Lo bueno de empezar a leer ciertos autores desde el comienzo es empezar a encontrar trazas de lo que está por venir, tanto en estilo como en temas; ya lo he comentado a propósito de otros como Coetzee, McCarthy o Roth y ahora llegamos a Woolf, una de los grandes exponentes del modernismo.
La habitación de Jacob, escrita en 1922, es una de sus primeras novelas y, ya es un compendio embrionario de lo que estaba por venir. El texto es una especie de bildungsroman, un relato de formación, con la peculiaridad de ser una sombra el protagonista de dicha evolución; Jacob Flanders es presentado a través de los testimonios de aquellos que le conocieron (casi todos mujeres) y no puede ser más ambiguo en su resultado final:
“Nadie ve a los demás como son, y mucho menos una señora mayor sentada frente a un joven desconocido en un vagón de tren. Ven el conjunto… ven toda clase de cosas… se ven a sí mismos… La señora Norman leyó entonces tres páginas de una de las novelas de Frank Norris. ¿Debería decir al joven (a fin de cuentas era exactamente de la misma edad que su hijo): “si quieres fumar, no te preocupes por mí”? No: el muchacho parecía absolutamente indiferente a la presencia de la mujer… no deseaba interrumpirlo.
Pero puesto que, incluso a su edad, notaba su indiferencia, seguramente era, en uno otro sentido (al menos para ella), simpático, guapo, interesante, distinguido, bien proporcionado, como su hijo. Que cada uno sacara lo mejor de este informe. En cualquier caso, el joven era Jacob Flanders, de diecinueve años.”
Una narración fragmentada en la que no falta la terrible sapiencia de la autora capaz de presentar la ciudad de Cambridge a través de su arte, de su cultura, en una demostración de erudición continúa:
“Si alguna luz arde en las capas superiores del aire de Cambridge, tiene que ser una de estas tres habitaciones; aquí arde el griego; allí la ciencia; filosofía en la planta baja. El pobre viejo Huxtable no puede andar derecho; Sopwith, también, ha elogiado el cielo todas las noches durante estos veinte años; y Cowan sigue teniéndose que tragar la risa con las mismas historias. No es simple, ni pura, ni enteramente espléndida, la lámpara del aprendizaje, puesto que si uno los ve bajo esta luz (tanto si en la pared hay una reproducción de Rosetti como si es de Van Gogh tanto si en el cuenco hay lilas como pipas oxidadas), ¡no parecen sino clérigos! ¡Cuán similar es todo a un barrio residencial adonde uno va por las vistas y a comer un pastel especial! “Solo nosotros preparamos este pastel.” De vuelta de nuevo a Londres; se acabó el banquete.”
No falta el lirismo en un estilo inigualable en flujo continuo de pensamientos que se va hilando, todo lleva a un conjunto, a un final, a la final caracterización de la identidad de Jacob, la habitación en la que vivió se convierte en dicho destino:
“Mujeres envueltas en chales llevan bebés con párpados morados; muchachos aguardan en las esquinas; muchachas miran al otro lado de la calle… dibujos groseros, imágenes en un libro cuyas páginas volvemos una y otra vez como si al final hubiéramos de encontrar lo que estamos buscando. Cada cara, cada tienda, cada ventana de habitación, cada bar y plaza oscura es una imagen pasada febrilmente… ¿en busca de qué? Pasa lo mismo con los libros. ¿Qué buscamos entre millones de páginas? Sin embargo seguimos girando las páginas… ah, he aquí la habitación de Jacob.”
Estos hilos son tejidos de manera invisible, con maestría, algo que llevaría al extremo en sucesivas novelas, como es el caso de La señora Dalloway, especialmente en el caso de la transición de escenas; el siguiente texto lo desvela, una escena se entrelaza con la siguiente solamente por la confluencia física del personaje, Fanny Elmer, al pasar por debajo de la ventana de Jacob; esa simple presentación nos lleva a la siguiente escena sin más preámbulos:
“La casa estaba sin vida, oscura y silenciosa. Jacob estaba dentro, enfrascado en un problema de ajedrez (el tablero en un taburete entre sus rodillas). Con una mano se tocaba el pelo de la nuca. Lentamente la llevó hacia delante y levantó la reina blanca de su casilla; acto seguido la depositó de nuevo en el mismo lugar. Cargó la pipa; meditó; movió dos peones; desplazó el caballo blanco hacia delante; después rumió con un dedo apoyado en el alfil. En este momento, Fanny Elmer pasaba por debajo de su ventana.
Iba a posar para Nick Bramham, el pintor.
Se sentó en un chal español estampado de flores, con una novela amarilla en la mano.
-Un poco más baja, un poco más suelta, así… mejor, bien – musitaba Bramhan […]”
El que sean mujeres las verdaderas narradoras con sus diferentes puntos de vista nos lleva a su faceta más feminista, aplicada no solo al papel de la mujer en la sociedad, sino a la propia cultura; subraya el hecho de no haber recibido educación precisamente por ser mujer, una educación que le ayudaría a disfrutar de una obra (un tostón) como Tom Jones; hay que tener en cuenta que esto es muy embrionario con lo que estaba por venir en este sentido:
“A las diez de la mañana, en una habitación que compartía con una maestra de escuela, Fanny Elmer leía Tom Jones, aquel libro místico. Porque semejante tostón (pensaba Fanny) con personajes de nombres raros es lo que le gusta a Jacob. A la gente bien le gusta. Mujeres anticuadas a quienes no les preocupa como cruzar las piernas leen el Tom Jones, un libro místico; porque hay algo, pensó Fanny, en los libros que, si tuviera yo educación, podría haber disfrutado, mucho más que los pendientes y las flores, suspiró, pensado en los pasillos de la Slade y en el baile de disfraces de la semana próxima. No tenía nada que ponerse.”
La imagen final de Jacob, en su habitación, es desoladora, le conocemos menos de lo que habíamos atisbado al empezar:
“Lo dejó todo tal como estaba”, pensó maravillado Bonamy. “No ordenó nada. Todas sus cartas esparcidas por ahí para que todo el mundo pueda leerlas. ¿Qué esperaba? ¿Creía que volvería?”, pensó, en medio de la habitación de Jacob.”
Esta indefinición es el sentir de una autora que jugaba con la ambigüedad más que con el juego de dicotomías, no había lucha entre contrarios sino integración de todo en una barrera difusa, como la personalidad de Jacob, tan aparentemente contradictoria como la de Woolf.
Los textos provienen de la traducción de Carles Llorach Freixes de La habitación de Jacob de Virginia Woolf para Piel de Zapa.