El canto del cuco y El gusano de seda de Robert Gailbraith. Lo detectivesco según J. K. Rowling

Justamente el otro día hablaba con Gonzalo Torné en Twitter sobre pseudónimos; escritores que adoptan otras personalidades como autores y aprovechan este aparente desdoblamiento de la personalidad para tratar otros temas, otros personajes, otras historias e, incluso, adoptar estilos diferentes como si se tratara de personas distintas; tal es el caso de Gonzalo que se embarca en la tarea de escribir, como Álvaro Abad, novelas de aventuras o con cierto regusto “noir”; tenemos muchos casos actuales en los que sucede igualmente como es el caso de Stephen King y su Richard Bachman, que surgió por el miedo a perder la creatividad y el tratamiento de temas más difíciles de cara al público general ( el tiempo le ha demostrado que, gracias a su margen como King, puede tratar cualquier tema); otro caso paradigmático es el de Joyce Carol Oates que aprovecha sus “otras personalidades literarias” como Rosamond Smith o Lauren Kelly para centrarse en la novela de género y transformar su estilo al mismo tiempo para separarse de sus obras más “serias” (por poner un adjetivo, con toda la inconcreción que supone); ella misma escribe sobre el tema en un libro que traeré dentro de poco por aquí, su Jack Of Spades juega con la forma en que se escinde la personalidad para establecer los dos carismas como autor y cómo uno puede llegar a dominar al otro; parecido es el caso de la archiconocida escritora inglesa Joanne K. Rowling, la creadora de Harry Potter y todo el “Potterverse” que tanto éxito tuvo entre jóvenes y adultos. Robert Gailbraith, un hombre, es el nombre que la autora escogió para escribir novelas policíacas, muy alejadas de sus temas de fantasía, deseando establecer una nueva personalidad que la aleje un poco de lo cómodo y llegar a un público diferente, puede que más adulto.

Ahora que acaba de salir el segundo libro con dicho pseudónimo aproveché para leer los dos seguidos y cantocucohacerme una idea de lo que podemos esperar de esta encarnación literaria; en el El canto del cuco Rowling acometía la presentación de los dos personajes principales: el investigador de nombre inolvidable Cormoran Strike y su ayudante, la rebelde y luchadora Robin Ellacott; la presentación de Strike es toda una declaración de intenciones en cuanto al estilo:

“El reflejo que le devolvía la mirada no era atractivo. Strike tenía la frente alta y abultada, una nariz ancha y las cejas densas de un joven Beethoven que hubiese estado boxeando, una impresión que acentuaba el ojo hinchado y ennegrecido. Su abundante pelo rizado, mullido como una alfombra, le había supuesto que entre sus muchos motes de la juventud se incluyera el de “cabeza de vello púbico”. Parecía mayor que sus treinta y cinco años de edad.”

Rowling, como Gailbraith, adopta un estilo muy ornamentado, pródigo en adjetivos (había bastantes bromas por este hecho) y frases más largas de las que utilizaba en la más sencilla (y efectiva) prosa de las aventuras de nuestro mago; cada presentación de personaje es vívida y colorida y establece un sello de identidad:

“La extrema belleza de Lula rayaba al borde mismo del absurdo, y el encanto por el que era tan celebrada –tanto en necrológicas de periódicos como en blogs histéricos- iba acompañado de una reputación de repentinos ataques de mal genio y un pronto peligroso. La prensa y el público parecían amarla tanto como detestarla. Una periodista la encontraba “curiosamente dulce, poseedora de una inocencia inesperada”; y otra decía que era “en el fondo, una pequeña diva calculadora, astuta y dura.”

En cuanto al tema tratado, se inclina por la variante más detectivesca del relato policíaco; por su forma de escribir yo diría que tenía en la cabeza a P.D. James como inspiración, aunque la elección de un hombre como detective la dejaba un poco alejada de lo que podría esperarse en tiempos como los actuales: una mujer detective, o una mujer investigadora (sin ser profesional); creo, de hecho, firmemente, que estaba probándose a sí misma y que tenía muchas dudas sobre cómo desarrollarlo; esta broma a Cormoran denota, curiosamente estas dudas:

“-Ridículo –dijo Bristow entrecortadamente-. Debería dejar de trabajar como detective y probar con la literatura fantástica, Strike. No tiene la más mínima prueba de lo que está diciendo…

-Sí que la tengo –le interrumpió Strike, y Bristow dejó de hablar de inmediato, con su palidez visible a través de la penumbra-.”

