“Traficantes de milagros y sus métodos” y “Diez”. Dos curiosas propuestas

traficantes-de-milagros-y-sus-metodos-9788416112036Hoy os propongo un par de posibilidades ciertamente divergentes entre sí; quién sabe las razones que me llevaron a alternarlas, pero el resultado dispar es, a pesar de todo, bastante apetecible. No hablamos de obras que vayan a pasar a la historia por su calidad, pero sin embargo, nos ofrecen un entretenimiento más que digno.

El primer caso es otro exponente de la “Houdiniexploitation” que estamos viviendo en la actualidad, bienvenido sea, pero con precaución, ¿qué es lo que nos podemos encontrar en este libro? Pues el menú de un tragafuegos:

“El menú solía consistir en lo siguiente:

De primero, antorchas de brea ardiente, carbón incandescente y pequeños cantos rodados calentados al máximo.

El asado, cuando Dufour se sentía realmente hambriento, consistía en nueve kilos de buey o media ternera. A modo de fogón, se valía de la palma de la mano o de la lengua. La salsa de mantequilla con la que se servía el asado era azufre, derretido o cera ardiendo. Cuando el asado estaba listo, ingería el carbón y el asado juntos.

De postre se tragaba los cuchillos y los tenedores, las copas, y los platos de barro cocido.

Se encargaba de mantener al público animado presentando todo esto con un espíritu cómico y grosero y, para reforzar el elemento cómico, incluía el número la participación de varios gatos amaestrados.”

Tal menú nos hace una idea de lo que surgió en la época en cuanto a esas figuras, Houdini se dedica a describir los pormenores, las vidas, los trucos que utilizaban estos personajes; desvelando al mismo tiempo la antigüedad de algunos de los trucos utilizados; estamos ante un desfile de rarezas que desafían nuestro sentido de la maravilla y que nos retrotraen a una época distinta que, probablemente, no se volverá a dar:

“Siempre habrá entre nosotros personas forzudas, ya sean embaucadoras o atletas genuinos. Pero, con el gradual refinamiento de los gustos del público, la demanda de exhibiciones como las que ofrecen tragafuegos, tragasables, masticadores de cristal y el repertorio entero del así llamado Avestruz humano fue decayendo paulatinamente, y sólo recuerdo un anuncio de la actuación de un artista de este género en un teatro de primera clase de este país durante la generación presente, y el número nunca llegó a efectuarse.”

Esos “dime museums” vivieron un “exploitation” en su momento que nosotros, actualmente, no podemos ni sospechar, pero sí podemos hacernos una idea, la televisión y sus realities han sustituido con creces a esos “freaks”:

“Todavía existía una demanda considerable de esas personas en los dime museums, hasta que el enorme incremento del número de establecimientos de esta clase creó una necesidad de freaks que excedía con mucho la oferta, y muchos se vieron obligados a cerrar porque no había freaks disponibles, ni siquiera a pesar del enorme incremento de los salarios que por entonces se produjo.” 

No se equivocaba al suponer que con el tiempo ese tipo de representaciones escénicas desaparecerían.

“El dime museum ya no es más que un recuerdo, y dentro de tres generaciones habrá caído, con toda probabilidad en el olvido. Algunos de los números eran lo bastante buenos como para que mereciese la pena seguir a los empresarios en su incursión en el vodevil, pero estos no tienen cabida en esta crónica, cuya finalidad última es la de conmemorar ciertas formas de entretenimiento a las que el olvido amenaza con sumir en la oscuridad bajo la envergadura de sus grandes alas.”

Para los que hemos leído el fantástico “Cómo hacer bien el mal” que sacó el año pasado Capitán Swing puede que este libro nos resulte menos novedoso e, indudablemente, la calidad de este último era mayor; los lectores noveles lo disfrutarán mucho más. Mención aparte, las Ilustraciones de Iban Barraenetxea en mitad del libro que describen uno de los trucos del gran Houdini y que sirven de aderezo a esta buena edición de Nórdica.

diez-Gretchen-McNeil-portadaLa segunda curiosidad es algo que no me “pega” nada aparentemente; aunque los seguidores del blog y los que me conocen saben que una novela como “Diez” con el argumento de “Diez negritos” de Agatha Christie y un desarrollo de slasher noventero (estilo Scream), son dos reclamos más que suficientes para que caiga en ella sin remedio.

Gretchen McNeil es una escritora que fue cantante de ópera y en este segundo libro (enfocado al público juvenil, no en vano lo saca Maeva en su sello Young para este segmento); la premisa de partida es, como podéis imaginar, la novela de la gran dama del crimen; la primera parte, de presentación de los personajes, ciertamente resulta más cargante de cara al público más adulto que pudiera leerla: se reflejan con demasiados detalles los típicos amoríos juveniles y pueden llegar a un momento de saturación; afortunadamente, sin abandonarlos, entra en faena a toda velocidad y en cuanto empiezan a producirse los crímenes, pasan a un segundo plano y se integran con la trama principal.

La presentación del ambiente es, como de costumbre, necesaria para el buen hacer de la novela, una de las bazas para que funcione es mostrarnos el aislamiento y la impenetrabilidad del lugar en el que tendrán lugar los acontecimientos:

“White Rock House se erguía ante sus ojos. Mezcla de faro y mansión criolla, relucía como un foco en mitad de la nada. Había un patio cubierto y cercado por una balaustrada de hierro forjado frente a la fachada principal que continuaba por los laterales, los hastiales de la segunda y la tercera planta sobresalían por encima de las ventanas, quizá para protegerlas de la furia de la madre naturaleza. Del centro de la casa emergía una enorme torre de cuatro pisos que parecía no tener relación alguna con la fachada.

Por el rabillo del ojo, Meg percibió un resplandor en un lateral de la casa. Entrecerró los ojos y se dio cuenta de que todo el suelo alrededor de la casa estaba cubierto por piedras blancas y brillantes.

De ahí el nombre de White Rock House.” 

A partir de ahí se sucederán las muertes, una tras otra, en un desarrollo típico de slasher y que recuerda “Sé lo que hicisteis el último verano” o “Scream” ; afortunadamente, la resolución está a la altura y funciona a la perfección mostrándonos a uno de esos enemigos que desafían las leyes de la cordura:

“Da igual -dijo Tom-. Eres culpable por asociación.

Una lógica genial y demencial.”

Teniendo en cuenta lo anterior, los elementos terroríficos y de típica novela policíaca se desenvuelven con la suficiente coherencia para obtener una lectura amena y que nos hará pasar unas buenas horas de diversión. Buena propuesta sin duda.

Traducción del inglés de Alicia Frieyro de “Traficantes de milagros y sus métodos” de Harry Houdini en Nórdica.

Traducción del inglés de Daniel Hernández Chambers de “Diez” de Gretchen McNeil en Maeva Young.

“Un jardín de placeres terrenales” de Joyce Carol Oates. La génesis de una gran escritora

un-jardin-placeres-terrenales_grandeCuando empecé con “Un jardín de placeres terrenales” no me fijé demasiado en el título ni en la portada del libro; para nada, mi referencia era la escritora,  Joyce Carol Oates, a quien conocía bastante bien; lo segundo que tenía en cuenta era empezar a conocer desde sus inicios a la norteamericana con todos sus libros incluidos en Mi proyecto literario (que si habéis comprobado, lo he alargado un año más, con tanto libro es imposible llegar a leerlos todos en tres años).

Al ser un libro extenso, y llevarlo encima varios días, varias personas me comentaron algo de lo que no era consciente: lo posiblemente “rosa” , reforzado, además, por la portada glamurosa; y claro, el comentario unánime era que no me pegaba; lo curioso es que lo acaba de leer este párrafo cargado de violencia:

“Notó cómo la hoja fina y afilada le atravesaba la ropa, la rasgaba, la levantaba, la hundía, y Rafe seguía sin soltarle. Rafe trató de agarrarse a él, cogió aire, emitiendo un sonido lánguido de estremecimiento y Carleton empezó a sollozar intentando liberarse, ahora le rajó con la cuchilla resbaladiza en la parte de atrás del cuello de Rafe, donde la carne es tierna, donde su propia carne ardía y latía por un sarpullido extraño de la piel y Rafe le agarró de la cabeza con las dos manos, con los pulgares en los ojos queriendo arrancárselos, y ahora era Carleton el que aullaba “¡Para,para!” y la hoja de la navaja se sumergió, dando de nuevo en el hueso y lo atravesó, lo hundió; le apuñaló, sin encontrar ahora resistencia alguna en el grueso del hombre, que cayó, inclinado hacia atrás de modo que parecía que Carleton pudiera estar golpeando a su amigo con tan solo una mano, con el puño, en un gesto de afectuosidad fraternal. Y al final Rafe le soltó y cayó al suelo.”

Me fascina tremendamente la capacidad que tiene Joyce para describir este tipo de momentos en sus libros. O este otro párrafo:

“En los campos, la gente descuida su aspecto, la mayoría. Nadie te mira, o le importa un bledo, por lo que a veces acabas hablando contigo mismo, entrecerrando los ojos, reviviendo viejas peleas o altercados, y a veces buenos momentos también, si puedes recordar buenos momentos, y escupir sobre la tierra. Son pensamientos que zumban por tu mente, como las moscas gordas y negras que revolotean sobre espirales de excrementos humanos en la parte trasera de los campos, en el pequeño bosque de pinos secos, el lugar donde tienes que ir si te entran ganas de defecar. Y el capataz que se fija en cómo te alejas del campo por si vagueas.”

El reflejo de la sociedad rural norteamericana en los tiempos posteriores a la Gran Depresión es descrito con crudeza, más enmarcado en la tradición realista que lo que hará posteriormente con experimentos de corte más postmodernista; la paradoja entre el contenido y el continente era más que evidente en esta ocasión, tanto para mí como para la editorial, la dicotomía de la belleza-crudeza realista es palpable según pasas las páginas.

Sin embargo, hay otro giro a esta percepción, y tiene que ver con el magnífico postfacio de la escritora a esta obra donde llega a afirmar que, a pesar de lo raro que pueda ser, existe una añoranza asociada a esta época cargada de tintes autobiográficos; en este postfacio aborda conceptos relacionados con la creación literaria, sobre el momento inicial en el que se gesta un escritor, que vale la pena comentar,: el primero, la envida del autor hacia esos primeros tiempos:

“Sobre todo son las primeras obras, motivadas por ese calor blanco, las que con el paso de los años le resultan más misteriosas por sus orígenes a un escritor, rebosantes de la energía de la juventud que aún no se ha rendido y a su vez atormentadas, o quizá muy conscientes respecto a cómo una obra de arte ambiciosa será recibida por otros. Todos los escritores repasan sus primeras creaciones con envidia, incluso con admiración: cuánta energía rebosábamos entonces, habiendo vivido tan poco.”

