“Ésta, creo, es la visión de la vida que se refleja en la ficción de Adler. Nada evoluciona, nada deriva. Los efectos no resultan de causas. Los episodios se graban sin ninguna relación entre sí. Por fortuna, son episodios fascinantes.”
La frase con la que termina su postfacio Muriel Spark supone todo un resumen del sentido que tiene la técnica empleada por Renata Adler en sus obras; comenté en su momento, a propósito de Lancha rápida (su primera novela) lo que decía de ella Guy Trebay que transcribo nuevamente a continuación:
“Sin embargo, la ficción estrictamente vanguardista tiende a despreciar la mayoría de los llamamientos a la emoción, el sentimiento, la preocupación por los personajes y lo que les ocurre, como barato y kitsch, y se mantiene en un ámbito gélido. La ironía, el humor, escalofríos de asombro, cierto ingenio, una cualidad atribulada, pero eso es todo. Nada que te haga llorar, preocuparte por los personajes, querer cosas por ellos. No podrías ser, pongamos, Dickens ahora, o George Eliot o Henry James. O quizá podrías escribir como ellos, con suerte, pero no sería fiel a nuestro tiempo, sonaría falso en cierto modo. Para aquellos efectos has de volver a los originales. Adoro los efectos vanguardistas, lo que quiero decir es que Kafka, aunque perfecto, es frío. Así que me preguntaba si en estos tiempos existe una forma de poner sentimiento convencional. No creo que lo haya logrado salvo de manera esporádica, hasta Pitch Dark. Quizá ni siquiera entonces.”
En él se discutía sobre la inconveniencia de escribir como los clásicos victorianos en los tiempos que corren y cómo se adecuaban las técnicas vanguardistas (postmodernismo, etc.) a la realidad que vivimos en estos momentos, una realidad fragmentada, de esbozos pero, al mismo tiempo, tremendamente fría en su aparente perfección; hacía una referencia a Pitch Dark (Oscuridad Total) que ahora cobra total importancia ligándola con el postfacio de Spark:
“La novela de Renata Adler Oscuridad Total, como su primera obra de ficción, Lancha Rápida, es un género en sí misma, una narración discontinua en primera persona. La mente de Adler es analítica y su estilo, efervescente. Adler también tiene una auténtica historia tradicional que contar, una historia de amor, aunque desde luego no la explica con claridad. Uno tiene que irla montando como lo haría si hubiera encontrado el diario íntimo de un desconocido. Uno ha de leer entre líneas (y las líneas en sí son otra clase de entretenimiento) y agarrarse a pistas y fragmentos hasta que el conjunto queda claro, y el personaje de la narradora se completa por la expresión sincera de sus sentimientos, sus opiniones y pensamientos, sus experiencias cotidianas, siempre con un punto de desesperación.”
En efecto volvemos a disfrutar de esa narración discontinua a base de fragmentos que se van interponiendo unos sobre otros sin aparente conexión pero aquí sin embargo, si podemos encontrar una historia de (des)amor de fondo, vertebrando y dando consistencia a toda la novela:
“La narradora, Kate Ennis, es periodista. Ha tenido una aventura de ocho años con Jake, un hombre casado desconsiderado egoísta, con el que decide romper pese a que sigue enamorada de él. Al principio del libro, Kate, después de viajar por el mundo y de cruzar el Atlántico varias veces, sigue en el mismo estado de ambivalencia. Recordando desde una pequeña isla en el estrecho de Puget, escribe en primera persona. “¿Puede ser que, accidentalmente, tirara lo más importante?” es una de las muchas frases que se repiten a lo largo del libro. En ocasiones se dirige a su amante. “¿Sabes? Eres, fuiste lo más parecido que tuve en mi vida a una historia real” es otro estribillo. Y en ocasiones le reprocha de forma extensa: “Lo que has hecho es organizar tu vida de manera que las cosas con un poco de alegría o belleza fueran las cosas en las que yo no participaba.”