Y estaban presentes a lo largo de la toda la voluminosa novela, el resultado es irregular, la trama es solvente, la presentación de personajes razonable, pero se echaba de menos algún motivo original, alguna chispa de genialidad que la diferenciara de todo lo que se publicar en el género más allá del nombre del carismático detective.

Gusano de seda, El_150x230Afortunadamente, estas dudas se difuminan cuando uno lee su siguiente novela, El gusano de seda supone un gran paso adelante en todos los aspectos ya que no abandona su sello de identidad que he comentado anteriormente (ojo al esfuerzo de pintar al protagonista de diferente manera):

“Strike no desentonaba con aquellos tipos corpulentos que entraban y salían de la cafetería con andares bruscos. Era alto y moreno; su pelo, corto, rizado y tupido, empezaba a ralear un poco en la frente, alta y abultada, que sobresalía por encima de una nariz ancha de boxeador y unas cejas pobladas y hoscas. Iba sin afeitar, y unas ojeras moradas engrandecían sus oscuros ojos. Comía con la mirada perdida en el edificio del mercado al otro lado de la calle. La entrada en arco más cercana, la número dos, iba adquiriendo relieve a medida que disminuía la oscuridad: una cara de piedra de expresión severa, antigua y barbuda, lo miraba fijamente desde lo alto del portal. ¿Existiría el dios del ganado para despiece?”

Y es así sobre todo por párrafos como el siguiente que os invito a leer a continuación:

“Robin había dado por supuesto que él pensaba algo parecido, de vez en cuando le decía cosas como “Es bueno para tu formación de detective” o “te convendría hacer un curso de contravigilancia”. Había dado por supuesto que cuando el negocio se consolidara (y podía afirmar que ella había contribuido a esa consolidación) recibiría la formación que tanto necesitaba, y bien lo sabía. Sin embargo, ahora parecía que esas indirectas no habían sido más que comentarios sin valor, simples palmaditas en la espalda de la mecanógrafa. Entonces, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había rechazado otro empleo mucho mejor? (Como estaba irascible, prefería no acordarse de lo poco que le había interesado aquel trabajo en un departamento de recursos humanos, pese a estar muy bien pagado.)

Quizá la nueva empleada fuera una mujer capaz de realizar esos trabajos tan útiles, y ella, Robin, se limitaría a hacer de recepcionista y secretaria de ambos, y nunca abandonaría ya su mesa. No se había quedado con Strike para eso, ni había rechazado un sueldo mucho mejor ni introducido un motivo recurrente de tensión en su relación con Matthew para acabar de aquella manera.”

La evolución que experimenta Robin nos lleva a una inconformista, una luchadora que aboga por romper el papel que la sociedad le tiene reservado y a elegir lo que de verdad le gusta, más allá de esa sombra del patriarcado que pretende relegarla a un papel secundario; hasta tal punto que se convierte en una verdadera protagonista de la historia, al mismo nivel de Cormoran y, en muchas ocasiones, a un nivel superior al de este. Robin es la encarnación de un feminismo actual y supone ese avance que necesitaba y que aporta al género otro punto de vista: ese paso de ser secretaria (una simple ayudante) a convertirse en “socia” y participar activamente en la resolución de los casos.

Si a esto le sumamos una trama literaria con un libro en el centro de la misma, como posible inspiración a la realización del mismo:

“Mientras vadeaba aquel relato de obscenidad florida, Strike se preguntó cuántos retratos de personas reales se le estarían escapando. La violencia de los encuentros de Bombyx con otros humanos resultaba turbadora; la crueldad y la perversidad de estos no dejaban ningún orificio sin violar; era un frenesí sadomasoquista. Sin embargo, la inocencia y la pureza esenciales del protagonista constituían un tema constante, y, por lo visto, la simple declaración de su genialidad era todo lo que el lector necesitaba para absolverlo de los delitos en los que participaba de tan buena gana como los presuntos monstruos que lo rodeaban. Mientras pasaba las páginas, Strike recordó la opinión de Jerry Waldegrave de que Quine era un enfermo mental; empezaba a coincidir con él.”