El segundo está relacionado con el objetivo por el cual se escribe (la metáfora del nido resulta muy efectiva a tal efecto):

“Pero claro, un trabajo literario es una especie de nido: un nido cuidadosa y arduamente tejido de palabras que incorpora trozos y fragmentos de la vida del escritor dentro de una estructura imaginada, de la misma manera que el nido de un pájaro incluye todo tipo de cosas del mundo que existe más allá de nuestras ventanas, y en él se entretejen de forma ingeniosa. Para muchos de nosotros escribir es una forma de aliviar, aunque también quizá una manera de echar leña a la añoranza del hogar. Escribimos para monumentalizar lo que es pasado, lo que está empezando a ser pasado, y todo aquello que pronto desaparecerá de la tierra.”

Es curioso cómo el libro lo estructura en tres partes diferenciadas, con los nombres de tres hombres en ellas: Carleton, Lowry y Swan. Y digo esto porque, en realidad, la verdadera protagonista es Clara, Hija de Carleton, novia de Lowry y madre de Swan. A pesar de desviar esta perspectiva, Clara brilla con luz propia, un carácter cargado de violencia y que nunca ha conocido la niñez propiamente dicha:

“-¿Cuántos años tienes, joder?

-No me acuerdo. Dieciocho.

-No, solo eres una niña.

[…]

-No soy una niña –dijo con ira-. Nunca lo he sido.”

Es Clara la que tendrá que elegir entre la febril efervescencia del simpático Lowry (“Paraban en algunos lugares a lo largo de la carretera. Pequeños restaurantes, tabernas. Al entrar en estos sitios, parecía como si siempre reconociesen a Lowry; si no su cara y su nombre, a Lowry en sí mismo. Por el modo en el que sonreía, sabía que la gente le devolvía la sonrisa, sabía que estaban contentos de ver su sonrisa y no otra cosa.”) o la sobriedad y seguridad del gris pero sólido Revere (“Revere la miró solemne. Si Curt Revere fuera un naipe, Clara pensó, sería uno de los reyes. Con una pesada mandíbula, inclinado hacia la reflexión. No inquieto, sexy y traidor como las sotas. Solías pensar que el rey de espadas era más fuerte que la sota de espadas, pero no era así. Tener tanto, conocer tanto, desgastaba el alma, ya que sabías que podías perderlo todo.”).

Su vida, desgraciadamente, tendrá las consecuencias que sus elecciones ocasionan, estas serán palpables en su hijo Steven, al que ella llama Swan (Cisne):

“Y también sabía en qué tipo de hombre se convertiría cuando creciera: no sería como Revere, tan bondadoso, sino otra clase de persona. No alguien amable, sino de mirada afilada como Clara. Aquel otro hombre tenía una cara que Swan casi podía recordar, y quizá en sueños lograría verla. No tenía prisa, las cosas sucederían como debían. Se convertiría en lo que otros quisieran, sin poder elegir. Revere era su padre, y querría a su padre, aunque su  verdadero padre fuera otro. Ese era el secreto de Clara y de él: moriría con aquel secreto. Ahora comprendió algo acerca del sol cegador y centelleante. No había palabras, no había lógica. Solo el calor, y la terrible luz cegadora.”

Swan, progresivamente, se dará cuenta de que no todo es lo que parece, más bien, todo lo que ve le repugna por su falsedad y, aunque al principio, como niño, sea capaz de compartirlo con su madre:

“Había tantas cosas a su alrededor, que había dejado de contarlas. No tenía dedos suficientes en las manos. ¡Ni siquiera si contaba también los dedos de los pies! Cuando era más pequeño, casi un bebé, Clara y él se reían de cosas como esas, de contar los dedos de las manos y de los pies. Pero ya no era un bebé.”

Según pasa su vida, habrá una separación materno-filial que no tendrá reconciliación, en la voz de Swan encontramos palabras durísimas, las mismas que su madre tuvo anteriormente en su vida; su madre, a pesar de que no quería que su hijo tuviera su misma vida, fracasa estrepitosamente:

“Por primera vez en toda su vida, Swan no compartió con su madre el estado de ánimo. Había encendido la luz de la habitación, sin importarle que eso pudiese molestar a sus ojos, y Swan se tapó la cara con el brazo. “Te odio, eres una zorra.” Le hubiese gustado castigarla, y llamarla de esa manera era un castigo, aunque ella no pudiera escucharlo. Incluso aunque no lo supiera jamás.”

El final, profundamente desmotivador, está cargado de violencia, no puede ser de otra manera:

“Temblaba, se preparaba para saltar sobre él. Usaría sus uñas. Le arañaría, le golpearía. La estaba atacando como hacían los niños crueles con los más débiles.

-No no vas a disparar. Ni a mí ni a nadie. ¿Crees que puedes matar a tu propia madre? No puedes, no puedes apretar el gatillo. Eres débil, no te pareces en nada a tu padre, ni a tu abuelo, en el fondo de mi corazón sé perfectamente cómo eres, Steven Revere.

Swan levantó la pistola, a ciegas. El rugido en sus oídos era ensordecedor y aun así se mantenía tranquilo, había tomado una determinación.”

A pesar de lo que podemos pensar, la novela no trata de víctimas, en el postfacio que mencionaba la autora lo dice muy claro, ; en efecto, quería tratar temas que, en esa época, no eran ni siquiera castigados y se veían con normalidad; pero buscaba el reflejo de una sociedad, sí, la autodefinición, cómo se hace a sí mismo, ni más ni menos que el “sueño americano”:

“Aunque actualmente términos como “víctimas de abuso”  o “supervivientes de abusos” pueden parecer clichés, no existían en los tiempos de “Un Jardín…”, de hecho era habitual que muchos hombres siguiesen siendo moral y legalmente inocentes aun cuando daban palizas a sus mujeres  y sus familias; y aunque el acoso sexual, el abuso sexual y la violación eran habituales, no lo era, sin embargo, la terminología para definirlos, y rara vez se denunciaba, y todavía era más extraño que la policía se lo tomara en serio.” “Un jardín…” es un reflejo de ese mundo, pero no se trata de una novela sobre víctimas, sino sobre cómo los individuos se definen a sí mismos y se hacen a la vez “americanos”, es decir, todo menos víctimas.

Una vez acabada esta increíble primera parte del Wonderland Quartet,  busqué los siguientes sin mucho éxito en español, siento decir que las próximas entregas (“Expensive People”, “Them” y “Wonderland”) llegarán con textos en inglés…. No puedo perderme nada de ella.

Traducción del inglés de Cora Tiedra de “Un jardín de placeres terrenales” de Joyce Carol Oates para Punto de lectura.

“Piel de Serpiente” de James McClure. Calidad por encima de todo

piel-de-serpiente-9788415973256James McClure dignificó el género policíaco hasta unos niveles insospechados; no hay novela suya que no tenga un nivel calidad elevado; de hecho es la tercera vez que aparece por el blog y, a este paso, cada vez que Reino de Cordelia publique otra, seguirá apareciendo, porque bien lo merece.

La última, inédita hasta ahora, es este “Piel de serpiente” publicada inicialmente en 1975 con el nombre de “Snake” nos trae de nuevo al teniente Kramer y al sargento Zondi, esta extraña pareja de detectives en el post-apartheid sudafricano, el “veld” como marco geográfico; esta vez con la inesperada muerte de una bailarina de Striptease que hacía un número con una pitón y una serie de robos extraños y aparentemente sin sentido por la cuantía del dinero robado.

En la última novela comentada,  ya incidía en los aspectos más típicos, sello de la casa, que la llevan a la total excelencia y que aquí vemos reflejados de nuevo; con McClure volvemos a vivir el duro desequilibrio entre la población blanca y negra en el clima del post-apartheid;  en ese estado de las cosas se llega a discutir la posibilidad de que un negro no solo no sea igual a un blanco sino si incluso se le puede considerar un ser humano:

“En cuestión de diez minutos, el color de la piel de Lucky se había aclarado, pasando del chocolate al chocolate con leche, empezaba a desprender un olor dulzón y la expresión de sorpresa en su rostro había desparecido casi por completo.

-¡Ostras! Sí que hace calor –dijo Kramer, dirigiéndose al sargento blanco con mono color caqui que estaba a su lado. Las manchas de grase en los rasgos planos y compactos del hombre le hicieron pensar en el manual de un taller.

-Qué mala suerte, ¿no cree, teniente?

-Es mejor que el cáncer.

-¿Los negros tienen cáncer?

-Sí.

-Vaya, cada día se aprende algo nuevo.”

De hecho, se le considera algo distinto:

“-También lo ha hecho Martha. Hace de todo. Eso sí, he intentado ayudarla a mejorar su alfabetización, pero no quiere.

-Los mejores saben cuál es su sitio.

-En eso podríamos no estar de acuerdo –contestó Shirley, sonriendo amablemente-, pero naturalmente usted ve una cara de la comunidad africana mucho más sórdida de lo que pueda ver yo. Eso contribuye a tergiversar algo las cosas.

-En mi opinión, un cafre es una cafre, se mire del lado que se mire.”

Lo bueno es que McClure lo utiliza de dos formas: la primera, ya reseñada, como base de la situación sudafricana, este reflejo de su sociedad de desigualdad sirve como crítica al régimen establecido; la segunda, más sutil, será imprescindible para la resolución del caso por la particularización de la relación entre negros y blancos; ah, claro, hay una tercera forma, evidentemente, la relación entre Zondi y Kramer, una relación de amigos más allá de las fronteras raciales, una relación cargada de buen humor:

“-Esa es la verdad. Lo que lo hizo grande fue el miedo de la gente a la oscuridad… la oscuridad de sus propias mentes.

-¿Tú qué eres, Mickey Zondi?

-Un cafre supersticioso –dijo Zondi, sonriendo de oreja a oreja-. Y usted, jefe, es más sabio que el elefante.

-Bueno, yo no diría tanto. Pero una cosa sí te digo: yo no sufro de esta forma por los puntos flacos de mi gente. Al menos no en el trabajo.”

La trama sigue siendo más que satisfactoria y no voy a relatar nada sobre ella, los que le descubran ya se darán cuenta de esto; lo que sí quería comentar es un nuevo nivel que aparece en esta entrega y que nos introduce pequeñas reflexiones sobre el género a través de sus grandes creadores:

“-Ya, así que queda descartado. Perdone que me haya dejado llevar por la imaginación. Se debe a los libros que lee mi mujer.

