Creo que esto lo voy a decir varias veces este año… el tiempo que he perdido sin Natalia Ginzburg. Bien aconsejado, opté porque el primer paso de este camino infinito fuera este, Pequeñas virtudes y no hay lugar para la decepción, sí para la satisfacción plena. La italiana, aun fallecida, ha venido para quedarse en mi lista de lecturas y relecturas.
Lo que ofrece en estos pequeños relatos, que son mezcla de ensayo y autobiografía, es un catálogo de experiencias cotidianas, de sensaciones vividas que devienen en pequeñas (o grandes epifanías) de una manera sigilosa, no hay que buscar fuegos artificiales en su prosa, pero sí el tierno abrazo de la vida que nos envuelve de forma candorosa y muchas veces inimaginable. Esta descripción de lo cotidiano es tan vivaz que nos revela detalles que conocemos pero no sospechamos, como saber si una casa es pobre o rica según como esté hecho el fuego:
“En las cocinas estaba el fuego encendido; había varios tipos de fuegos: grandes fuegos con leños de encina, fuegos de frasca y hojas, fuegos de ramas recogidas una a una del suelo. Era fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando el fuego encendido; más fácil que mirando las casas y a la gente, su ropa y sus zapatos, que eran todos más o menos iguales.”
Un recurso tan manido (y chapucero a la par que sensiblero) como es la evocación nostálgica cobra un sentido radicalmente distinto en sus manos; en el pequeño universo de Natalia existen los matices y nos desvela cómo puede ser tierna, naturalmente; pero también nos muestra que si se vuelve aguda y amarga, revierte en el odio:
“La nostalgia crecía en nosotros día a día. A veces era incluso agradable, como una compañía tierna y ligeramente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad con noticias de bodas y muertes de las que quedábamos excluidos. A veces la nostalgia se tornaba aguda y amarga, se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Anunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, pues lo considerábamos injusto, y nuestra casa estaba siempre llena de gente, unos venían a pedir favores, otros a ofrecérnoslos.”
La escritora utiliza el pasado, lo que ha vivido, incluido la nostalgia vivida como banco de pruebas para la vida; ella constata que la vida es un continuo vaivén entre las esperanzas (los sueños que nos gustaría que se cumplieran) y nostalgias (al romperme la promesa de cumplimiento de un sueño):
“Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.”
Una vida que le ha enseñado a no olvidar el pasado, esto se podría expresar de muchas maneras, sin embargo, la imagen de los zapatos rotos que utiliza nuestra autora rezuma ternura y tristeza y demuestra, al mismo tiempo, su capacidad de relativizar todos los acontecimientos que le suceden:
“Pero yo sé que también se puede vivir con los zapatos rotos. En la época alemana estaba sola aquí, en Toma, y no tenía más que un par de zapatos. Si los hubiese llevado al zapatero habría tenido que pasarme dos o tres días en la cama, cosa que no me era posible. Así, seguí llevándolos, y para colmo, cuando llovía, los notaba romperse lentamente, hacerse blandos e informes, y sentía el frío del empedrado bajo las plantas de los pies. Es por eso por lo que incluso ahora llevo siempre los zapatos rotos, porque me acuerdo de aquellos y, en comparación, no me parecen tan rotos, y si tengo dinero prefiero gastármelo en otras cosas, porque los zapatos ya no me parecen algo muy esencial.”
Poderosa resulta igualmente la antropomorfización de la ciudad en la que vivió; la ciudad se convierte en el amigo perdido tan querido, sirve para resucitar el recuerdo a través de su paseo por la misma, cada esquina como un recuerdo; esta humanización da empaque al objeto revelando inusitados sentimientos, podemos imaginar cómo siente su ciudad de una manera muy viva:
“Ahora nos damos cuenta de que nuestra ciudad se parece al amigo que hemos perdido y que tanto la amaba; es, como era él, laboriosa, ceñuda en su actividad febril y terca, y, al mismo tiempo apática y dispuesta a holgazanear y a soñar. En la ciudad que se le parece, sentimos revivir a nuestro amigo dondequiera que vayamos. En cada esquina y en cada vuelta creemos que puede surgir de repente su alta figura con el abrigo oscuro de trabilla, el rostro oculto tras el cuello, el sombrero calado hasta los ojos.”
Especialmente hermosa me resulta su aparente incapacidad para formarse en la cultura, sobre todo porque, gracias a sus recuerdos y emociones tenemos sus libros y ese hecho es, sin lugar a dudas, parte de nuestra cultura:
“Por el contrario, él ha sabido formarse una cultura, se ha formado una cultura de todo aquello que ha provocado su curiosidad; y yo no he sabido formarme una cultura de nada, ni siquiera de las cosas que más he amado en mi vida: han quedado en mí como imágenes dispersas, alimentando mi vida de recuerdos y emociones, sí, pero sin llenar el vacío, el desierto de mi culpa.”
