo con la mirada una vez más. Percibió algo más que seguridad, una sensación de que el partido ya podría haberse jugado. No sabía si él mismo estaba listo para jugar –tenía la mente en todas partes, insomne, dispersa y sentimental-, pero desde luego ellos sí lo estaban. Si él era el Ahab de esa operación, y ese torneo constituía el blanco de su obsesión, ellos eran la tripulación secreta del Fedallah.
-Tíos –dijo en voz baja, con sincero respeto-, dais miedo, cabronazos.
Nadie sonrió al oírlo, y menos aún rio; solo asintieron y salieron al campo.”
Excepcional ópera prima que muestra como nadie la sociedad norteamericana y, por extensión, en este caso, los anhelos del hombre. No puede quedar en el olvido. Aquí hay magia.
Los textos vienen de la traducción del inglés de Isabel Ferrer de “El Arte de la Defensa” de Chad Harbach en Salamandra.