-¿Agatha Christie o Dick Francis? –preguntó Strydom con interés.

-Edward McBain, un caballero americano, me temo.”

James McClure revela que una de sus influencias es el gran Ed McBain (visitante también en este blog), pseudónimo de Evan Hunter  y creador de las novelas del Distrito 87. Esta referencia cobra más importancia si tenemos en cuenta la progresiva conversión de sus novelas en “novelas corales”; sin quitar el protagonismo a Zondi y Kramer, pero es evidente que los secundarios (Marais, Kloppers, Strydom…) tienen voz propia, hasta el punto de que el sudafricano cambia continuamente de punto de vista en un mismo capítulo para mostrar avances en las investigaciones que serán necesarias para la resolución final poniendo el punto de vista de estos secundarios; de esta manera consigue hacer fluir la narración aunque nos obligue a estar muy atentos para no perder detalle.

El resultado final es una nueva muestra del talento que poseía McClure para realizar novelas policíacas; nueva oportunidad para rezagados de conocer a este grandísimo autor. No me puedo cansar de recomendarlo.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Susana Carral de “Piel de Serpiente” de James McClure en Reino de Cordelia.

“El arte de la defensa” de Chad Harbach. Auge y caída del sueño americano

el arte de la defensaCon todo lo que lee uno, a veces algún libro se puede quedar en el tintero, gracias a la insistencia de un “personajillo vasco” (él sabe quién es) me acabé leyendo “El arte de la defensa”, primera novela del norteamericano Chad Harbach; lo curioso es que si hubiera caído en el año de la publicación habría estado en mi top particular del año porque lo merece, es una novela soberbia. Pero tiene un hándicap de cara al público lector en España: la trama principal que vertebra la novela tiene que ver con el béisbol,  deporte sin atractivo por estos lares; no en vano, autores como Philip Roth siguen sin ver traducidas al idioma de Cervantes “The great american novel” o, en el caso de Stephen King, “Blockade Billy”, con esta temática de fondo también, fue publicada directamente en bolsillo.

La historia no tiene nada de original, Mike Schwartz, un ojeador (y miembro) de un equipo de béisbol, está buscando un jugador con el que el equipo pueda subir al más alto nivel, y que esta mejora consiga su propia mejora personal:

“Toda su vida Schwartz había anhelado poseer un único talento supremo, un brillo singular que el mundo accediese a llamar genio. Ahora que había visto de cerca esa clase de talento, no podía dejarlo escapar.”

La aparición de Henry Skrimshander como ese jugador con talento es toda una paradoja en sí, ya que se trata de un jugador defensivo perfecto, muy alejado de los tipos lanzadores o bateadores que hemos visto en tantas películas del estilo:

“Lo que sabía hacer era defender. Se había pasado la vida estudiando cómo salía la pelota tras el impacto con el bate, los posibles ángulos y efectos, y por ello sabía con antelación si debía echar a correr hacia la derecha o la izquierda, si la bola se acercaba a él, en el rebote, saldría alta o casi a ras de suelo. Atrapaba la pelota limpiamente, siempre, y la devolvía con un lanzamiento perfecto, siempre.” 

A pesar de su aparente protagonismo, no falta una galería de secundarios maravillosamente caracterizados, empezando por el rector Affenlight, amante lector, especialmente de la obra de Melville:

“En su despacho del piso de arriba tenía su colección más variada de teoría y  narrativa de posguerra, junto con el puñado de libros verdaderamente valiosos que poseía: primeras ediciones de Walden, Un yanqui en la corte del rey Arturo y unas pocas novelas menores de Melville, además de El Libro. En el despacho había tantas estanterías  que solo quedaba espacio para un objeto artístico, un letrero en blanco y negro pintado a mano que Affenlight había encargado hacía años y que constituía uno de su bienes más preciados: AQUÍ NO SE PERMITE EL SUICIDIO, rezaba, NI SE PERMITE FUMAR EN EL SALÓN.”

Cada uno de los personajes ejemplifica, a su manera, el auge y caída del “sueño americano” en algún momento de la novela: el hombre hecho a sí mismo es la base de dicho sueño y esto se encarna no solo en el caso de Henry sino en el de Mike, epítome del triunfo continuo:

“Sin embargo, ese era precisamente el problema: él era Mike Schwartz. Todo el mundo esperaba que triunfase allá donde fuera, y por tanto el fracaso, aun el pasajero, había dejado de ser una opción. Nadie lo entendería, ni siquiera Henry. Henry menos que nadie. El mito que se hallaba en la base de su amistad –el mito de su propia infalibilidad- se haría añicos.”

Harbach, indudablemente, personificará en Henry el miedo a este fracaso, sobre todo cuando, inexplicablemente, empiece a fallar en sus recepciones y lanzamientos:

“En el lapso de quince entradas había realizado los cinco peores tiros de su etapa en Westish: el que alcanzó a Owen, los dos errores del primer partido de ese día y los dos torpes tiros del segundo partido. Los cinco se habían producido en jugadas rutinarias y de hecho casi idénticas: bolas bateadas con fuerza directamente hacia él poco más o menos, con lo que había tenido tiempo de sobra para afianzar los pies y localizar el guante de Rick antes de tirar. Jugas elementales, en las que no la pifiaba desde la adolescencia.”

Mike, en su relación con Pella (la hija de Affenlight) también se hará más consciente de esto sobre todo cuando se dé cuenta de sus propias incapacidades:

“Ella no entendía su vida. No era que él quisiese que todo fuera difícil, sino que realmente todo era difícil. Dinero aparte. Él no era listo de la misma manera que ella. Lo único que sabía hacer era motivar a los demás. Lo que en definitiva equivalía a nada. Manipulación, juegos de muñecos. ¿Qué no daría por tener un talento propio, un talento como el de Henry? Cualquier cosa. Lo daría todo. Los que no destacan en el campo, se dedican a entrenar.”

En boca de Schwartz es, sin embargo, en quien Chad Harbach mostrará la paradoja del deporte con respecto al hombre:

“Para Schwartz, eso constituía la paradoja presente en la esencia misma del béisbol, o del fútbol, o de cualquier otro deporte. Lo adorabas porque lo considerabas un arte: una actividad en apariencia sin sentido, llevada a cabo por personas con aptitudes especiales, una actividad que escapaba a todo intento de quienes pretendían definir su valor y sin embargo, de algún modo, parecía transmitir algo verdadero o incluso fundamental sobre la condición humana.”

“El béisbol es un arte, pero para destacar en él había que convertirse en una máquina. No importaba lo bien que jugaras a veces, lo que hicieses en tu mejor día, la cantidad de jugadas espectaculares que realizases. No eras un pintor o un escritor, no trabajabas en privado y desechabas los errores, y no eran solo tus obras maestras lo que contaba. Lo realmente importante, como ocurría con cualquier máquina, era la cantidad de veces que pudieras repetirlo. Los momentos de inspiración no eran nada comparados con la eliminación del error.”

La ambición de Harbach: mostrarnos el deporte como metáfora de la condición humana y la propia novela como reflejo del sueño americano; no se queda ahí, el primer fallo producido por un jugador de béisbol en 1973 se convierte en las manos del escritor en el catalizador de la la cultura posmoderna (al mismo tiempo con Pynchon y otras referencias literarias):

“En la imaginación del público, 1973 no podía haber sido un año más tenso: Watergate, el caso Roe contra Wade, la retirada de Vietnam,  El arco iris de la gravedad. ¿Fue también el año en que se extendió la parálisis prufrockiana, el año en que se introdujo en el béisbol? […] De hecho, eso podría llegar a ser una definición viable de toda la era posmoderna, una época en que incluso los deportistas fueron modernos angustiados.  Así, el período posmoderno norteamericano se inició en la primavera de 1973, cuando un lanzador llamado Steve Blass perdió la puntería.”

De fondo no falta la crítica a un sistema que no duda en favorecer a sus artífices, aunque ese mismo sistema  desencadene la desesperación de los que no viven imbuidos en él y no lo puedan afrontar, como es el caso del rector, que oculta su condición hasta que es chantajeado por ella:

“-No concibo que la hija de un ex-rector pague la matrícula en Westish College. Ni sus nietos ni los nietos de sus nietos. No es así como funciona el sistema.

El sistema. Affenlight asintió, se miró la corbata, levantó una mano trémula para alisársela innecesariamente.”

En una parte final cargada de épica y desesperación a partes iguales, solo el sacrificio conseguirá que “el sueño americano” pueda ser posible. Mike Schwartz se convertirá en el Ahab que les guiará en esa quimera:

“Schwartz recorrió el círculo con la mirada una vez más. Percibió algo más que seguridad, una sensación de que el partido ya podría haberse jugado. No sabía si él mismo estaba listo para jugar –tenía la mente en todas partes, insomne, dispersa y sentimental-, pero desde luego ellos sí lo estaban. Si él era el Ahab de esa operación, y ese torneo constituía el blanco de su obsesión, ellos eran la tripulación secreta del Fedallah.

-Tíos –dijo en voz baja, con sincero respeto-, dais miedo, cabronazos.

Nadie sonrió al oírlo, y menos aún rio; solo asintieron y salieron al campo.”

Excepcional ópera prima que muestra como nadie la sociedad norteamericana y, por extensión, en este caso, los anhelos del hombre. No puede quedar en el olvido. Aquí hay magia.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Isabel Ferrer de “El Arte de la Defensa” de Chad Harbach en Salamandra.

“Lohengrin” en el Teatro Real: Apoteosis coral

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Empiezo de una manera poco común, ya que suelen ser reseñados en último lugar casi siempre; pero me gustaría empezar hablando del coro, uno de los máximos artífices del éxito que se vivió en la función de ayer de Lohengrin en el Teatro Real. El reconocimiento del público y su entusiasmo fue unánime, hacía tiempo que no oía ovaciones y “bravos” como en esta ocasión. Y no fue para menos, el coro, en esta ópera de Wagner tiene un papel protagonista, es indispensable y está claro que lo solventaron de una manera magnífica; como cantante que es uno, sé lo difícil que es cantar Wagner, extremo por momentos, delicado en otros, pero sobre todo, exigente;  el coro Intermezzo, particularmente la sección de hombres, lo bordó, simplemente, cuánto equilibrio y empaste en voces tan sobresalientes individualmente. No hubo crispación a pesar de las dificultades y los textos se escucharon con una fantástica dicción alemana.

