“Americana” de Don Delillo

Cuando hablé de su novela “Los nombres” , ya comenté la necesidad de establecer diferentes ritmos de lectura según los autores que se lean. En el caso de Delillo, las prisas van reñidas con la calidad de su prosa; cuanto más la paladeas, mas te dejas mecer por su verborrea inconfundible. La sorpresa es encontrarse la primera novela que perpetró el magnífico escritor en la reedición de Seix Barral, añadirla al proyecto de lecturas , empezar la lectura cronológica de lo que te queda de él y, para tu estupefacción, encontrarte con una obra de una madurez inusitada y que bebe de las fuentes de los orígenes de la literatura norteamericana.

americana_9788432214738En “Americana”, David Bell, personifica el epítome del “self-made” man, ese hombre hecho a sí mismo que es el sueño americano en una sociedad fragmentada, llena de rutinas que reflejan lo contemporáneo:

“Tenía la costumbre de contar a los presentes. La cuestión de cuánta gente había en un sitio determinado me parecía importante, quizá porque los informes periódicos sobre catástrofes aéreas y escaramuzas militares siempre subrayaban el número de muertos y desaparecidos; esa precisión es como una chispa de electricidad para las mentes abotargadas. Después de eso, lo más importante es averiguar el grado de hostilidad, algo relativamente sencillo. Todo cuanto hay que hacer es devolver la mirada a las personas que te miran al entrar. Una larga ojeada suele bastar para obtener una lectura más o menos precisa. Había treinta y una personas en la estancia, de las que aproximadamente tres o cuatro eran hostiles.”

“Estábamos en una fiesta, y no nos apetecía charlar el uno con el otro. De lo que se trataba precisamente era de separarse durante la velada y de encontrar gente con la que resultara excitante hablar. Luego, al final, volveríamos a reunirnos y nos contaríamos qué terrible había sido todo y cuánto nos alegrábamos de estar de nuevo juntos. He ahí la esencia de la civilización occidental.”

Ahogado por esa sociedad opresora Bell decidirá emprender un viaje para filmar pequeñas escenas, llenas de anónimos, que se supone que reflejarán la esencia americana; es impagable el momento en que se encuentra un indio sioux: “Y entonces le pregunté si habían cambiado mucho las cosas desde su niñez. Me respondió que aquélla era la pregunta más inteligente que alguien le había hecho nunca. Las cosas apenas habían cambiado, tan sólo lo habían hecho los materiales, las tecnologías. Vivíamos en la misma nación de ascéticos, de expertos en competitividad, de enemigos del desperdicio.”

Momento que sirve para mostrarnos uno de los temas que profundizará en su obra posterior, el avance de la tecnología como elemento peligroso y deshumanizador y su aparente repulsión a ella.

En una curiosa segunda parte viviremos el pasado de Bell (“Era el invierno de mi duodécimo año de vida”) y que servirá para corroborar la importancia del tiempo en lo que hacemos, la única constante (en realidad variable?):

“Lo único que existe es el tiempo. El tiempo es lo único que sucede por sí mismo.”

En la tercera parte se producirá la filmación propiamente dicha, fragmentada, postmodernista; cobra importancia el cine y la propia televisión; elementos comunes, como ya indiqué anteriormente, que se irán repitiendo sucesivamente:

“La ilusión de movimiento apenas resultaba relevante. Quizá lo que estaba creando no era tanto una película como un rollo manuscrito. Un delicado fragmento de papiro temeroso de ser descubierto. Los veteranos de la industria cinematográfica jurarían que todo aquello se remontaba a épocas anteriores al cinetoscopio de Edison. Para ellos mi respuesta es muy simple. Se tardan siglos en inventar lo primitivo.”

Su opinión de la televisión, en boca del curioso protagonista es más que profética, habida cuenta de lo que estamos presenciando:

“-¿Cuál es el papel de la televisión comercial en el siglo XX y más alla?

-En mis peores estados de humor, siento que nos anuncia el caos a todos.”

En la caótica última parte las palabras finales de Ton Thumb Goodloe, el evangelista de la medianoche, de veintiséis años de edad y ya camino de la gloria, reúnen todo lo que significa Delillo, para lo bueno y para lo malo,; prosa desbordante, magnífica, gloriosa, pero, al mismo tiempo, enervante para un público bastante amplio: “Necios, hipócritas, fariseos y bellacos. Con vosotros, Bestial y la hora final de La muerte está a la vuelta de la esquina. Un poco de charla filosófica. Un paseo que otro por lobotomilandia. Alguna que otra bolsa de aire rancio. Acaba de ocurrírseme, como a los patriotas y los demagogos, que no va a haceros falta mi particular concepto de la verdad a partir de ahora. Se ha decidido que las drogas habrán de suplantar a los medios de comunicación. El ardiente temor de vuestras noches y madrugadas ha de verse sustituido por un estado de dicha apagada y mortecina. Confiad en que pronto experimentaréis una liberación drogoinducida de la ansiedad, la amargura y la felicidad. Endoparásitos que sois, podréis aferraros a las paredes intestinales del propio tiempo. Pero me echaréis de menos. Las pastillas y los chicles no pueden sustituir el amor transistorizado que nos conecta en la noche salvaje. […]

