Me quedé con ganas de poner algún comentario en el blog tras leer Voces de Chernóbil (1997); sin embargo, la espera ha merecido la pena. Que Svetlana Alexiévich (1948) ganara el Nobel de literatura el año 2015 ha servido de acicate para que las editoriales nos traigan más obras de la bielorrusa; tal es el caso de Acantilado y su traducción de El fin del homo Sovieticus (2013) y especialmente Debate que ha publicado este La guerra no tiene rostro de mujer (1985) y que tiene previsto este mismo marzo, Los muchachos de Zinc (1990).
Debate está acometiendo la publicación de obras de la autora de una manera muy inteligente, La guerra no tiene rostro de mujer es el primer libro que escribió y supone una total declaración de principios para entender las estrategias que sigue a la hora de crear sus obras y el tema escogido es, especialmente, proclive a la sensibilidad de los lectores debido a su proximidad y conocimiento (la Segunda Guerra Mundial). Los primeros momentos del libro le sirven a la autora para dar las razones de su nueva perspectiva:
“La aldea de mi infancia era femenina. De mujeres. No recuerdo voces masculinas. Lo tengo muy presente: la guerra la relatan las mujeres. Lloran. Su canto es como el llanto.
En la biblioteca escolar, la mitad de los libros era sobre la guerra. Lo mismo en la biblioteca del pueblo, y en la regional, adonde mi padre solía ir a buscar los libros. Ahora ya sé la respuesta a la pregunta “¿Por qué?”. No era por casualidad. Siempre habíamos estado o combatiendo o preparándonos para la guerra. O recordábamos cómo habíamos combatido. Nunca hemos vivido de otra manera, debe ser que no sabemos hacerlo. No nos imaginamos cómo es vivir de otro modo, y nos llevará mucho tiempo aprenderlo.
En la escuela nos enseñan a amar la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por… era nuestro sueño.
Sin embargo, las voces de la calle contaban a gritos otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora.”
Para Svetlana era más que patente el contraste entre lo que les enseñaban en la escuela y en los libros con respecto a la guerra de lo que le contaban de manera oral (a gritos!) las mujeres que vivieron la guerra. De ese contraste surge su necesidad de dar voz a aquellas que no han podido transmitir su perspectiva, en este caso las mujeres; al fin y al cabo, se convierte en una profeta de la oralidad, de una nueva oralidad que sirve para reflejar la voz de los olvidados:
“A lo largo de dos años, más que hacer entrevistas y tomar notas, he estado pensando. Leyendo. ¿De qué hablará mi libro? Un libro más sobre la guerra… ¿Para qué? Ha habido miles de guerras, grandes y pequeñas, conocidas y desconocidas. Y los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz masculina”. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones “masculinas”. De las palabras “masculinas”. Las mujeres mientras tanto guardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado nada a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre. Guardan silencio incluso las que estuvieron en la guerra. Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra “femenina”, sino la “masculina”. Se adaptan al canon. Tan solo en casa, después de verter algunas lágrimas en compañía de sus amigas de armas, las mujeres comienzan a hablar de su guerra, de una guerra que yo desconozco. De una guerra desconocida para todos nosotros.”
Y esta nueva voz, este nuevo punto de vista anticipa una “voz femenina” que aporta algo distinto a una “voz masculina” de la que somos prisioneros, incluso las propias mujeres, por no salirse de lo establecido, reproducen la misma voz para no resultar contrarias al sistema; en este orden de cosas, bajo el dominio de ese patriarcado masculino, ella lucha por discernir en el silencio de las mujeres “de la guerra”, por animarlas a conseguir unos relatos que nos llevan a una dimensión totalmente distinta:
“No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma. Por un lado estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado de unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona el ser humano eterno. La vibración de la eternidad. Lo que en él hay de inmutable. […] Es justo ahí, en la calidez de la voz humana, en el vivo reflejo del pasado, donde se ocultan la alegría original y la invencible tragedia de la existencia. Su caos y su pasión. Su carácter único e inescrutable. En su estado puro, anterior a cualquier tratamiento. Los originales.
Construyo los templos de nuestros sentimientos.. De nuestros deseos, de los desengaños. Sueños. De todo lo que ha existido pero puede escabullirse.”
En efecto, en este libro no encontramos relatos históricos, ni guerras épicas, ni héroes… sin embargo, podemos encontrar una “historia de los sentimientos” ,“del alma”. Y este complemento se vuelve indispensable para entender el sentido de lo que ocurre, nos da un relato fidedigno que, en algunos momentos, se vuelve crudo hasta tener que dejar de leer. Y es tan crudo porque, posiblemente, la mujer entiende peor un conflicto como este, le parece aún más inhumano por el mismo hecho de que ella es capaz de traer la vida:
“En más de una ocasión me lo han advertido (sobre todo escritores hombres): “Las mujeres inventan”. Sin embargo, lo he comprobado: eso no se puede inventar. ¿Copiado de algún libro? Solo se puede copiar de la vida, solo la vida real tiene fantasía.