Fue una de esas noches en que ni la errática producción ni las dificultades de los cantantes podían ensombrecer un triunfo como el que se vivió. La puesta en escena de Hemleb rozó el esperpento por su sencillez y arbitrariedad. Sencillez porque la ambientó en una cueva, onmipresente durante cada acto; arbitrariedad porque había un monolito iluminado en el centro de la misma que aparecía y desaparecía sin ninguna función clara. El pobre iluminador por lo menos intento hacer algo más vivo lo estático de la situación. La dirección escénica se reducía a mover al coro de atrás a delante del escenario o hacer dar vueltas a Elsa o Telramund; una pena, pero por lo menos en esta ocasión no entorpecía lo visionado/escuchado y la mayoría del público no creo que ni se acuerde de él por el éxito de lo musical.

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Harmut Haenchen transmite mucha serenidad desde que coge la batuta iluminada en total oscuridad y hace que se desenvuelva esa joyita inconmensurable que compuso Wagner para la obertura; gesto claro, enérgico solo cuando es necesario; manejó muy bien las dinámicas para intentar equilibrar todo el conjunto especialmente en el difícil segundo acto; en el primero quizá se dejó se llevar consiguiendo un resultado demasiado ruidoso y un poco caótico; el tercer acto, más intimista por momentos, estuvo muy bien llevado. Encomiable el trabajo de la orquesta que, como el Coro, empieza a demostrar su categoría cada vez más y el resultado fue excelso, transmitiendo con toda su intensidad una obra mágica (a pesar de su pesimismo final) a un público que se rindió a la dirección musical de Haenchen y al trabajo orquestal.

En cuanto a los cantantes, cumplieron; no podemos hablar de interpretaciones para la historia, pero, en el conjunto, no desentonaron ni restaron un ápice al disfrute masivo que se produjo a pesar de ciertas limitaciones evidentes. Ventris escogió una manera muy heroica de interpretar a Lohengrin, no creo que sea lo más acertado, las mejores interpretaciones han sido más líricas como es el caso de Konya, Windgassen o Jess Thomas; pero hay que reconocer que dio las notas aunque no matizó lo deseable, su “In fernem land..” no tuvo enjundia, resultó tosco y sin contrastes, y en el último acto rozó el grito por momentos al ir reduciéndose su caudal; aun así el primero y segundo actos, a su manera, funcionaron. Esperaba más del trabajo de Catherine Naglestad, Elsa no es un papel difícil por tesitura, es un caramelo para cualquier soprano y, aunque parezca mentira, abusó con frecuencia del portamento para coger algunas notas y otras, directamente, salieron caladas; su interpretación olvidó la inocencia de Elsa para mostrarnos una atormentada protagonista rozando la locura, su timbre no es demasiado limpio y virginal para el contraste con Ortrud; Thomas Johannes Mayer afrontó al maléfico Telramund  con mucha fuerza , atacando con potencia los agudos aunque su voz adolece de una oscuridad que sería deseable en la configuración de este papel (siempre recuerdo a Uhde en estas ocasiones), pero hay que reconocer que se mostró seguro y no perdió la voz en ningún momento en este barítono tan particularmente wagneriano. Lo de Polaski, a su edad, no tiene mucho sentido; su voz no puede cantar Ortrud, sin más, el vibrato (que se fue haciendo cada vez más acusado) está desde la primera nota de su actuación; el último acto fue un desfile de gritos desentonados sin ningún sentido; el público agradeció su perversa actuación pero vocalmente es un desastre que no debía haber ocurrido. Hawlata, veterano ya también en estos menesteres, no puede tampoco con su papel del rey Heinrich, su voz disminuyó cada vez más, ni siquiera en el primer acto estuvo bien, noble en la media voz, escaso de medios para los agudos.  Muy bien el Heraldo de Anders Larsson, con una voz hermosa, sin desfallecer en ninguna de sus actuaciones y una buena línea de canto.

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Como ya dije anteriormente, estos pequeños detalles que he ido citando no disminuyeron el brillo de un verdadero triunfo musical, una de esas veladas en las que todos los espectadores salieron con una sonrisa en la cara. Lástima que Mortier no pudiera verlo en esta ocasión pero ese es el mayor homenaje que se le puede hacer: disfrutar de la música.

Publicado inicialmente en Ópera World aquí.

Fotos de Javier del Real para el Teatro Real.

Las lecturas de Marzo del 2014. Cogiendo “carrerilla”….

El subtítulo que he puesto a este habitual resumen que hago de las lecturas del mes anterior no puede ser más explícito. Tengo que reconocer que este mes se ha caracterizado por coger una velocidad de crucero lectora bastante interesante, que me ha permitido alternar lecturas de todos los tipos posibles por géneros, nacionalidades, etc…; hay un par de peros que sí podría poner: me ha faltado alguna lectura en inglés y mi proyecto ha avanzado poco, sinceramente. No tengo que dejar en el mes de abril que las novedades me “coman” todo el espacio lector.

Me enrollo sin necesidad, a continuación el pequeño resumen de las lecturas; ya sabéis que pinchando en muchas de ellas tenéis reseña completa en el blog o Goodreads. Hay algún caso en el que no he hecho la reseña.

“El último guardián” de Eoin Colfer, la octava entrega del irlandés me reconcilia nuevamente con la saga; una aventura que puede que sea la última del protagonista pero nunca se sabe… lo lleva diciendo ya durante mucho tiempo.

“El joven Moriarty. El misterio del dodo” de Sofía Rhei,  novela juvenil con muy buenas ilustraciones de Alfonso Rodríguez Barrera que hará las delicias de dicho público. Para los adultos quedarán los guiños al archiconocido enemigo de Sherlock Holmes ofreciendo otro nivel de lectura

“Jagannath” de Karin Tidbeck, otra de esas apuestas que ensalzan a Nevsky Prospects; esta recopilación de cuentos donde lo fantástico se entremezcla con la realidad auguran un buen camino para una autora muy diferente y que hay que leer ya.

“Deudas y dolores” de Philip Roth, la segunda novela del maestro norteamericano es toda una declaración de intenciones de su literatura posterior. Una obra densa y con múltiples interpretaciones y lecturas.

“El regreso de Titmuss” de John Mortimer, la segunda de la saga de novelas ambientada en los tiempos del gobierno de Margaret Thatcher, nos vuelve a traer a los inolvidables personajes de “Un paraíso inalcanzable” ,con suerte irregular (pero con), un buen libro.

“Un zombi ilustrado y otras anomalías” de Freddy Arteaga Canessa, los primeros relatos de Freddy suponen toda una sorpresa por su juventud en el momento de realizarlos. Para que luego digan que no se conoce a gente interesante por las redes sociales.

“La noche a través del espejo” de Fredric Brown, por fin la reedición de una de esas obras geniales de la novela policíaca; qué mezcla más mágica entre sueño y realidad que, en efecto, no solo trasciende el género sino la ficción en sí.

“Nuestra señora de París. Vol. 1.” de Víctor Hugo con ilustraciones de Benjamin Lacombe, el maravilloso de texto de Víctor Hugo esta vez acompañado de los dibujines del francés; buena simbiosis entre ambos.

“Jugadores” de Don Delillo, cierto que no es la mejor novela de Delillo, pero por sumergirse uno en esa prosa tan alejada de los lugares comunes, bien vale el tiempo gastado en ella.

“Historia estúpida de la literatura” de Enrique Gallud Jardiel, me tenía que haber gustado más, estaba seguro pero… algo no funcionó y no conecté… a veces pasan estas cosas.

“Las dos señoras Abbott” de D.E. Stevenson, el tercer libro de la saga de la señorita Buncle resulta esperanzador y nuevamente divertido, está claro que seguiré con la compra de los libros de Stevenson, el exquisito costumbrismo británico.

“El hombre que arreglaba las bicicletas” de Ángel Gil Cheza, este hombre hecho a sí mismo pega el salto a una editorial grande tras su paso por la autoedición con una historia donde los sentimientos afloran por doquier en el trío de mujeres protagonistas, con un giro final que guarda sorpresas para el lector.

“La nariz de un notario” de Edmond About, una de esas pequeñas delicias que no llamarán atención por el tamaño pero siempre he dicho que las esencias vienen en frascos pequeños. Una estupenda propuesta de la editorial Ginger Ape.

“Trabajos de amor ensangrentados” de Edmund Crispin, este sí que no baja el pistón en ningún momento, tercer libro del detective Gervase Fen y, como de costumbre, un disfrute.

“Confusión de sentimientos” de Stefan Zweig, el austríaco nos mostró en este caso una historia llena de lirismo intimista.

“La ciudad de N” de Leonid Dobychin, la única novela del olvidado escritor ruso recuperada por obra y gracia de Nevsky, una gran muestra del puntillismo ruso.

“Muerto el perro” de Carlos Salem, el argentino vuelve a la novela negra en plena forma con una historia “de” y “para mujeres” pero que gustará  a todo el mundo.

“Lemony Snicket 2: ¿Cuándo la vio por última vez?” de Lemony Snicket, ¿quién dijo que no se podían hacer novelas de detectives inteligentes para jóvenes? Esta saga de Lemony Snicket con las ilustraciones de Seth es un ejemplo más que digno de ello.

“Nuestra señora de París. Vol. 2.” de Víctor Hugo nuevamente con ilustraciones de Benjamin Lacombe, volumen que recoge el final de la estupenda y amarga obra de Víctor Hugo, más disfrutable aún con el trabajo de Lacombe, ya que sus ilustraciones refuerzan el texto.

No pueden faltar, tras este resumen, las adquisiciones del mes que podéis ver en la siguiente foto.

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Aunque en Marzo lo tuve más claro, no sé, sin embargo, cuáles van a ser las lecturas de abril; va a depender mucho de lo que me venga a la cabeza. Lo que sí está claro es que el “tochazo” del mes va a ser “El jilguero” de Donna Tartt; a partir de ahí, el único que tengo claro es el nuevo libro de McClure “Piel de serpiente”, el sudafricano es imprescindible.

Veremos lo que sucede, un poco de incertidumbre lectora es buena también, no se puede ser tan programático.