Y el reflejo, al mismo tiempo, del mundo literario y todo lo asociado  a él, sus ambientes, sus personajes, sus envidias, tramas sobre y para la literatura, etc; todo ello con un puntito de escabrosidad que resulta adecuado para lo tratado ya que la prosa de Rowling, cargada de detalles sirve perfectamente a este propósito:

“[…] Strike experimentó las primeras arcadas y la sensación de hallarse en el interior de un templo, testigo de una matanza sacrificial, de un acto de infame profanación.

Habían dispuesto siete platos y siete cubiertos alrededor del cadáver en descomposición, como si éste fuera una pieza gigantesca de carne. Lo habían abierto en canal y, aun desde el umbral, gracias a su estatura, Strike pudo ver la cavidad negra en que se había convertido el tronco. Los intestinos habían desaparecido, como si se los hubieran comido. La tela y la piel quemadas que cubrían el cuerpo reforzaban la repugnante impresión de que lo habían cocinado y se habían dado un festín con él. Había partes en las que el cadáver putrefacto y chamuscado, brillaba y adquiría un aspecto casi líquido. Cuatro radiadores encendidos aceleraban el proceso de descomposición.

La cara, podrida, era la parte del cuerpo que quedaba más lejos de la puerta y más cerca de la ventana. Strike la miró con los ojos entornados, sin moverse y procurando no respirar. De la barbilla todavía colgaba un poco de barba rubia, y solo se distinguía la cuenca de un ojo, calcinada.

De pronto, pese a estar familiarizado con la muerte y la mutilación, Strike tuvo que contener las ganas de vomitar que le provocaba aquel olor casi asfixiante, mezcla de producto químico y cadáver.”

Entonces nos encontramos con una novela casi perfecta de detectives: con un punto moderno gracias al papel de Robin y una trama mejor cerrada que en el primer caso. Sabiendo la capacidad de previsión a largo plazo de la autora (que ya puso en práctica con Potter), sinceramente, espero grandes cosas de las aventuras de Cormoran y Robin. Aquí me tiene esperando su nueva entrega con cada vez más ganas.

Los textos provienen de la traducción de  Jesús de la Torre de El canto del cuco y de  Gemma Rovira Ortega de  El Gusano de Seda de Robert Gailbraith (J.K. Rowling) para la editorial Salamandra

“La última noche” de James Salter. Lo que se dice y lo que no se dice: ingeniería del relato.

la_última_noche_james_salterNo se prodiga mucho el norteamericano James Salter; no es Donna Tartt, pero tampoco podemos decir que sea muy prolífico; cuando pedí consejo sobre qué leer de él la recomendación (del de siempre…) fue esta recopilación de cuentos cortos “La última noche”, del 2005,y tengo que reconocer que he acertado de pleno, estamos ante una verdadera maravilla.

Para profanos, es necesario comentar algún aspecto inicial; estamos hablando de una recopilación de cuentos cortos, con todo lo que ello conlleva;  el cuento, relato breve o narración corta está a medio camino de la poesía y la novela; juega otro tipo de recursos muy diferentes a los habituales en la novela más larga y que son más afines al público general deseoso de entrar en historias que les transporten durante un tiempo determinado. El cuento tiene que impactar/funcionar de otra manera y en un espacio más corto, de ahí que esté más cerca de lo poético (mucho menos  popular…) y no todo el mundo puede apreciarlo. Esto es un hecho demostrado, de hecho, lo estoy comprobando casi cada día con los que se van estrellando en la narrativa de la última ganadora del Nobel de literatura: Alice Munro.  No quiere decir que el público general no disfrute de la narrativa breve, ahí están los casos de Poe o Murakami; sin embargo, Lorrie Moore y Salter, por poner algún ejemplo, son menos accesibles.

