Siempre que leo a Julian Barnes me vuelve a recordar el infinito placer que siento al leer cualquiera de sus obras y cómo dejo pasar demasiado tiempo entre una y otra lectura. Barnes tiene la extraña cualidad de conseguir emocionarme con una apariencia formal que no busca dicha emotividad sino una aproximación alejada de sentimentalismos.
En “Niveles de vida” Barnes nos propone un juego de relojería que divide en tres partes; en la primera de ellas “El pecado de la altura”, donde habla sobre los pioneros de la conquista del cielo mediante globos aerostáticos, consigue contarnos un hecho muy general que utilizará más adelante, ya que, de fondo, esta historia es una alegoría que le servirá de hilo conductor. Sólo hay que fijarse en lo que significa estar en las alturas según sus locos aeronautas:
“En este espacio silencioso, moral, el aeronauta experimenta una salud física y también espiritual. La altitud “reduce todas las cosas a sus proposiciones relativas, y a la Verdad.” Se esfuman las cuitas, los remordimientos, las aversiones: “Con qué facilidad se disipan la indiferencia, el desprecio, la desmemoria… y surge el perdón.”
En la segunda parte, “En lo llano”, se produce la particularización a través de uno de los personajes que veíamos en esa primera parte, Fred Burnaby, y refleja especialmente su obsesión por Sarah Bernhart, una de las grandes experimentadoras y conocida actriz de la época.
“Vivimos a ras del suelo, en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves. Podemos rebotar en el suelo con tal fuerza que se nos fractura una pierna y somos arrastrados hacia una vía férrea extranjera. Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos.”
Aspiramos a lo máximo, el amor nos puede elevar hasta lo máximo; pero también nos puede conducir a lo más hondo, “cada historia de amor” se convertirá en algún momento “en una historia de aflicción”.
La tercera parte, “La pérdida de profundidad”, supone el paso de lo ajeno a lo propio, en este caso, lo personal más íntimo, las consecuencias de la muerte de su mujer en su vida. Es aquí cuando te das cuenta de cómo ha ido preparando Barnes la narración para llegar a su punto culminante y aprovechar lo andado, donde el reloj, con todos sus mecanismos, funciona perfectamente, con su correcto tic-tac; como cuando dos personas se juntan y se produce dicha simbiosis:
“Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como aquel primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por alguna razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible.”
Ese reloj que funciona a la perfección se rompe en algún momento, lo malo es que, como comenta el británico, se pierde mucho más que la suma, algo probable únicamente en el terreno emocional. Es capaz de entrar en un terreno tan espinoso sin caer en lo cómodo, solo hay que comprobar la forma en que la añora, en lo que hace y en lo que no hace:
“Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto. Tengo esa buena y también esa mala suerte. Antes las palabras venían a mi cabeza: la añoro en cada acción y en cada inacción. Era una de esas frases que me repetía para confirmarme dónde estaba y lo que era. Al igual que, al volver a casa, me preparaba para el regreso diciendo en voz alta: “No estoy volviendo con ella ni hacia ella.” Al igual que, cuando algo fallaba o se rompía o se perdía alguna cosa, me tranquilizaba diciendo: “En la escala de las pérdidas no es nada.”
Sorprende siempre por su capacidad para racionalizar aspectos tan emocionales como es en el caso de discernir entre dos conceptos tan próximos como aflicción y duelo; exactamente, la aflicción es vertiginosa y es la que causa el verdadero estado de dolor.
“Está la cuestión de la aflicción frente al duelo. Cabe intentar diferenciarlos diciendo que la primera es un estado y el segundo un proceso; sin embargo, es inevitable que se superpongan. ¿Disminuye el estado? ¿Progresa el proceso? ¿Cómo saberlo? Quizá sea más fácil pensarlo metafóricamente. La aflicción es vertical –y vertiginosa-, mientras que el duelo es horizontal. La aflicción te trastorna el estómago, te quita la respiración, corta el suministro de sangre al cerebro; el duelo te proyecta hacia una nueva dirección.”
Cuando muere alguien más querido, no solo muere la persona sino lo que esa persona tenía de ti como he comentado en un texto anteriormente; esa condición de pérdida genera una añoranza inevitable que define con una palabra alemana única en su sonoridad:
“Hay una palabra alemana, Sehnsucht, que no tiene un equivalente inglés; significa “añoranza de algo”. Tiene connotaciones románticas y místicas; C. S. Lewis la definió como el “inconsolable anhelo” del corazón humano de “no sabemos qué”. Parece bastante alemana la capacidad de especificar lo inespecificable. El anhelo de algo o, en nuestro caso, de alguien. Sehnsucht describe el primer tipo de soledad. Pero el segundo tipo procede del estado opuesto: la ausencia de un alguien muy específico. No es tanto soledad como la ausencia de ella. “
Esta ausencia de la persona con la que has compartido (o no) tantas cosas es la que genera una añoranza casi mística, que roza el romanticismo pero no cae en el sentimentalismo barato, ya que, por momentos, se vuelve inespecificable. La dificultad de expresar lo vivido con Barnes fluye hasta transmitir un sentimiento de congoja durante su lectura que nos sobrecoge y subyuga. La facilidad de la palabra del británico, una total experiencia lectora donde no cabe la mediocridad.
Los textos provienen de la traducción de Jesús Zulaika de “Niveles de vida” de Julian Barnes para Anagrama.
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