“Jugadores” de Don Delillo. La obsesión de Delillo por reflejar la época en la que vivimos.

jugadoresLa tormenta lectora que tuve el mes anterior ha tenido sus consecuencias; una de ellas ha sido el retraso “ad infinitum” de algunas reseñas, en particular de este “Jugadores” de Don Delillo, alentado indudablemente por el hecho de no ser precisamente una de las obras fundamentales del autor. Aun así, no quería dejar pasar el momento de comentar alguna de las ideas más interesantes que aparecen:

1º El zapping televisivo como elemento de alienación primordial de nuestra sociedad; resaltando el carácter alucinógeno-repetitivo de lo que vemos en ella y cómo influencia nuestra manera de percibir el tiempo:

“Lyle pasaba el tiempo viendo la televisión. Sentado en la penumbra a poco más de medio metro de la pantalla, cambiaba de canal cada medio minuto poco más o menos, a veces con frecuencia mucho más alta. No buscaba algo que pudiera suscitar y mantener su interés. No se trataba de eso. Simplemente disfrutaba con el destello de cada nueva imagen. Exploraba el contenido solo hasta cierto punto. El deleite entre táctil y visual que le procuraba cambiar de canales era aún mayor, y transformaba incluso los momentáneos contenidos aparecidos al azar en plácidas abstracciones territoriales. Ver televisión era para Lyle una disciplina como las matemáticas o el zen. Los anuncios, los cortes de emisión, los programas en español daban de sí mucho más, por norma, que la programación al uso. La naturaleza reiterativa de los anuncios le interesaba. Ver muchas veces idénticas secuencias era una prueba de fuego para sus recursos oculares, para su capacidad de seleccionar, de fraccionar el tiempo y subdividir cada instante. Rara vez ponía el sonido.”

2º La percepción (ya manifiesta en la década de 1970) de que nuestro ombliguismo nos aisla cada día más de un mundo construido en una continua negación:

“-¿De qué me estás hablando? –dijo Lyle.

-Del mundo exterior.

-Ah, ¿todavía sigue ahí? Creí que lo habíamos negado con absoluta eficacia. Creí que ese era el resultado final.”

3º El sexo puede ser descrito sin abusar de los lugares comunes; Gaddis, Pynchon… y ahora Delillo, se unen a este selecto club:

“Conocían las imágenes cambiantes de la similitud física. Era un vínculo tácito, parte de su conciencia compartida, el silencio minado entre personas que viven juntas. Acurrucado cada cual en las extremidades y siluetas del otro, parecían repetibles, células hijas de alguna división muy precisa. Sus lenguas derivaron sobre carne más húmeda. Este presentimiento de lo húmedo, una intuición de la naturaleza sumergida, fue lo que puso a cien uno con otro, a mordiscos, a arañazos de ansia. A él le supo a vinagre el pelo alborotado de ella. Se separaron un momento, se tocaron desde una distancia calculada, se sondearon introspectivamente, un intercambio complejo. Él se levantó de la cama para apagar el aire acondicionado y subir la ventana.  La velada se había recargado de fragancias. Atronaba encima de ellos. Lo mejor del verano eran esas tormentas que llenan una habitación, casi medicinalmente, de climatología, de luz variable.”

“Jugadores” es uno de los mejores ejemplos de presagio del terrorismo y, en particular, de los atentados del 11S sin habérselo propuesto; la fuerza de las metáfora del World Trade Center que usa Delillo refuerzan lo ocurrido posteriormente y su importancia:

“En la planta 83 de la torre norte, Pammy se las ingenió para pasar el tiempo ideando una pregunta que formular a Ethan Segal. Si los ascensores del World Trade Center eran sitios, tal como ella creía que lo eran, y si los vestíbulos eran meros espacios, como ella también creía, ¿qué era entonces el World Trade Center en sí? ¿Una condición, un acontecimiento, un suceso físico, una circunstancia existente y dada de antemano, una presencia, un estado, un conjunto de invariables?”

5º La importancia de la tecnología, fundamentada en lo electrónico, como verdadero sostén de una realidad deshumanizada.

“-Reciben amenazas. Están al tanto. Hay vigilantes a cada paso. Pero matar a alguien en el parqué… Nos vino dado. Sabíamos que algo íbamos a hacer. Rafael quería trastocar ese sistema, la idea del dinero mundial. Ese es el sistema que, según creemos, encierra su poder secreto. Es algo que flota sobre el parqué. Corrientes de vida invisible. Ese es el centro de su existencia. El sistema electrónico. Las olas, las cargas de uno u otro signo. Los números verdes en la pantalla. Eso es lo que mi hermano llama su manera de continuar, de seguir a pesar de la carne podrida, su prueba más íntima de la inmortalidad. No es por el grueso de ese dinero, tantísimo dinero, una montonera de dinero. Es el sistema en sí, la corriente.”

6º La realidad fragmentada es la que nos da estabilidad; esta descomposición en partes con sentido da sentido a una realidad caótica:

“Le resumió lo ocurrido en frases cortas, meros enunciados. Pareció  servir de ayuda el descomponer la historia en segmentos coherentes. Suavizó el tormento surreal, la sensación de aberración. Oír la secuencia reafirmada de manera inteligible le supo en ese momento a algo más que a mero consuelo. Le aportó un punto focal, un punto diferenciado y nítido, en el que las cosas concebiblemente pudieran desvanecerse al cabo de un rato, caos y divergencias, enemigos de Dios.”

7º La poca fiabilidad del lenguaje como transmisor de ideas:

“Caminó bajo una marquesina de un albergue para vagabundos. Decía: TRANSITORIOS. Algo en esa palabra la confundió. Adquiría una tonalidad abstracta, como sucedía con las palabras en su experiencia (aunque no a menudo), si subsistían en su mente en calidad de unidades de lenguaje que misteriosamente se habían evadido de toda responsabilidad. Trans-isterias. Lo que transmitía no podía traducirse en palabras. El valor funcional se había deslizado fuera de la corteza, se había volatilizado.”

Me han salido más cosas de las que me esperaba… Quizá no estaba tan mal el libro.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Miguel Martínez Lage de “Jugadores” de Don Delillo en Seix Barral.

“Lemony Snicket 2: ¿Cuándo la vio por última vez?” de Lemony Snicket. Detectives para niños.

lemony-snicket-2cuando-la-vio-por-ultima-vez-9788424651732“Un pueblo, una estatua y una persona secuestrada. Cuando estaba en el pueblo, me contrataron para rescatar a esa persona, y pensé que la estatua había desaparecido para siempre. Tenía casi trece años y me equivoqué. Me equivoqué en todo. Debería haberme preguntado cómo podía estar una persona desaparecida en dos lugares a la vez. Pero me hice la pregunta equivocada. Cuatro preguntas equivocadas más o menos. Y en estas páginas relato la segunda.”

De esta guisa comienza este segundo libro de la saga “Preguntas equivocadas” del escritor Lemony Snicket (a.k.a. Daniel Handler); con la segunda pregunta equivocada, lo cual nos lleva a que, probablemente la saga tenga, al menos, cuatro entregas; esto, desde luego, es una suerte, habida cuenta de cómo la está llevando. Si en el primer volumen se dedica a presentar los personajes con una subtrama policíaca como línea principal y en un segundo nivel una trama general; en este volumen se dedica a presentarnos otra subtrama principal que le sirve, como en el anterior, para profundizar en la trama de fondo que está llevando en todos los volúmenes, relacionada con el genio criminal Hangfire.

Lo mejor: coge todos los personajes del anterior y empieza a evolucionarlos cada vez más, utilizando sus virtudes y llevándolas al máximo; un simple comentario de la periodista Moxie sirve para mostrarnos los pensamientos de un Lemony que va madurando desde sus escasos trece años:

“-Está bien saber quiénes son los buenos y los malos -continuó Moxie, pero yo negué con la cabeza. Se suele decir que las personas hacen cosas porque son buenas o malas, pero en mi experiencia eso no funciona así. Ellington Feint, por ejemplo, había mentido y robado, pero no porque fuese una persona malvada. Ella era buena persona, forzada a hacer cosas malas para liberar a su padre de las garras de Hangfire. Mi hermana, por poner otro ejemplo, era sin duda una buena persona, pero pronto cometería un delito con una de las piezas del museo.”

Buena prueba de la evolución positiva y necesaria de los personajes es el uso de “lo cómico” a través de la mentora de Lemony y de los policías: los Mitchum y su hijo, contrapunto de humor que nos sacan más de una carcajada de lo más saludable:

“Harvey y Mimi Mitchum estaban discutiendo como siempre, y Stew lucía su habitual sonrisa retorcida.

-Pensaba que te habías ido, Caramelito de Limón -me dijo-. En Stain’d-by-the-sea no hay sitio para los idiotas.

-¿En serio?-dije-. He oído que consiguen trabajo haciendo de sirena de policía.” 

Lemony adquiere cada vez más carisma, no exento de momentos divertidos que no ocultan la seriedad de un personaje cada vez más consciente de lo difícil que es avanzar:

“Le prometí la fórmula de una tinta invisible que funcionase verdaderamente a cambio de un encuentro con Hangfire. Es un buen plan Sr. Snicket.

-Seguro -dije-, más o menos como hacer malabares con dinamita, o darle una patada a un oso polar.

-No digas necedades.

-La necedad es intentar engañar a un criminal con algo tan simple.”

De hecho Snicket sabe que cualquier persona es susceptible de hacer el mal si llega la situación adecuada:

“-Mi padre nunca haría algo terrible.

No contesté. No le conocía. Me parecía que todo adulto termina haciendo algo terrible tarde o temprano. Y todos los chicos, pensé, tarde o temprano acaban siendo adultos. “

En esta situación, agravada por la trama familiar que continúa desde el primer libro, nuestro protagonista sabe que las cosas son muy difíciles y que no está seguro de nada a su edad, lo que sí tiene claro, como su compañero Widdershins, es que está aprendiendo cada día:

“-Apenas estoy seguro ya de nada, Widdershins -dije con un suspiro.

Widdershins volvió a asentir por última vez.

-Eso suena a aprendizaje -dijo-. Ninguno de nosotros está seguro de nada.”

La trama se resuelve tan satisfactoriamente como en el anterior volumen y nos deja con más ganas de seguir sus aventuras; las ilustraciones de Seth son, nuevamente, una perfecta muestra de cómo los dibujos pueden tener tal simbiosis con el texto. La edición de La Galera es, sencillamente, excepcional, para no perdérselo. Una novela que, como ya dije, tiene los suficientes ingredientes para que guste a niños y adultos, en diferentes niveles. Lo que sí es claro es que, aunque puede leerse como una aventura única, es mejor leerla después del que ya comenté por aquí, porque Handler utiliza elementos de aquél y los va introduciendo en pequeñas dosis cuando hace falta en este.

Lástima que haya que esperar al siguiente para ver cómo se sigue desarrollando la historia; eso sí, en mí van a volver a tener a un comprador fijo.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Pepa Devesa Seva de “Lemony Snicket 2: ¿Cuándo la vio por última vez”  de Lemony Snicket en Ediciones La galera.