El primer relato de esta antología “Cometa” es un prodigio de ese tipo de cosas que convierten su lectura en algo especial: continuos cambios de punto de vista, Silencios que implican a veces más que lo que está contando explícitamente. Concreción y puntillismo. Pinceladas que lo dicen todo. No hay paja que emborrone. Estamos ante pequeñas narraciones que se saltan toda linealidad: del presente al pasado (y viceversa)  sin apenas transición.

Una historia que trata de las sorpresas que pueden aparecer en la vida y de los trenes que pasan y puedes coger o no:

“Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cenas con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.”

La metáfora del cometa como imagen paradigmática de lo fugaz que puede ser algo que te sucede:

“-No veo ningún cometa –dijo ella.

-¿No?

-¿Dónde está?

-Justo ahí encima –señaló él-. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. –Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.

-Vamos, ya lo mirarás mañana –dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

-Mañana no estará. Solo pasa una vez.”

Esos recursos se irán repitiendo en cada una de las diez maravillas, obligando al lector a un esfuerzo, una complicidad mayor; no puedes descuidarte ni un momento porque, posiblemente, estés perdiéndote un detalle, elíptico o escrito, que sea imprescindible para la cohesión de la historia.

En “Los ojos de las estrellas” es el recuerdo, de un autor en el crepúsculo de su vida, lo que mantiene nuestra estabilidad, no lo que sucede después: “Estaba acordándose de cómo empezó todo. Recordó las botellas de cerveza rodando por el suelo de la parte trasera del coche cuando tenía quince años y él le hacía el amor todas las mañanas y  ella no sabía si estaba iniciando la vida o tirándola por la ventana, pero lo amaba y nunca olvidaría.”

“El don”, sin embargo,  es el pretexto de una pareja para solucionar las dificultades que van surgiendo y que entorpecen su convivencia; la renuncia a uno mismo para mantener la unión, aunque sea insalvable, como es el sorprendente desenlace:

“Teníamos una manera de solventar las pequeñas cosas que al principio pasábamos por alto pero que con el tiempo resultaban molestas. Lo llamábamos “el don” y estábamos de acuerdo en que tenía que ser un compromiso duradero. La frase usada con exceso, cierto hábito al comer, incluso esa prenda de ropa favorita… un don era el resultado de un ruego para el otro renunciara a esa cosa en concreto. No podías pedirle que hiciera algo, sólo que dejara de hacerlo.”

Hay un lamento ante las decisiones tomadas en el pasado en “Palm court”; el remordimiento ante una decisión errónea reconcome al protagonista:

“Caminando por la calle con tacones altos, solas o en grupo, había chicas como la que Noreen había sido, en gran número. Pensó en el amor que había llenado la gran habitación central de su vida y en que no volvería a conocer a nadie como ella. No supo qué lo embargaba, pero en medio de la calle se echó a llorar.”

El cuento homónimo, con la eutanasia de fondo, nos agarra de nuestro subconsciente más hondo, saber lo que puede suceder no resta dramatismo y lirismo a una historia que se convierte en una paradoja:

“La oyó suspirar. Tenía los ojos cerrados cuando se tumbó con expresión apacible. Había subido a bordo. Dios mío, pensó él. Dios mío. La había conocido cuando ella tenía veintipocos años, las piernas largas y el alma inocente. Ahora la había deslizado bajo el flujo del tiempo, como un sepelio marino. Su mano aún estaba caliente. Se la llevó a los labios. Luego subió la colcha para taparle las piernas. La casa estaba increíblemente serena. El silencio se había adueñado de ella, el silencio de un acto fatídico. No oyó que soplara el viento.”

Poco puedo decir más, simplemente, abandonaos al poder de la narración de Salter. Un gran maestro de las distancias cortas.

Los textos provienen de la traducción del inglés de Luís Murillo Fort para “La última noche” de James Salter en Salamandra.