Su percepción de la guerra es una percepción muy distinta a la habitual; esta percepción se acerca a esas actitudes que quería destacar la premio nobel Svetlana Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer; alerta sobre su carácter inmutable, no se puede curar uno de ella, ya que después de ella todo es distinto a todos los niveles; lo bueno es que calibra las consecuencias del fenómeno bélico a través de su resistencia a la mentira; no teme decir la verdad y pregonarla a los cuatro vientos:
“No nos curaremos nunca de esta guerra. Es inútil. Jamás volveremos a ser gente serena, gente que piensa y estudia y construye su vida en paz. Mirad lo que han hecho con nuestras casas. Mirad lo que han hecho con nosotros. Jamás volveremos a ser gente tranquila.
Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto. Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados.
Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Los que son mayores que nosotros siguen muy enamorados de la mentira, de los velos y de las máscaras con que se cubre la realidad. Nuestro lenguaje los entristece y los ofende. No comprenden nuestra actitud ante la realidad. Nosotros estamos próximos a las cosas en su sustancia. Es el único bien que nos ha dado la guerra, pero nos lo ha dado sólo a nosotros, los jóvenes. A los que son mayores les ha dado inseguridad y miedo.”
Cuando habla de su oficio lo hace por comparación de emociones y sentimientos, sabe que le gusta escribir por oposición; el resto de trabajos no le gustan porque se siente incómoda, e incluso, pierde el sentido:
“Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir, me siento extraordinariamente cómoda y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien, utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos. Si hago cualquier otra cosa, si estudio un idioma extranjero, si intento aprender historia, o geografía, o taquigrafía, o intento hablar en público, o hacer punto, o viajes, sufro y me pregunto continuamente cómo harán los demás estas cosas, me parece siempre que debe de haber una forma mejor de hacerlas que los demás conocen y que a mí me es desconocida. Y me siento sorda y ciega, y noto como una náusea dentro de mí.”
Casi sin querer expresa sus miedos: el saber que el hombre es valorado de diferente manera que la mujer; le aterrorizaba demostrar que se pueda saber que es mujer, de ahí que escogiera personajes masculinos; bastante sintomático de esta situación es que escogiera como herramientas de caracterización la ironía y la perversidad; de hecho de esta manera asocia al hombre con dichas formas, no es casualidad que utilice esta comparación:
“La ironía y la perversidad me parecían armas muy importantes en mis manos; me parecía que me servían para escribir como un hombre porque entonces deseaba ardientemente escribir como un hombre, me daba pavor que a través de las cosas que escribía se pudiera inferir que era mujer. Los personajes que creaba eran casi siempre hombres, para que fueran distintos y lo más alejados posible de mí.”
El siguiente párrafo me resultó ciertamente inusual, ya que identifica su satisfacción y felicidad con un alejamiento de la realidad, y, precisamente este alejamiento (más frío aunque lúcido) le sirve como aliento creador a la hora de configurar personajes y tramas distintos; nuevas historias con diferentes perspectivas, como las que ella nos ofrece en sus relatos:
“He dicho que entonces, cuando escribía lo que yo llamaba novela, era una época muy feliz para mí. […] Entonces era feliz de un modo pleno y tranquilo, sin miedo y sin angustia, y con una total fe en la estabilidad y en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos bajo la gélida luz de las cosas extrañas, apartamos la vista de nuestra alma feliz y satisfecha y la fijas sin piedad en los demás seres, sin piedad, con un juicio despreocupado y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan con fuerza en nosotros. Logramos inventar personajes con facilidad, muchos personajes, fundamentalmente distintos de nosotros, y logramos escribir historias sólidamente construidas, como secadas bajo una luz clara y fría.”
El pequeño relato que da título a la antología nos ofrece una perspectiva muy distinta del habitual “fiel en lo pequeño, fiel en lo grande”; Ginzburg considera por el contrario que donde hay que educar es en las grandes virtudes; no le falta razón con respecto a la falta de peligro y compromiso de las pequeñas y de ahí que predique la educación de las grandes, también es cierto que nunca será tarea fácil:
“Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia , sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber.
Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte.”
Me gustaría terminar con un sentimiento que define a la perfección cómo es relacionarse con los demás, sobre todo porque destaca el abanico de dicotomías que supone siempre cualquier relación humana, saberlo ayuda a comprender la verdadera naturaleza humana, contradictoria pero exigente; capaz del momento más horrible así como del más bello:
“Las relaciones humanas deben descubrirse y reinventarse todos los días. Debemos recordar siempre que toda clase de encuentro con el prójimo es una acción humana y, por lo tanto, es siempre mal o bien, verdad o mentira, caridad o pecado.”
Cuánta satisfacción me espera a la vuelta de la esquina al descubrir el resto de libros de esta magnífica escritora.
Los textos provienen de la traducción de Celia Filipetto de Pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg para la editorial Acantilado.
Soy una grandísima fan de Natalia Ginzburg, lo mismo que tú. Gracias por tu reseña.
ES maravillosa! Muchas gracias a ti!