“Ciudad de N” de Leonid Dobychin. Puntillismo y Costumbrismo ruso.

ciudad-de-n-840122En el fantástico postfacio de James Womack quedan muy claras, una vez leída la novela, las claves de “Ciudad de N”, única novela del desconocido autor ruso Leonid Dobychin (1894-1936), tanto en temática como en el estilo:

“Para Dobychin la situación es algo distinta: no se trata de que se viera excluido de la sociedad que quería narrar, sino de que dicha sociedad había sido destruida. Y ahí es donde cobra sentido entender La ciudad de N como una obra satírica. 

El narrador de Dobychin toma como su modelo, de forma accidental, la amoral Ciudad de N, el lugar en que se desarrolla la mayor parte de la novela de Gógol Almas muertas. Con su elección está haciendo hincapié en lo sencillo que es cometer el error de leer a Gógol como un escritor realista, que su sátira no era más que la simple y llana descripción de cómo es Rusia, y como será por siempre. En lugar de adoptar la línea soviética de que nuestros esfuerzos de hoy nos conducirán al futuro glorioso de mañana, Dobychin insiste en que nada cambia.” 

En primer lugar la atemporalidad y apoliticidad de la obra en sí, Dobychin juega con esta idea mostrándonos una Rusia destruida pero que no evoluciona; más bien, nos hace conscientes de esta falta de evolución.  Es por ello que, más allá de mostrarnos un relato realista, es, sin embargo, la sátira la que impregna cada palabra contenida en ella. Lo bueno de esta visión es que nunca pierde vigencia, la vuelve inmortal por su planteamiento.

En cuanto a la forma de hacerlo, la metáfora pictórica que nos comenta James es sumamente clarificadora y entronca, por extensión, en la creación de un cuadro costumbrista ruso:

“La comparación más obvia es con la pintura: La ciudad de N es una pieza de puntillismo literario, entendido como la técnica literaria en la cual minúsculos, “puros” detalles, equivalentes a los puntos de color utilizados por artistas como Seurat o Signac, van componiendo una imagen mayor. Después de leer la Ciudad de N, y sobre todo después de releerla, el lector siente que se le ha entregado un tapiz completo de una sociedad en su totalidad, con sus costumbres y sus creencias, sus hábitos y en cierta medida sus esperanzas, en el espacio de menos de doscientas páginas. Una imagen que puede mirarse infinitas veces sin que se vuelva obsoleta.”

Dicho puntillismo es fiel a los pequeños detalles que componen una imagen mayor, una imagen que engloba incluso pequeñas salidas hacia el exterior:

“Volvieron a venir visitas a nuestra casa. Las damas se interesaban por el conde y preguntaban por su apariencia. Los señores jugaban al vint. Barbicanos todos, conversaban sobre la creación en Estados Unidos de una máquina parlante y decían también que la iluminación eléctrica debía ser perjudicial para la vista.”

Pero estas pequeñas salidas no nos desvían de lo que Leonid considera más importante: el relato de las costumbres del pueblo ruso; todo ello a través de la figura del protagonista que representa al protagonista de un típico relato de formación y que irá creciendo según los acontecimientos se vayan sucediendo:

“La Navidad pasó volando. El número extraordinario del periódico Dvina informaba de que Japón nos había atacado. Los servicios eclesiásticos se volvieron aún más largos. Cuando terminaba la misa, comenzaba una plegaria “por la concesión de la victoria”. En la vitrina de L. Kusman aparecieron las Cartas abiertas patrióticas. Serge comenzó a recortar del Nueva Era fotografías de acorazados y portaviones y a pegarlas en su cuaderno de apuntes en sucio. Maman y yo una vez visitamos a los Karmánov. Las damas hablaron de que ahora en la guerra ya no se utilizaba la hila y las mujeres nobles ya no se juntaban para picarla.”

Lo construirá mediante la pérdida, mediante la negación, su incapacidad de decirle lo que siente a un amigo:

“Los Karmánov tomaron asiento en el vagón. El tren se puso en marcha. Nosotros agitamos la mano tras él. “Serge, Serge, ah, Serge… ¿me recordarás como yo te recordaré a ti?”, no llegué yo a decirle.”

No deja de ser curioso que la nostalgia, ese enemigo del raciocinio, se convierta en un síntoma de hacerse mayor; el recuerdo como un elemento de “madurez”, de pérdida de la inocencia:

“Serge, escribía yo durante las clases en hojas arrancadas del cuaderno, “me he dado cuenta de que me estoy haciendo como los mayores. A veces ya recuerdo momentos de mi infancia. Me parece que los demás también lo notan. Por ejemplo, nuestra cocinera Eugenia, cuando maman no está, parece cada vez más interesada en venir a mi habitación y charlar conmigo.”

Por todas estas características, la obra se caracteriza igualmente por una ambigüedad latente, que redunda en las posibles interpretaciones que se le pueden dar a varios momentos; por si fuera poco, en el final, el protagonista se da cuenta de que necesita gafas, que hasta ese momento todo lo había visto de una manera errónea:

“-Espera –dije, admirado. Tomé los quevedos de su nariz y me los puse. Ese mismo día fui al oftalmólogo y me puse cristales en la nariz.

Ahora veía con claridad los rostros en la calle, leía los números en los drozhki de cocheros y en los letreros al otro lado de la calle. Veía todas las hojas de los árboles. Miré la vitrina de la tienda de loza y vi lo que había en las estanterías de dentro. Vi doce platos colocados en fila con dibujos de judíos en harapos y la nota “concedidos a crédito”. […]

Cuando oscureció aquella tarde vi que había muchas estrellas y que tenían rayos. Me paré a pensar que todo lo que había visto hasta entonces lo había visto mal.”

Esto es un aviso no solo para el narrador, sino para nosotros, lectores de la obra del ruso; posiblemente sea necesario que la leamos de nuevo, posiblemente encontremos otros detalles, otros puntos de vista inherentes en su interior.

Me encanta descubrir la literatura rusa con lo que está publicando Nevsky, no solo por la lectura en sí, sino por todo lo periférico a ella; sobre todo con obras como esta pequeña maravilla de Leonid Dobychin.

Los textos vienen de la traducción del ruso de Inés Goñi Alonso de “Ciudad de N” de Leonid Dobychin.

“Muerto el perro” de Carlos Salem. La mujer es la verdadera protagonista

muerto-el-perroTras haber leído unos cuantos libros del argentino Carlos Salem, empezar las páginas de “Muerto el perro”, su último libro publicado por Navona en su sello negro, me demuestran dos hechos fundamentales: el estilo es muy personal, reconocible por una serie de rasgos distintivos que comentaré a continuación; el segundo hecho es que está en perfecta forma y vuelve a la senda de sus primeras novelas policíacas.

Quien no haya leído al autor, ¿qué puede encontrarse? Yo mismo contesto: una sabia mezcla en la que confluyen el buen humor, el sexo en su vertiente más sensual, una trama policíaca negra que nos guarda siempre un giro final sorprendente y, en esta ocasión, la potencia de un personaje central femenino que se convierte en paradigma de la eterna lucha de la mujer contra el sempiterno patriarcado que la oprime.

Piedad de la Viuda, con ese nombre, es la protagonista de la que hablo; una mujer que se dará cuenta, a la muerte de su marido, de que todo no pintaba de rosa: la mentía con frecuencia, la dejó una empresa en bancarrota, etc… La beata y comedida Piedad, aficionada a la utilización de refranes en cualquier momento, representará su situación de una manera muy gráfica:

“No sé los boleros. Pero los refranes, a veces mienten.

Uno de los de papá afirma que: “muerto el perro, se acabó la rabia”.

Y el perro ha muerto.

Pero una voz dentro de mí me dice que la rabia acaba de empezar.”

Esa rabia irá en aumento según avance el libro y pasen las páginas sin que casi ni nos demos cuenta, se producirá una brecha en su identidad, la situación la obligará a que su parte más salvaje (o eso cree ella) salga cada vez más a relucir, esa “Otra” representa su lado oculto, el que ha estado más cohibido a lo largo de los años; lo terrorífico para ella será darse cuenta de que, en realidad, este lado no es tan peligroso, sino que ella misma es la que está evolucionando más allá, en una escalada de violencia:

“Que lo mataste, Piedad. No fui yo, fuiste tú. Lo mataste sin una sola vacilación, y con un crucifijo. Por eso calle y volví a esconderme. Porque tuve miedo de ti.”

Afortunadamente esta evolución no se producirá únicamente en este incremento exponencial de la violencia, sino que, al mismo tiempo, se producirá una progresiva desinhibición de todo lo que no sacaba por darle miedo, que le hará brillar con luz propia:

“Busco en mi flamante teléfono hasta dar con un hotel de cuatro estrellas que no quede demasiado cerca de las calles más transitadas. Hago una reserva para dos personas a mi nombre, que pago con la tarjeta de crédito, y cuando acabo las gestiones, Svetlana me mira con admiración. Lo curioso es que la Otra, dentro de mi cabeza, me mira de un modo parecido. “Sabía que si te daban un buen revolcón acabarías espabilando, Piedad, me dice. Pero no pensaba que tanto.”

Camino orgullosa, fingiendo por dentro y por fuera una seguridad que estoy lejos de sentir. Ellas confunden con una llama lo que es el vacilante destello de una vela que el viento de la realidad apagará en cualquier momento. Pero por ahora, me ilumina.”

Salem, a la búsqueda siempre de la mejor imagen que nos refleje la situación, no duda en buscar metáforas operísticas que vuelven lo sexual en algo sensual y divertido a un tiempo, no me resisto a poner un ejemplo de esto como es el siguiente párrafo, una verdadera muestra del buen hacer del argentino:

“Ya no. Ya no más cantos gregorianos que mueren en el primer compás.

Esta noche seguiré cantando ópera con cada poro de mi piel como si fuera un sexo o una garganta que recibe todo y todo lo da. Esta noche soy María Callas, cantando el aria de su vida para un solo espectador que no puede evitar aplaudir en mitad de la función. Y aunque le deba tanto a Ricardo, ese espectador soy yo.

Él acaba de entrar al dormitorio. Me ve desnuda y famélica y prima dona de esta gala.

Se levanta el telón. Y en su cuerpo, se levanta algo más.”

La trama está llevada de manera muy satisfactoria y, como ya avancé, nos guarda sorpresas en su parte final, consiguiendo que el resultado definitivo sea más que recomendable. Quizá no sea “Matar y guardar la ropa” (para mí, sigue siendo su obra más redonda) pero, indudablemente, es una novela negra que nos trae de nuevo al mejor Salem tras el irregular “Un jamón de calibre 45”.