De esta manera, consigue abandonar esta aparente gelidez para mostrarnos retazos de lo que ha sido esta relación que, además, muchas veces contrastan con el ritmo/estilo de los párrafos habituales:
“Supongo que he sido cara de mantener sólo en este sentido: que me has dedicado más tiempo en esas salidas, viajes de trabajo, visitas en los intersticios de tu vida, del que jamás planeaste dedicarme. Sin embargo, lo que has hecho es organizar tu vida de manera que las cosas con un poco de alegría o belleza fueran las cosas en las que yo no participaba. No, no quiero decir eso. Es sólo que no creo que pusiera un precio muy alto. Ni siquiera iba a haber un precio. Sin embargo, aquí estoy, después de todo, sola en la isla Orcas. Y, sencillamente, lo que ocurre ahora es muy deprimente y mediocre.
Eh, espera.
Bueno, al fin y al cabo, el amor es un hábito como cualquier
Otro.
Un hábito, quizá. Como cualquier otro, no.”
Cada uno de ellos refleja una cierta desesperación que lo impregna enteramente de manera constante, un sentimiento inherente que nos demuestra una mayor calidez; al fin y al cabo supone una ruptura para ella, ruptura que expresa a través de la disrupción en su escritura, las frases largas se interrumpen en frases breves, cortantes, con puntos y apartes, mostrándonos mucha más pasión y sentimientos, el siguiente párrafo es paradigmático de esta técnica:
“Déjame decir sólo que
No.
¿Cómo que no? Déjame sólo
No.
¿No?
No. Ya estoy cansado. No quiero oír hablar de eso. No quiero verlo. No quiero contarlo. No quiero formar parte de nada de eso.
Bueno entonces, ¿qué?
Déjame en paz.
Bueno, entonces no puedo.
No te disculpes. Déjalo estar.
Pero.
Vete.”
Al mismo tiempo, en los párrafos que se intercalan con estas narraciones que suponen el hilo conductor volvemos a encontrarnos reflexiones de todo tipo pero no es descartable que, de fondo, esté la figura del desamor, incluso de una manera surrealista como el concurso de su media naranja en el que la esposa responde algo que no sabe sobre su pareja de manera absurda:
“Era tan aburrido como, bueno, como un sonsonete, y tan repetitivo como un vals, como un lamento country en tempo de vals. Era tan absolutamente espantoso como un vino rosado.
A ver, ¿para qué me adelantaste en la carretera, desde una calle lateral, cuando no había más coches a la vista detrás de mí, si ibas a conducir más despacio que yo?
Estaba empezando a atardecer en la ciudad. La tele estaba encendida. Veíamos Su media naranja. El presentador acababa de preguntarse a la concursante, una mujer joven de Virginia:
-¿Cuál es el roedor que menos le gusta a su marido?
-El roedor que menos le gusta –repuso ella, arrastrando las palabras con serenidad y sin vacilar-. Oh, creo que sería el saxofón.”
De hecho, es sintomático de esta sensación el que le dedique más cariño a la figura de un mapache enfermo que encuentra en su chimenea que a la de su propia pareja (este hecho lo comenta también Spark):
“Alrededor de una hora después de llamar, llegó una camioneta abollada. Yo ya estaba esperando fuera, en parte por impaciencia, en parte porque el granero no era fácil de encontrar, y en parte para dejar de quedarme mirando al ya obviamente febril y agotado animal, que de alguna manera había vuelto a aupar todo su cuerpo a la salamandra, y estaba sentado precariamente, apoyado contra la chimenea, parpadeando. La noche era muy fría y ventosa. Un hombre entrecano, con chaqueta de lana remendada y una gorra vieja con orejeras, bajó lentamente de la camioneta. Un chico de unos diez años con la misma lentitud y vestido de manera similar, bajó del lado del pasajero.
-Hola –dije-, soy Kate Ennis.
-Bueno, señora, soy el inspector de fauna salvaje. Y él es mi nieto.”