Las mujeres, hablen de lo que hablen, siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato y, además, un duro trabajo. Por último, también está la vida cotidiana: cantaban, se enamoraban, se colocaban los bigudíes.
En el centro siempre está la insufrible idea de la muerte, nadie quiere morir. Y aún más insoportable es tener que matar, porque la mujer da la vida. La regala. La lleva dentro durante un largo tiempo, la cuida. He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil.”
Según vas leyendo la historia es fácil comprobar la riqueza expresiva de lo nos comenta Svetlana, cada testimonio se convierte en una pequeña joya con aportes ciertamente inusitados que destacan a veces por su inocencia:
“A veces veo películas bélicas: la enfermera va por ahí, paseándose en primera línea de fuego, toda limpita ella, tan recogidita, con una falda en vez del pantalón guateado, y con su gorrito bien colocado encima del tocado. ¡Mentira! ¿Acaso hubiéramos sido capaces de sacar a un herido del combate vestidas así? Ya me dirá usted si se puede arrastrar algo por tierra vestida con una faldita, toda rodeada de hombres.”
Pero que sobre todo destacan por su capacidad de discernimiento del dolor humano; es especialmente hermoso encontrar esos momentos en los que la periodista-escritora es capaz de conseguir que le cuenten lo que vivieron (sobre todo por la lucha de las dos verdades al mismo tiempo: la personal con la establecida de manera canónica); arrancar de la clandestinidad unas vivencias tan ocultas e intensas que se convierten en catarsis para las testigos de la guerra:
“En adelante me topé a menudo con estas dos verdades conviviendo en la misma persona: la verdad personal, confinada a la clandestinidad, y la verdad colectiva, empapada del espíritu del tiempo. Del olor a rotativos. La primera de ellas rara vez lograba resistir el ímpetu de la segunda. Si, por ejemplo, en el apartamento de mi interlocutora había algún familiar o conocido, o un vecino (sobre todo un hombre), ella se mostraba menos sincera y hacía menos confidencias que si hubiéramos estado a solas. Se convertía en una conversación pública. Dirigida al espectador. Me resultaba imposible llegar a sus impresiones personales, chocaba contra una fuerte defensa interior. El autocontrol. La corrección era constante. Se podía rastrear perfectamente la relación de causa-efecto: cuantos más oyentes había, más estéril, más imposible era la narración. Mesuraban cada palabra, ajustándola al “como es debido”. Lo horrible se volvía sublime; y lo oscuro e incomprensible del ser humano, explicable. De pronto me encontraba en el desierto del pasado, donde solo había monumentos. Los actos heroicos. Orgullosos e impenetrables. Fue lo mismo que pasó con Nina Yákovlevna: había una guerra que recordaba solo para mí, “te lo cuento como a una hija para que entiendas lo que nosotras, unas niñas, teníamos que soportar”; la otra estaba destinada a una audiencia numerosa, “tal como los demás lo cuentan y como lo describen los rotativos, sobre héroes y proezas, para educar a la juventud por medio de actuaciones ejemplares”. Yo cada vez sentía más asombro ante esta falta de confianza hacia lo sencillo y lo humano, este deseo de sustituir la vida por ideales. El simple calor por el resplandor frío.
No podía olvidar cómo las dos habíamos tomado el té en su cocina, sin ceremonias. Las dos llorando.”
Cada párrafo es un arranque de sinceridad que nos lleva al límite pero que tiene una indudable utilidad, por fin podemos vivir lo que ellas vivieron, ese grito de rabia y dolor quedará registrado gracias a la pluma de la bielorrusa:
“Nada más empiezo a relatarlo y me pongo enferma. Estoy hablando y mis entrañas se hacen gelatina, todo me tiembla. Lo veo de nuevo: los que cayeron en combate yacen con las bocas abiertas, estaban gritando y se les cortó el grito, tienen los intestinos vueltos del revés. He visto más muertos que árboles… ¡Qué terrible! Qué miedo pasas en un combate cuerpo a cuerpo: un hombre enfrentándose a otro con la bayoneta… Con la bayoneta en ristre. Empiezas a tartamudear, durante unos días no consigues articular bien las palabras. Pierdes la capacidad de hablar. ¿Le parece que alguien que no ha estado allí puede entenderlo? ¿Y cómo lo cuentas? ¿Con qué expresión en la cara? Dígamelo usted: ¿qué cara hay que poner recordándolo? Los demás al parecer son capaces.. Yo no. Lloro. Pero es necesario, debe quedarse en el recuerdo. Es necesario transmitirlo. Nuestro grito debe guardarse en algún lugar del mundo. Nuestro aullido…”
Estad dispuestos a sufrir y a emocionaros al mismo tiempo; no hay medias tintas con un libro de esta categoría. Aquí sí podemos hablar de testimonios desgarradores que, en el talento de Svetlana Alexiévich, se convierte en oro puro, es un testimonio que recoge la oralidad de aquellas que la habían ocultado hasta ese momento:
“Fue en Stalingrado.. El combate más terrible. Más que cualquier otro. Querida mía… es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor. El ser humano tiene un solo corazón, y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío.”
Los textos provienen de la traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González de La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexiévich para Debate.