Como último apunte, es mi percepción, debería leerlo una mujer para confirmarlo, pero me da la impresión de que Salem sabe escribir y reflejar bien el carácter de la mujer protagonista; y esto, no tan sencillo de realizar por la mayoría de escritores, le puede traer un público eminentemente femenino, sin descuidar al masculino, claro. Creo que es una virtud difícil de encontrar, aunque puedo estar equivocado. Nunca se sabe.

“Deudas y Dolores” de Philip Roth. El final de un camino es el comienzo de otro.

P86631A.jpg“Deudas y Dolores” sí que puede ser considerada la primera novela de Philip Roth; al fin y al cabo, “Goodbye Columbus” era una antología de historias cortas, y nos encontramos ya con varios de los temas que continuarán durante toda su obra; lo curioso es que, para ser  una novela que escribió en 1962, demuestra ser una obra madura y un buen exponente del gran Roth, del coloso de las letras norteamericano.

Ambientada en los años 50 en EE.UU., Roth escoge como gran protagonista y narrador a Gabe Wallach; aunque cambie de punto de vista y focalización en otras ocasiones para representar la vida de Paul y Libby o de Martha Reganhart, el verdadero eje y observador es Gabe que le sirve para representar en todo su esplendor una época difícil, sobre todo, por las patentes restricciones de tipo social.

En Wallach Roth epitomiza la lucha interior del intelecto y lo sentimental; el libro se abre precisamente por una carta que le ha dejado escrita su madre recién fallecida y que dará un vuelco completo a la percepción que tenía de su vida hasta entonces:

“La muerte lo trastornó todo. Cuando murió mi madre en 1952, resultó evidente que por aquel entonces no se consagraba menos a ayudar a mi padre, para que mantuviera su equilibrio en el mundo, de lo que lo hiciera en 1942; que él no pudiera mantenerse en equilibrio por sí solo había sido la causa de gran parte de la aflicción que ella prefería no exteriorizar. Inmediatamente después de su muerte, culpé a mi padre de haber sido indigno de ella. Pero entonces recibí su carta y, pese a lo desolado que me sentía, pese a lo sobrecogido que estaba por las circunstancias en que la escribió, la confesión que contenía me obligó a aceptar una verdad que yo mismo me había negado a ver. Mi madre había sido una persona tan atractiva que me había resultado difícil juzgarla mientras vivía, pero, una vez muerta, llegó a parecerme una especie de mala de la película, y cuando abandoné el ejército estaba dispuesto a creer que era ella quien había arruinado la vida de mi padre.”

De pensar que su padre era una persona indeseable todo se volverá del revés, demostrando que su madre era la que había en realidad arruinado sus vidas;  se refugiará entonces, abandonando lo intelectual, en una vida más sentimental; Gabe representa claramente la confusión de no saber cuál es su verdadera identidad, un desbalanceo que le hará cometer errores y que se desarrollará según pasen las páginas:

“Cree ser mejor de lo que cuanto ha hecho en la vida le ha enseñado a ser. A menudo, cuando se separa de amigos y conocidos, sospecha que su comportamiento ha sido reprobable; lo que haya sucedido o no, en realidad, altera muy poco su actitud hacia sí mismo. Sufre el malestar de muchos hombres jóvenes saludables pero vulgares: no sabe muy bien qué hacer consigo mismo. Aunque también está sujeto a sufrir depresiones, pesadillas y melancolía, no puede disfrutar a fondo de nada de eso (y por lo tanto percibe su auténtico y trágico valor), debido a una duda insistente: piensa que es muy afortunado y debería estar agradecido y callarse.”

Teniendo en cuenta las acusaciones de misoginia que ha recibido frecuentemente a lo largo de su carrera literaria sorprende bastante encontrar tres mujeres tan poderosas y con  tanta personalidad en sus páginas; por un lado tenemos el caso de Martha Reganhart que se convertirá en la pareja de Gabe y con la que se establece un conflicto de clase, ya que es una divorciada  que intenta sacar a sus hijos adelante y que no ha gozado de una vida que ella consideraría “normal”:

“Al principio su inmovilidad se debía tan solo que deseaba volver a Hildreth’s y tomar una última taza de café. Pero entonces reparó en que quería que él se llevara a sus hijos, pero no solo al otro lado de la calle, sino tan lejos como le viniera en gana. Quería que los tres siguieran caminando y desaparecieran de su vida. Quería ser tan insensata como una universitaria de segundo curso. Quería tener una cita con alguien que se la llevara en el coche de su padre. Lo que deseaba era recuperar aquellos años desaparecidos. Jamás había gozado del sencillo placer de sentirse como una veinteañera. Un día había tenido diecinueve años; al día siguiente tendría treinta. Por un momento quiso que el tiempo se detuviera.”

Martha, que tuvo que madurar demasiado rápidamente, no busca más que alguien que la haga sentir especial, debido al bagaje que ha tenido que soportar; de ahí que le diga a Gabe:

“-No se trata de matrimonio ¿sabes? No tienes que pensar en eso… nadie ha de casarse conmigo. ¿Comprendes? Nadie ha tenido jamás que sentir la obligación de casarse conmigo. Por favor, no te preocupes por mis pequeños, no hay ningún problema con ellos. Solo yo debo preocuparme por ellos. Nadie tiene que quitármelos de las manos, Gabe. No necesito un marido, cariño… solo un amante, Gabe, solo alguien que pura y simplemente me quiera.”

En una durísima escena, Martha reniega de los hombres y del “consuelo paternalista”, no lo busca, no lo quiere para nada y así se lo dice a Gabe que demuestra habitualmente no estar a la altura de ella:

“Tuve a esa niña, no me la rasparon y desapareció por algún desagüe en un callejón oscuro. Y entonces una mañana me desperté y ese hijo de puta volvía a estar encima de mí, y tampoco entonces aborté. Se trata de vidas por el amor de Dios. Quiero a estos niños. Me alegro de haberlos tenido, me alegro muchísimo. He de trabajar de noche y lo detesto, no sabes cuánto lo detesto, pero me alegro de haber tenido a mis hijos. Son algo serio, maldita sea. Por lo menos no se dedican a hacer su equipaje continuamente. Los hombres son un fastidio. Alguien debería llevarse su equipaje y quemarlo. ¿Dónde estarían entonces? Te diré una cosa sobre los sentimientos, amigo mío: ya nadie los tiene. ¡Todo lo que tiene son maletas! Y no me toques con esas manos tuyas que acarician grandes tetas… tengo derecho a llorar. ¡No me consueles, coño!”

Libby Herz es la segunda mujer y junto con Paul representan el conflicto familiar, siendo de dos religiones distintas, judía y católica, se enfrentan a la incomprensión por ambos lados ante los eventos que les irán sucediendo: la dificultad de tener hijos, aborto, adopción, relaciones de pareja en conflicto, etc. La religión y la sexualidad mal orientada (en una frontera difícil entre la santidad y la concupiscencia) desestabilizan profundamente su relación; solamente cuando Gabe les ayude a conseguir un hijo en adopción este equilibrio parece producirse, aunque para ello Gabe destruya su relación con Martha:

“En la familia más protestante de Norteamérica no podría existir más frialdad que la que envolvió a Libby durante los primeros cinco años de su matrimonio. Pero tal vez ella tuviera en parte la culpa. Tal vez había una salida definitiva de aquel embrollo que no era el psicoanálisis ni el dinero en el banco ni la sexualidad ni la lástima de sí misma ni la locura, sino la religión. No aquella mistificación de Cristo y María, ni siquiera necesariamente la creencia en Dios, aunque, vete a saber, quizás el mismo Dios llegaría a su debido tiempo. Pero primero algo básico y vigorizante, algo que los preparase realmente para tener un hijo, que los hiciera merecedores de ellos; algo cálido, sagrado, válido: tradiciones y ceremonias, festividades y costumbres religiosas…”

La tercera mujer en discordia es Theresa Haug, se convertirá en la madre que dará en adopción una niña a la pareja Herz; a Theresa la vida no la ha tratado bien tampoco y, con la influencia de su marido no pondrá las cosas tan fáciles para la ejecución de la adopción; Gabe se erigirá como mediador en el conflicto:

“Miré de nuevo a Theresa Haug, que estaba a cierta distancia de nuestra mesa. Era callada y servicial con los clientes, y eficiente hasta llegar a la histeria (o tal vez fuese histeria hasta llegar a la eficiencia, me parecía lo mismo).  […] Tanto su cuerpo como sus facciones parecían haber sido diseñados y construidos por un comité de esposas de ministros baptistas. Las medias le colgaban por las pantorrillas subdesarrolladas de una manera lastimera, su piel carecía de misterio y su boca era un tímido guión en la cara inexpresiva. Sin embargo, alguien se había tomado la molestia de desnudarla, tumbarla y echarse encima de ella. Habían sembrado en ella una simiente, y yo había ido a verla para hablar de su fruto.”

Martha, en su infinita espera de la decisión de Gabe, lo abandonará, causando la más profunda de las humillaciones a Gabe; él, incapaz de buscar una solución a su vida se desorienta hasta el límite:

“Lo único que a él se le ocurría como respuesta, como defensa, era contarle lo sucedido aquella tarde en Gary. Pero, naturalmente, eso no era ninguna respuesta. No podía decir nada. La hora que había pasado con Bigoness… después de todo, ¿de qué iba a servir aquello? Aquel lastimoso intercambio, la humillación de un hombre estúpido, no bastaba para elevar su vida. La vida que llevaba era pequeña, insignificante. Penosa… En aquellos momentos nada parecía capaz de aportarle proporción o dignidad.”

En esta desesperación, conseguir que se produzca la adopción se convierte en una meta, en algo que pueda ayudarle a avanzar, a discernir entre la razón o el sentimiento o, simplemente , a unirlas como única solución.

“Abrazaba a la niña como si se estuviera abrazando a sí mismo, como si la niña abrazara al hombre y no al revés. Apretó los dientes, cerró los brazos: ojalá pudiera estar tan convenido como decidido; ojalá pudiera saber qué estaba siendo, si prudente, imprudente, valiente, sentimental… Un defensor de causas perdidas, un hombre de corazón frío, un blando, un duro, un cauto… ¿qué? Ah, si pudiera desmoronarse y romper a llorar. Pero no había consuelo para él ni en las lágrimas ni en la razón. Había ido más allá de lo que consideraba el recorrido normal de la vida, más allá de lo que se consideraba normal por fortuna y por estrategia. Las lágrimas solo resbalarían por su cubierta exterior. Y cada razonamiento tenía su pareja. Adondequiera que volviese, había una clase de horror.” 