Esta reseña, formada por retazos, ejemplifica a la perfección las sensaciones que me produce la lectura del libro de Delillo; me cuesta recomendarlo, veo todo lo bueno, pero, al igual que ocurre con Pynchon, si no entras, no entras; no se puede obligar a la mayoría de los lectores habituales, no hablemos ya de los poco habituales; aún así, este titán inició su carrera con una obra excepcional, increíblemente buena y que, atención, parece que funciona como un círculo con su última novela escrita, “Punto omega”; donde el desierto, el tour de Force del protagonista, filmaciones en él,… suponen demasiados puntos en común para pensar en ello como una casualidad en una obra tan consistente en lo narrativo como la de DeLillo. En efecto, en “Punto Omega”, la obsesión tenía que ver con la vejez y la búsqueda de la muerte; en esta primera obra, buscaba su identidad, por extensión, la identidad de un pueblo americano en decadencia. El reflejo del “zeitgeist” de una nación:

“Conduje durante toda la noche en dirección nordeste, y una vez más sentí que todos aquellos días los había pasado enfrentándome a la literatura, a los arquetipos de un misterio lúgubre, a los hijos e hijas de esos arquetipos, a imágenes que no podían alcanza la certeza de cuál de dos confusiones distintas albergaba más terror, si la suya o lo que la suya podría llegar a ser si alguna vez se enfrentara a la verdad.”

“Los nombres” de Don Delillo

Uno de los criterios más usados hoy en día (y de los que más desconfío) a la hora de recomendar un libro es ese vocablo, tan descriptivo y a la vez manido, que se incluye en frases como: “este libro te engancha desde el primer momento y ya no lo puedes dejar”; sí, el vocablo al que me refiero es “enganchar”. No ya por las connotaciones asociadas a la adicción que pueda tener, sino porque este grado de “enganche” suele ser inversamente proporcional al tiempo gastado en leerlo: si alguien se “engancha” a un libro suele leerlo en tres sentadas, sin dormir prácticamente y, a continuación, busca como sea otro libro de las mismas características. ¿Esto es malo? No, claro. Que un libro te dé ganas de leer es bueno. El problema es que otro tipo de lecturas no te “enganchen” y la frustración origine que abandones otros libros más retadores.

Según uno lee y lee libros se da cuenta de muchas peculiaridades. Una de estas es el ritmo de lectura. Evidentemente, unos libros se leen más rápido que otros, todos los que leemos lo notamos. Es parte de su personalidad, cada libro exige una forma de leer: velocidad, atención, … algunos te solicitan calma, reflexión, una atención total cuando estás en su lectura. Otros te piden marcha, velocidad, atención más dispersa. En el caso de Don Delillo nos encontramos con lecturas sosegadas, tranquilas, reflexivas. Él mismo lo comenta en su estupenda novela “Body Art” (2001):

“Se llevó a la boca una cucharada de cereales y olvidó saborearlos. En el intervalo transcurrido desde que se llevó la comida a la boca hasta el desdichado instante en que lo tragó hubo un momento en que perdió el gusto.”

Si extrapolamos está metáfora a la literatura podríamos decir que, hoy en día, falta un poco saborear los libros, centrándose la mayoría de lectores en el hecho de “tragar novelas” sin más reflexión.

Delillo escribió “Los Nombres” tras su experiencia vivida en Grecia, por la contraportada (“asesinatos rituales de una secta obsesionada por el lenguaje”)  podríamos deducir que se trata del típico best-seller conspirativo, paranoico y cargado de acción e investigación. Pero, muy al contrario, es un simple pretexto, ya que el objetivo es estudiar el lenguaje (“Era el propio alfabeto. Les interesaban las letras, los símbolos escritos que formaban una secuencia fija“) y los límites de la cultura afectados por el uso del lenguaje.

Pasando por los diferentes ambientes que nos propone en diversas localizaciones (una isla del Egeo, el Peloponeso griego, un desierto en la india..), la persecución de la secta que origina estos asesinatos rituales desembocará en el estudio deconstructivo del lenguaje y sus implicaciones en la cultura y en la identidad de la persona; así, el escritor habla en el capítulo del desierto, ya llegando a la parte final del libro que “en el desierto todo cuenta. La palabra más simple contiene un enorme poder. Cada sonido corresponde únicamente a un signo. Ahí reside la genialidad del alfabeto. Simple, inevitable.” En una memorable y desconcertante coda, todo se desmonta, el lenguaje es fallido como expresión, como signo de identidad, es necesario reinventarlo (“Haz lo que tu lengua te diga que debes hacer. ¡Entierra el antiguo lenguaje y libera el nuevo“) para definirnos nosotros mismos.

Todo ello realizado con la calma de la que hablaba en el principio, deleitándonos con lugares paradisíacos y con el monólogo interior de los personajes, hay miedo a la muerte, y superioridad por tener ese conocimiento. Hay crítica de la sociedad que nos rodea, hay maestría para expresar todo esto.

Delillo es uno de los mejores escritores actuales, el postmodernismo en su plenitud, si estás dispuesto a dedicarle tiempo, ese tiempo que sus novelas requieren, parafraseando al escritor: a “no olvidar saborear sus novelas”,  es más que probable que no te decepcione, muy al contrario, será tan estimulante que, posiblemente, no quieras parar de leerlas.

Valoración del libro: