“Intenta lanzar un encantamiento, pero ¿sobre quién? ¿Sobre un espíritu o sobre sí mismo? Piensa en Orfeo cuando camina hacia agrás, paso a paso, susurrando el nombre de la mujer muerta, para engatusarla y obligarla a salir de las entrañas del infierno; piensa en la esposa envuelta en el sudario, con los ojos ciegos, muertos, que lo sigue con las manos extendidas ante sí, inertes, como una sonámbula. No hay flauta, no hay lira: solo la palabra, la única palabra una y otra vez. Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre. El bautismo: la unión de un alma con un nombre, el nombre que llevará por siempre, para toda la eternidad. Apenas respira, pero forma de nuevo las sílabas: Pavel.”
Haber leído y analizado varias novelas de Coetzee en el blog me da una ventaja creativa considerable a la hora de afrontar lo que me queda del autor sudafricano (ahora australiano): la de poder fijarme en detalles que, a veces, no definen en esencia la novela, sino más bien al autor. Esta es una de esas ocasiones en las que aprovecho la situación; El maestro de Petersburgo, aparentemente, puede ser considerada como una biografía ficcional de Fiodor Dostoievski que adopta el papel (falso) de padre del recientemente fallecido Isaev:
“-Tu padre que te quiere, Fiodor Mijailovich Dostoievski –murmura el magistrado antes de mirarle a la cara-. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev. Usted es Dostoievski.
-Sí. Ha sido una treta, un error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras lamento.
-Comprendo. No obstante, viene usted aquí y afirma ser… En fin, ¿hay que utilizar esa fea expresión? Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a falta de otra mujer. Afirma ser el padre del difunto Pavel Alenxadrovich Isaev y solicita que le sean devueltas sus pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona. Esto no tiene buena pinta, ¿verdad que no?”
“-Utilicé el nombre pensando en no complicar más las cosas, nada más que por eso. Pavel Alesandrovich Isaev es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para mí es como si fuera mi propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.”
Me fascina cómo Coetzee utiliza algo tan sencillo para verter sus ideas que van mucho más allá de este mero relato de posibles hechos biográficos; da la impresión de que utiliza la figura del escritor ruso para reflejar sus propias inquietudes y miedos, como es el inferior papel de los hombres sobre las mujeres:
“Este es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros, tú y yo, no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio. Y entonces nos da por cometer alguna estupidez, solo con tal de librarnos de la pena, aunque no sea más que un par de horas. Sí, cometemos alguna estupidez que luego habremos de lamentar durante toda la vida. Las mujeres no son así, porque conocen el secreto de las lágrimas. Tenemos que aprender del sexo débil, Fiodor Mijailovich; tenemos que aprender a llorar. Fíjate: a mí no me avergüenza llorar. El mes que viene se cumplirán tres años desde que sobrevino la tragedia. ¡Y no me avergüenza llorar!”
Utiliza una característica tradicionalmente femenina, por costumbre un signo de debilidad, para resaltar que el hombre es inferior precisamente por no saber llorar; y, afortunadamente no se queda ahí, utiliza el marco histórico para criticar el acomodamiento de una sociedad en contra de la revolución en marcha:
“-Se lo voy a decir. Sus días están contados. Lo que ocurre es que en vez de hacer mutis y abandonar el escenario sin hacer ruido, quieren arrastrar al mundo entero con ustedes. Les irrita que las riendas pasen a manos de hombres más jóvenes y más fuertes, hombres que van a construir un mundo mejor. Así es como son ustedes. Y no me venga con el cuento de que usted fue un revolucionario, que fue condenado a diez años en Siberia por sus creencias. Sé al dedillo que a usted lo trataron en Siberia como si fuese parte de la nobleza. Usted no compartió los sufrimientos del pueblo, en modo alguno: todo eso es mera falsedad. ¡Los viejos como usted me dan asco! El día en que cumpla treinta y cinco años, me vuelo la tapa de los sesos, se lo juro.”
Y llego a las dos reflexiones que se me quedaron grabadas, una es la referente a la muerte, sobre lo que de verdad nos asusta, no tanto el dolor físico como el psicológico:
“-Lo que más nos asusta de la muerte no es el dolor. Es el miedo de dejar atrás a los que nos aman, y de viajar solos. Pero no es así, no es tan simple. Cuando nos morimos, nos llevamos a los seres queridos en nuestro corazón. Por eso, Pavel te llevó consigo cuando se murió, y me llevó a mí consigo, y también a tu madre. Aún nos lleva dentro a todos. Pavel no está solo.”
La otra, como no podía ser de otra forma, es referente al precio de escribir, el escritor que, de manera faustiana, entrega su alma al escribir cada libro, como hizo su ejemplo, Dostoievski, como hace el propio premio Nobel con cada texto que perpetra:
“Le da la impresión de que es un precio enorme el que ha de pagar. Le pagan muchísimo dinero por escribir libros, dijo la niña, repitiendo lo que había oído al niño muerto. Lo que ninguno de los dos alcanzó a decir fue que a cambio había de entregar su alma.
Ahora empieza a probar ese sabor, y sabe a hiel.”
Los textos provienen de la traducción de Miguel Martínez-Lage de El maestro de Petersburgo de J. M. Coetzee para Random House Mondadori.
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