“El arte de la defensa” de Chad Harbach. Auge y caída del sueño americano

el arte de la defensaCon todo lo que lee uno, a veces algún libro se puede quedar en el tintero, gracias a la insistencia de un “personajillo vasco” (él sabe quién es) me acabé leyendo “El arte de la defensa”, primera novela del norteamericano Chad Harbach; lo curioso es que si hubiera caído en el año de la publicación habría estado en mi top particular del año porque lo merece, es una novela soberbia. Pero tiene un hándicap de cara al público lector en España: la trama principal que vertebra la novela tiene que ver con el béisbol,  deporte sin atractivo por estos lares; no en vano, autores como Philip Roth siguen sin ver traducidas al idioma de Cervantes “The great american novel” o, en el caso de Stephen King, “Blockade Billy”, con esta temática de fondo también, fue publicada directamente en bolsillo.

La historia no tiene nada de original, Mike Schwartz, un ojeador (y miembro) de un equipo de béisbol, está buscando un jugador con el que el equipo pueda subir al más alto nivel, y que esta mejora consiga su propia mejora personal:

“Toda su vida Schwartz había anhelado poseer un único talento supremo, un brillo singular que el mundo accediese a llamar genio. Ahora que había visto de cerca esa clase de talento, no podía dejarlo escapar.”

La aparición de Henry Skrimshander como ese jugador con talento es toda una paradoja en sí, ya que se trata de un jugador defensivo perfecto, muy alejado de los tipos lanzadores o bateadores que hemos visto en tantas películas del estilo:

“Lo que sabía hacer era defender. Se había pasado la vida estudiando cómo salía la pelota tras el impacto con el bate, los posibles ángulos y efectos, y por ello sabía con antelación si debía echar a correr hacia la derecha o la izquierda, si la bola se acercaba a él, en el rebote, saldría alta o casi a ras de suelo. Atrapaba la pelota limpiamente, siempre, y la devolvía con un lanzamiento perfecto, siempre.” 

A pesar de su aparente protagonismo, no falta una galería de secundarios maravillosamente caracterizados, empezando por el rector Affenlight, amante lector, especialmente de la obra de Melville:

“En su despacho del piso de arriba tenía su colección más variada de teoría y  narrativa de posguerra, junto con el puñado de libros verdaderamente valiosos que poseía: primeras ediciones de Walden, Un yanqui en la corte del rey Arturo y unas pocas novelas menores de Melville, además de El Libro. En el despacho había tantas estanterías  que solo quedaba espacio para un objeto artístico, un letrero en blanco y negro pintado a mano que Affenlight había encargado hacía años y que constituía uno de su bienes más preciados: AQUÍ NO SE PERMITE EL SUICIDIO, rezaba, NI SE PERMITE FUMAR EN EL SALÓN.”

Cada uno de los personajes ejemplifica, a su manera, el auge y caída del “sueño americano” en algún momento de la novela: el hombre hecho a sí mismo es la base de dicho sueño y esto se encarna no solo en el caso de Henry sino en el de Mike, epítome del triunfo continuo:

“Sin embargo, ese era precisamente el problema: él era Mike Schwartz. Todo el mundo esperaba que triunfase allá donde fuera, y por tanto el fracaso, aun el pasajero, había dejado de ser una opción. Nadie lo entendería, ni siquiera Henry. Henry menos que nadie. El mito que se hallaba en la base de su amistad –el mito de su propia infalibilidad- se haría añicos.”

Harbach, indudablemente, personificará en Henry el miedo a este fracaso, sobre todo cuando, inexplicablemente, empiece a fallar en sus recepciones y lanzamientos:

“En el lapso de quince entradas había realizado los cinco peores tiros de su etapa en Westish: el que alcanzó a Owen, los dos errores del primer partido de ese día y los dos torpes tiros del segundo partido. Los cinco se habían producido en jugadas rutinarias y de hecho casi idénticas: bolas bateadas con fuerza directamente hacia él poco más o menos, con lo que había tenido tiempo de sobra para afianzar los pies y localizar el guante de Rick antes de tirar. Jugas elementales, en las que no la pifiaba desde la adolescencia.”