No hay un final para Gabe sino el comienzo de un camino, un nuevo camino madura hacia esa identidad buscada; quizá es porque siempre estamos empezando y nunca sabemos si estamos en un final. Roth, maestro, ayudándonos a seguir nuestro camino.

Los textos vienen de la traducción del inglés de Jordi Fibla de “Deudas y Dolores” de Philip Roth en Debolsillo.

“Trabajos de amor ensangrentados” de Edmund Crispin. Shakespeare como excusa.

trabajos de amor ensangrentadosSiempre es un acontecimiento que veamos publicada una novela de detectives; no deja de ser curioso que con el impulso de Agatha Christie, figura reconocible  y prestigiosa de este tipo de novelas y miembro del famoso “Detection Club” del que ya he hablado alguna vez en otros posts, no haya sido aprovechado para publicar otros autores similares del club o fuera de él.

Ni el auge de la novela negra ha conseguido que se publiquen más y es una verdadera pena; solo Chesterton y Christie son publicadas con regularidad. Berkeley no tiene pinta de aparecer más y no digamos el resto. Crispin no fue exactamente de dicho club pero es, inequívocamente, una muestra espléndida de dicho género, sobre todo por su capacidad de crear tramas detectivescas de alto nivel y poblar sus obras de referencias metaliterarias que hacen que los disfrutes aún más si cabe.

En “Trabajos de amor ensangrentados” tenemos otro ejemplo magnífico de su buen hacer con una trama que, desde el título, tiene resonancias “shakespereanas” que utiliza con frecuencia a lo largo de la obra.

El caso comienza, aunque parezca mentira, con un simple hecho, el nerviosismo de una muchacha en un campus:

“-Nada más. Esa muchacha es terca como una mula… Solo hay una cosa de la que estoy segura. 

-¿De qué?

-De que vio algo que la aterrorizó -sentenció la señora Parry.”

Un robo en el laboratorio de química y… a partir de ahí se desencadenan los crímenes.

La novela está a medio a camino de las “novelas de campus”, en las que se reflejaba con todo lujo de detalles la vida dentro de ellos:

“El resto del recinto, por su parte se iba animando paulatinamente. Los coches llegaban y se detenían en la diminuta media luna de gravilla del patio, o a los lados de la avenida que daba a la entrada. Los muchachos iban saliendo cada vez en mayor número para saludar, para guiar o controlar a su nerviosa parentela. El señor Philpotts venía corriendo por el campo de críquet de los first Eleven, y con su toga agitándose como una bandera. Y por todas partes había padres y más padres -padres como ratoncillos, padres agresivos, padres ostentosos, padres modestos, padres tímidos, padres animados: una riada de padres cada vez más abundantes se reunía bajo el brillante cielo azul celeste… ¿Y para qué?, se preguntaba el director. Era improbable que aquello les divirtiera en lo más mínimo. Era improbable, incluso, que sus retoños se estuvieran divirtiendo. Y sin embargo, aquello tenía un cierto glamour que hacía hervir la sangre de todos los participantes, y el propio director, mientras contemplaba el espectáculo, no era inmune a esa emoción.”

La figura del divertido Fen sigue siendo primordial a la hora de discernir quién puede ser el posible asesino, pero han pasado diez años desde “La juguetería errante” (Primer caso); Fen es famoso y reconocido por la gente; de hecho esto le sirve para bromear sobre sí mismo con los lectores:

“-Es usted el profesor Fen, ¿verdad? […] He visto su foto en los periódicos -añadió la joven-, y he seguido todos sus casos.

-¡Ah! ¡Excelente! -exclamó Fen, encantado-. eso es más de lo que los lectores de ese tal Crispin pueden decir. Y dígame señorita, ¿puedo ayudarte de algún modo?”

A mi tierno corazón literario le vuelve loco el motivo por el que se originan los crímenes, sobre todo porque tiene “lo literario” como razón principal y Shakespeare aparece de fondo, el bardo como excusa, como eje de la trama detectivesca y razón principal. Si Crispin me ganó con “El canto del cisne” y su reflejo de la ópera, aquí me ha encandilado definitivamente. Si a ello añadimos una prosa efectiva y que, por momentos alcanza gran calidad, estamos ante una de esas lecturas que siempre se vuelve necesaria:

“A Fen no le costó mucho imaginarse la escena: el fulgor de los frascos y las botellas y las pipetas a la débil luz de las estrellas, un esqueleto articulado, tal vez, con sus blanquecinos huesos pulidos, los macabros cuadros del sistema linfático, y el húmedo y penetrante olor de las ranas diseccionadas y abiertas en canal y metidas en formol. Un escenario bastante sórdido, pensó Fen, para ambientar los inocentes éxtasis del tierno amor.”

La broma final, con el propio Fen dispuesto a crear su novela aunque sin usar lo que ha acontecido en ese caso porque,  ¿a quién se le ocurriría hacer algo así? Nos muestra a un Crispin que se autoparodia, se ríe de sí mismo de una manera muy saludable.

“-¿Galbraith? -dijo Fen-. ¿Somers? ¿Trabajos de amor logrados? -Con un gesto desdeñoso apartó aquella idea de su mente-. Mi querido amigo, no hay nadie que pueda sacar una novela detectivesca de esta historia y estos personajes… Ahora bien, mi chica de los Catskills, verás…”

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(Máxima a seguir en siguientes ocasiones)

Los textos vienen de la traducción del inglés de José C. Vales de “Trabajos de amos ensangrentados” de Edmund Crispin en Impedimenta.

“Confusión de Sentimientos” de Stefan Zweig. En torno al intimismo

confusionsentimientosSi hay un autor clásico con el que disfrute en demasía ese es, sin lugar a dudas, el austríaco Stefan Zweig, elección ineludible para mi proyecto de acabar de leer toda la obra de algunos autores en los próximos años.

Y es imprescindible porque su estilo (gracias a las fantásticas traducciones que, por otra parte, le realizan) roza lo sublime en todo momento, de un lirismo exacerbado, lleno de imágenes, metáforas y belleza sin entrar en lo “cursi”, te puede gustar más o menos la historia que cuenta, pero, indudablemente, siento que me diluyo en esa prosa; es como entrar en el “séptimo cielo”, un sitio del que no quieres escapar.

Lo bueno del autor es que, además, suele interesarme bastante lo que cuenta; buena cuenta de ello es el último libro publicado por Acantilado: “Confusión de sentimientos”. En él, asistimos a una narración en primera persona de Roland que nos cuenta sus sensaciones cuando le hacen un regalo: una relación de los hechos de su vida y cómo, sin embargo, es consciente de que no refleja el hecho que de verdad cambió su forma de ser:

“Y así yo, que había dedicado una vida a describir a gente a partir de sus obras y a dar una dimensión real a las estructuras espirituales de su mundo, descubrí de nuevo, precisamente por experiencia propia, cuán inescrutable permanece en cada destino el núcleo esencial del ser, la célula motriz que da origen a todo crecimiento. Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, es uno solo, siempre uno, el que pone en ebullición todo nuestro mundo interior, es el segundo en que (Stendhal lo ha descrito) la flor interior, saturada ya de todos los jugos, llega como un relámpago a la cristalización: un segundo mágico, parecido al de la procreación y, como él, oculto en el cálido interior de la vida propia, invisible, impalpable, imperceptible, misterio vivido una sola vez. Ningún álgebra del espíritu puede calcularlo, ninguna alquimia del presentimiento puede adivinarlo, y raras veces lo capta la percepción de uno mismo.”

A partir de entonces se desencadenará una prolepsis que nos llevará a sus tiempos de estudiante y que va encaminada a reflejar ese hecho que vivió en su interior y que cambiará su percepción de la vida; el discurso del profesor, esa persona que será tan importante, fluye como una sinfonía, erigido como director de una orquesta de la elocuencia:

“Y bastaron unos minutos para que yo mismo, olvidando mi intrusión, sintiera la fuerza cautivadora de su disertación que actuaba con un poder magnético; sin querer me acerqué un poco más para ver, más allá de las palabras, los gestos de sus manos que envolvían y abrazaban y a veces, cuando una palabra prorrumpía majestuosa, se extendían como alas y se elevaban temblorosas para después descender musicalmente poco a poco imitando el gesto tranquilizador de un director de orquesta.”

La relación entre el profesor, su esposa y el narrador es entonces narrada desde su perspectiva y asistimos a una profunda lucha interior de los tres personajes por motivos que tendréis que descubrir vosotros aunque os podéis figurar. El reflejo de esta lucha, en el caso de profesor y alumno, queda perfectamente expuesto aquí:

“-¿De veras quieres irte… hoy, precisamente hoy? -Me cogía de la mano: una tensión invisible la hacía pesada. Pero de pronto la dejó caer bruscamente, como una piedra-. Lástima -exclamó decepcionado-, me habría alegrado tanto hablar una vez contigo francamente. ¡Lástima!

Por un momento ese profundo suspiro se propagó por toda la habitación como una mariposa negra. Yo estaba avergonzado, lleno de un miedo perplejo inexplicable; me retiré vacilante y cerré la puerta detrás de mí sin hacer ruido.”

El miedo a mostrar lo que uno es y el miedo a aceptarlo por parte del alumno, la vergüenza de ambos, la sinceridad encubierta por un falso miedo a complicar aún más las cosas. Su extensión será palpable en el bellísimo final donde sí que surgirá la sinceridad del profesor en su confesión “largamente pospuesta” con todo el impulso poético del autor:

“Pero aquí un hombre se reveló ante mí en toda su desnudez, aquí un hombre se rasgó el pecho, ávido de descubrirme su corazón roto a golpes, envenenado, consumido y supurante. Una voluptuosidad indómita se martirizaba, se flagelaba voluntariamente en aquella confesión contenida durante años y años. Solo quien durante toda una vida había sentido vergüenza, había bajado la cabeza y se había escondido podía, bajo los efectos de una embriaguez tan abrumadora, descender hasta el rigor de tal confesión. Pedazo a pedazo, un hombre arrancó la vida de su pecho, y en aquella hora, yo, un muchacho, penetré azorado, por primera vez, en las inimaginables profundidades del sentimiento humano.”

Parece mentira la facilidad que tiene Zweig para reflejar el dolor de ese secreto tanto tiempo guardado sin caer en sentimentalismos pero con toda la fuerza lírica de sus palabras.  Qué placer más inmenso siento con cada libro suyo. Basta de intentar explicarlo, solo hay que disfrutarlo.

Los textos vienen de la traducción del alemán de Joan Fontcuberta de “Confusión de Sentimientos” de Stefan Zweig en Acantilado.