Incluso en un párrafo como el siguiente, teñido por la desesperación, la presentación de las dicotomías irreconciliables parecen pretender mostrar la insatisfacción sentida por no saber qué hacer sin ser criticado, el pecado está en una cosa y en su opuesta, sea cual sea nos provoca desequilibrio, desconfianza, inestabilidad, como el que siente la narradora:
“Aquí tenemos el pecado del silencio. También los pecados de la locuacidad y la labia. Tenemos el pecado de la moderación y también del exceso. Tenemos nuestros pecadores glotones y nuestros pecadores anoréxicos. Tenemos el pecado de ir delante y el de usted primero, Alphonse. Tenemos los pecados de la impaciencia y de la paciencia. De no hacer nada y de actuar. De la espontaneidad y del cálculo. De la indecisión y de sentarnos a juzgar a los colegas. Tratamos de estar alerta ante las infracciones y cuando no encontramos ninguna sabemos que hemos caído en el pecado de la desatención o de la petulancia. Tenemos el pecado de la desobediencia y el de limitarnos a cumplir órdenes. El de la gravedad y la levedad, de la complacencia, la ansiedad, la indiferencia, la obsesión y el interés. Tenemos el pecado de la falta de sinceridad y de contar verdades inconvenientes. Tenemos el pecado de la ingratitud por nuestras muchas bendiciones y el de alegrarnos en cualquier momento de nuestras vidas. Tenemos los pecados del escepticismo y de la fe. De la puntualidad y del retraso. De la desesperanza y de esperar alguna cosa. De no pensar en los niños que mueren de hambre en la India, de regodearnos en pensamientos sobre esos niños, […]”
La propia Adler es capaz de describir su técnica a la hora de escribir con una figura, la del diario, totalmente conocida por todos; el diario, cuando se lee seguidamente, muestra las mismas sensaciones que cuando la leemos a ella:
“Sólo dos veces en mi vida he estado cerca de llevar un diario. La segunda vez fue cuando tenía veintitantos años. En un cuaderno ordinario, sin ningún cierre, por supuesto, y con páginas sin fechar, escribí cada día, desde un domingo al miércoles de dos semanas después. No sé cuál es el mes o el año, aunque recuerdo que era verano. […] Todo acabó en la entrada del jueves cuando eché la vista atrás. Leí las entradas de los últimos nueve días y simplemente no conseguí entenderlas. Como si estuvieran escritas por una desconocida y en código.
[…] Los hechos simplemente no estaban allí, y, lo que era más sorprendente, yo no podía reconstruirlos. Ni a partir de las pistas sobre mi humor, ni por el hecho de que habían ocurrido tan recientemente. Podía recordar con más precisión hechos de muchos años antes. Y la primera, la única otra vez, que traté de llevar un diario, de hecho, ocurrió hace muchos años, cuando tenía doce. Abarcaba meses, con entradas diarias y considerable detalle. Y el punto más destacado era sólo éste: todo era mentira. También mis cartas, entonces y después, consistían sobre todo en lo que quería que otra gente creyera.”
Me gustaría terminar con una pequeña reflexión de Spark al respecto de si esta obra puede ser considerada una novela o no desde su punto de vista fragmentario y poco cohesionado:
“¿Adler quiere sugerir que ella misma es Kate Ennis? Los personajes absurdos están bien, pero este tiene el efecto de absurdo profesional. Rompe la ficción y, por un instante, tenemos autobiografía. Uno de los estribillos que se repite en todo el libro es: “¿De quién es esta voz? No es mía. No es mía.” El misterio del nombre falso permanece. ¿De quién es la voz?
La gran pregunta que una obra como ésta impone al lector es: “¿Qué es una novela?” No hay ninguna definición absoluta, pero, desde luego, hasta cierto punto, una novela es una representación de la visión de la vida del autor. Oscuridad total, como Lancha rápida, es una obra de ficción sobre todo debido a que afirma serlo; damos por hecho que el yo de la novela es un personaje de ficción. En ambos libros, el personaje es una periodista. En Lancha rápida, la narradora afirma: “Desde luego, no creo en la evolución. Por ejemplos, los fósiles. Creo que hay objetos en la naturaleza –a saber, fósiles- que se presentan en capas, y que algunos visionarios semirracionales insisten en derivar de animales, los de abajo más antiguos que los de encima. Lo mismo opino de las derivaciones de palabras […]. Nunca he visto derivar una palabra.”
Independientemente de estas disquisiciones, es innegable que Oscuridad total nos vuelve a demostrar que la realidad que vivimos no sigue un orden lógico en el que cada causa origina el subsiguiente efecto, sino que todo lo que nos ocurre se ordena de una manera inesperada pero, gracias a la prosa de Adler, subyugadora.
Los textos provienen de la traducción de Javier Guerrero de Oscuridad total de Renata Adler publicado por Sexto Piso.
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