Mike, en su relación con Pella (la hija de Affenlight) también se hará más consciente de esto sobre todo cuando se dé cuenta de sus propias incapacidades:

“Ella no entendía su vida. No era que él quisiese que todo fuera difícil, sino que realmente todo era difícil. Dinero aparte. Él no era listo de la misma manera que ella. Lo único que sabía hacer era motivar a los demás. Lo que en definitiva equivalía a nada. Manipulación, juegos de muñecos. ¿Qué no daría por tener un talento propio, un talento como el de Henry? Cualquier cosa. Lo daría todo. Los que no destacan en el campo, se dedican a entrenar.”

En boca de Schwartz es, sin embargo, en quien Chad Harbach mostrará la paradoja del deporte con respecto al hombre:

“Para Schwartz, eso constituía la paradoja presente en la esencia misma del béisbol, o del fútbol, o de cualquier otro deporte. Lo adorabas porque lo considerabas un arte: una actividad en apariencia sin sentido, llevada a cabo por personas con aptitudes especiales, una actividad que escapaba a todo intento de quienes pretendían definir su valor y sin embargo, de algún modo, parecía transmitir algo verdadero o incluso fundamental sobre la condición humana.”

“El béisbol es un arte, pero para destacar en él había que convertirse en una máquina. No importaba lo bien que jugaras a veces, lo que hicieses en tu mejor día, la cantidad de jugadas espectaculares que realizases. No eras un pintor o un escritor, no trabajabas en privado y desechabas los errores, y no eran solo tus obras maestras lo que contaba. Lo realmente importante, como ocurría con cualquier máquina, era la cantidad de veces que pudieras repetirlo. Los momentos de inspiración no eran nada comparados con la eliminación del error.”

La ambición de Harbach: mostrarnos el deporte como metáfora de la condición humana y la propia novela como reflejo del sueño americano; no se queda ahí, el primer fallo producido por un jugador de béisbol en 1973 se convierte en las manos del escritor en el catalizador de la la cultura posmoderna (al mismo tiempo con Pynchon y otras referencias literarias):

“En la imaginación del público, 1973 no podía haber sido un año más tenso: Watergate, el caso Roe contra Wade, la retirada de Vietnam,  El arco iris de la gravedad. ¿Fue también el año en que se extendió la parálisis prufrockiana, el año en que se introdujo en el béisbol? […] De hecho, eso podría llegar a ser una definición viable de toda la era posmoderna, una época en que incluso los deportistas fueron modernos angustiados.  Así, el período posmoderno norteamericano se inició en la primavera de 1973, cuando un lanzador llamado Steve Blass perdió la puntería.”

De fondo no falta la crítica a un sistema que no duda en favorecer a sus artífices, aunque ese mismo sistema  desencadene la desesperación de los que no viven imbuidos en él y no lo puedan afrontar, como es el caso del rector, que oculta su condición hasta que es chantajeado por ella:

“-No concibo que la hija de un ex-rector pague la matrícula en Westish College. Ni sus nietos ni los nietos de sus nietos. No es así como funciona el sistema.

El sistema. Affenlight asintió, se miró la corbata, levantó una mano trémula para alisársela innecesariamente.”

En una parte final cargada de épica y desesperación a partes iguales, solo el sacrificio conseguirá que “el sueño americano” pueda ser posible. Mike Schwartz se convertirá en el Ahab que les guiará en esa quimera:

“Schwartz recorrió el círculo con la mirada una vez más. Percibió algo más que seguridad, una sensación de que el partido ya podría haberse jugado. No sabía si él mismo estaba listo para jugar –tenía la mente en todas partes, insomne, dispersa y sentimental-, pero desde luego ellos sí lo estaban. Si él era el Ahab de esa operación, y ese torneo constituía el blanco de su obsesión, ellos eran la tripulación secreta del Fedallah.

-Tíos –dijo en voz baja, con sincero respeto-, dais miedo, cabronazos.

Nadie sonrió al oírlo, y menos aún rio; solo asintieron y salieron al campo.”

Excepcional ópera prima que muestra como nadie la sociedad norteamericana y, por extensión, en este caso, los anhelos del hombre. No puede quedar en el olvido. Aquí hay magia.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Isabel Ferrer de “El Arte de la Defensa” de Chad Harbach en Salamandra.