Nunca me cansaré de escuchar (y cantar) la Novena Sinfonía de Beethoven, llamada “Coral” habitualmente. Es una obra de una perfección inusitada, no solo técnicamente sino, por su capacidad de despertar la emoción en quien la escucha (y no digamos en quien la canta). No exagero si nos encontramos ante una de esas obras maestras que se han convertido por derecho propio en un monumento a la humanidad, a la universalidad. Sí, es una de las obras que más ha trascendido y será siempre un símbolo.
Dicho esto, este servidor, después de haber oído tantas versiones, considera la legendaria grabación de Wilhelm Furtwängler como el paradigma de cómo debe hacerse y siempre tomo como modelo esta perfección.
Tras la cancelación de la flauta mágica (por presupuesto… u otros asuntos), se propuso a Rattle hacer unas funciones de esta sinfonía con la maravillosa Filarmónica de Berlín. Esto era, sin lugar a dudas, un acontecimiento; estamos hablando de una de las mejores orquestas mundiales y uno de los mejores directores actuales. Lástima, a pesar de todo, no haberlo utilizado con otra obra que no se hiciera tan frecuentemente, no olvidemos que días antes López Cobos había hecho todas las sinfonías en el día de la música.
En este marco, aún así, la expectación era máxima por lo que suponían los intérpretes y no defraudaron para nada. Rattle hace una interpretación muy personal de la sinfonía. Juega con diferentes detalles, cambia tempos, intenta poner sutilezas de todo tipo para engrandecer aún más el resultado. Fabuloso como acompaña cada movimiento, prácticamente ayudando a cada instrumento a hacer un crescendo, un arpegio o un pizzicato. Estuvo preciso al límite, atento a todo lo que iba surgiendo y adaptándose a los posibles cambios. Qué estupenda dirección de uno de los más grandes actuales. Cuánta energía desprende por los cuatro costados.
Si para ello cuenta con una orquesta en la que cada instrumento es un virtuosista que, además, empasta perfectamente con sus compañeros, pues claro, el resultado es excelente; me quedo con el clímax del primer movimiento Allegro, primoroso y emocionante, todo el movimiento dirigido a ese final tenebroso y amargo; o el manejo de las cuerdas en el tercer movimiento adagio, cómo estuvieron los violines en esa joyita que es ese movimiento, que cerca de lo sublime; que excepcional cada uno de los solistas: el oboe y la flauta travesera por poner ejemplos a una ejecución maravillosa.
Sin embargo, el pero vino en el último movimiento, justo el coral; desde la entrada del bajo solista Ivaschenko, que vociferó, en una especie de declamación más que una línea de canto, su intervención inicial, todo se quedó un poco descafeinado: los solistas estuvieron adecuados pero sin alardes, muy bella la voz de Tilling pero insuficiente, no se oía en demasía; Kaiser lo mismo, por lo menos su parte solista estuvo más adecuada que la del bajo; la más empastada fue la contralto de Stutzman, con gran proyección y brillantez.
Creo que los tempos y la forma en que tiene pensado este último movimiento Rattle no es el más adecuado; algunos de ellos eran extremadamente lentos, por poner un ejemplo la fuga o el presto final. Y desgraciadamente no ayudaban a resaltar lo musical; a pesar de que el coro del Teatro Real se merece un aparte, estuvo excepcional; qué fácil es cantar la Novena gritando, lo hacen casi todos los coros; pero cantarla como lo hicieron ellos, bien, es bastante dificultoso. No olvidemos que son veinte minutos al más alto nivel de exigencia en tesitura y potencia y que el posible calentamiento que hubieras hecho está más que olvidado cuando llega el momento, se entra frío y no tienes tiempo para reanimarte. Tal es la intensidad de esta obra. Pues bien, aunque Rattle la dirigió tan lentamente que podría matar a cualquier coro, este no dio ninguna muestra de fatiga y estuvo, no exagero, excelente. De hecho quiero hacer un inciso a favor, especialmente, de la cuerda de tenores (no lo puedo evitar, lo soy también…); el comienzo de la fuga fue el ejemplo de cómo se debe cantar; el “la” sobreagudo fue brillante, pleno, estupendamente colocado, sobrecogedor; toda su actuación fue un prodigio, como la de todo el coro.
Conclusión: estupenda novena, sin llegar a la excelencia, pero, sinceramente, yo iría a ver a Rattle y su Berliner Philharmoniker siempre que aparecieran. Es un lujazo oírles.