La brevedad de la obra “Cazador de ratas” del ruso Alexander Grin no me va imposibilitar el dedicarle un texto. Estamos ante una de sus obras que van a pasar desapercibidas sin remedio, principalmente porque la editorial que ha apostado por él, Pasos perdidos, no es de las grandes y no tiene los medios de las que ya conocemos; para agravarlo más, el libro es de un ruso desconocido y es pequeñito. Es un hándicap en sí mismo.
Y es una pena porque estamos ante una de esas obras que dejan una más que grata impresión; en la fantástica sinopsis de la editorial se resume la primera parte:
“Una anciana que vende un gorrito amarillento para comer ese día, unmujik que pesca clandestinamente en el Moika o un tendero que la revolución ha convertido en responsable de los alojamientos de la ciudad, trazan un clima de miseria en el que el protagonista, después de salir del hospital, encuentra refugio en el edificio desierto del antiguo Banco Central. “
Anclada en la base realista, el autor se dedica a reflejar el San Petersburgo de 1920, una ciudad destruida tras la revolución, este realismo entra sin dificultades:
“Pocas veces había conocido a alguien tan natural. No creemos en la sencillez o no la vemos; o quizá sólo la advertimos, por desgracia, cuando estamos desesperados.”
Unir la sencillez, o el discernimiento de la misma, a nuestra desesperación es un síntoma de un realismo inherente y que nos da una seguridad. Sin embargo a partir de que el protagonista se refugie en el edificio del Banco Central se produce una progresiva desestabilización del conjunto , la realidad se difumina y lo onírico empieza a cobrar cada vez más importancia, es en ese momento cuando el autor hace gala de su mayor expresividad lírica:
“Hacía tiempo que venía meditando sobre los encuentros, las primeras miradas, el primer intercambio de palabras. Permanecen en la memoria, y dejan una profunda huella siempre que no sea haya sobrepasado la justa medida. Hay una pureza inmaculada en los instantes que nos marcan, esos que pueden expresarse íntegramente mediante versos, o sobre un lienzo. Son esos momentos de la vida los que constituyen el origen de la creación artística. A este acontecimiento auténtico, forjado en la serena simplicidad de un tono natural y preciso, es al que volvemos una y otra vez, con toda el alma.”
La reminiscencia de esos primeros momentos permanece para siempre en nuestra vida, nos marcan, no tienen mácula, nos recuerdan lo bello, lo sublime que hemos vivido, se vuelven sueños irreemplazables que nos ayudan a sobrevivir en un mundo que nos azota. La conjunción del realismo inicial con esos momentos cada vez más oníricos, hacen que nos cuestionemos la realidad de nuestras vidas: la difusa frontera de lo real y lo ficcional.
“Pero yo había oído, había hablado, y eso tenía que ser real. Los sentimientos que acababa de experimentar, ahora confusos, me abandonaban como un torbellino en el que aún me hallaba inmerso. Me senté, repentinamente exhausto como si hubiera subido una escalera interminable.”
Sin embargo quizá la solución no es elegir una u otra, sino aprender a convivir con ambas:
“Pero ya lo había comprendido. A veces, preferimos callarnos para que la impresión, amenazada por el aguijón de los razonamientos, encuentre un refugio seguro.”
Y hasta en la inseguridad de nuestra cruda realidad podemos encontrar una comodidad gracias a la ficción, a lo irreal. Ese mundo de los sueños nos da una estabilidad mágica. Como decía Chesterton, “la ficción es una necesidad”.
Los textos provienen de la traducción del ruso de Mercedes Noriega Bosch para esta edición de “Cazador de Ratas” de Alexander Grin en Pasos perdidos.