El público de Mauricio Sotelo. El subconsciente lorquiano

Publicada originalmente en Ópera World en este enlace.

Llegan los últimos flecos que nos recuerdan a Mortier; El público fue un encargo suyo a Mauricio Sotelo sobre el texto de la inusual obra de Lorca y con libreto de Andrés Ibáñez. No en vano consideraba el belga que esta obra inacabada encontraría su perfecta proyección a través de la música; ciertamente no se equivocaba, y Sotelo lo ha plasmado en esta fusión de música clásica, electrotecnia y flamenco que ahonda en lo subconsciente que habitaba en Lorca, un verdadero paisaje onírico de altos vuelos.

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Utiliza solamente 34 instrumentos musicales y 35 altavoces que lo amplifican a todo el teatro, jugando con los efectos de sonido de todo tipo: surrounds, desvanecimientos, mezclas, balances… y los alterna con momentos de cante flamenco  por soleás o seguiriyas. El complejo resultado es apabullante en ocasiones, íntimo en otras;  pero la música es exuberante y el contraste de lo flamenco, gracias a la labor impagable de los cantaores Arcángel y Jesús Méndez, del guitarrista Juan Manuel Cañizares y el percusionista Agustín Diassera, con lo musical contemporáneo, es innegablemente subyugador. La influencia wagneriana está presente pero es un elemento más, sin preponderar sobre fragmentos cantados, recitados o ariosos que ensamblaban como un perfecto puzle. Cumple a la perfección el efecto evocador que la escena de Robert Castro nos muestra al mismo tiempo.

El fantástico texto de Andrés Ibáñez se ve refrendado por el onirismo puesto en escena por Castro, donde lo popular se mezcla con lo culto y nos muestra la mente (surrealista o no) de un Lorca que lucha en su interior por lo que el exterior no lo permite; su homosexualidad oculta, la incomprensión ante su obra, la percepción del arte, y… cómo no, la recepción del público, verdadero protagonista e intérprete de la escena. Imágenes sugerentes, disfraces, travestidos, un escenario invertido que subvierte lo establecido. La revolución de la cuarta escena supone el culmen, una sugerente escena llena de espejos que recuerdan a la Dama de Shangai, perdemos la perspectiva, que se amplía hasta el infinito y se refleja al público que se vuelve partícipe y verdadero integrador de la acción, uno más de la escena que se está representando, un remedo  subvertido de Romeo y Julieta. La obra de arte sin el público no se puede considerar como tal.

Qué mejor que Roberto Heras-Casado para ejecutar la partitura de Sotelo, el flamante director invitado titular del teatro interpretó, como suele ser habitual, la música con concisión meridiana. Su claro gesto ayuda a que no haya dudas de ningún tipo en un tipo de representación que le obliga a dirigir a los lados e incluso detrás de él sin perder el sentido de lo que se está realizando. Se notaba que estaba estudiado al milímetro y la orquesta respondió a la perfección asegurando, especialmente los metales, la correctísima ejecución. Manejó con gran sabiduría las dinámicas contrastando los momentos de flamenco con los de mayor densidad orquestal y sirvió todo ello para disfrutar de todos los colores que se nos ofrecían. Sobresaliente la labor de José Manuel Cañizares a la guitarra solista y de Agustín Diassera a la percusión, virtuosismo al servicio del drama, intimismo y pasión al mismo tiempo. Herás-Casado sabe perfectamente que una gran ejecución no es nada sin pasión y lo lleva a cabo en cada interpretación que realiza con su característica versatilidad.

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Es difícil hablar de la labor de tantos cantantes, muy adecuados para este estreno; bellas páginas las evocadas por el omnipresente José Antonio López con una voz contundente pero no exenta de templanza y que aguantó el papel sin cansancios; o las dificilísimas intervenciones de Isabella Gaudí como Julieta en un papel extremo que solventó con no poca solvencia; ya he hablado del trabajo excelente de los cantaores Arcángel y Jesús Méndez o del bailaor Rubén Olmo; o la hermosísima aria del Pastor Bobo por parte de Antonio Lozano; tampoco se quedó lejos el coro del teatro Real, impecable en su afinación en sus momentos estelares de la segunda parte, mucho más equilibrada que su primera parte antes del descanso.

Digno trabajo que el público, como no podía ser de otra manera, aplaudió sin reserva. La primera parte, más densa, originó algunas espantadas, no demasiadas, todo hay que decirlo. Los que quedamos para el final ovacionamos a los intérpretes, con un Mauricio Sotelo ciertamente emocionado que rendía homenaje a Mortier en el programa de mano por haberle dado la oportunidad. Lorca estaría orgulloso de esta interpretación.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

“Roméo et Juliette” de Charles Gounod en el Teatro Real. Gato por liebre

Publicado inicialmente en Ópera World en este enlace.

“Por motivos debidamente justificados, la soprano Irina Lungu interpretará el papel de Juliette en sustitución de Sonya Yoncheva en la representación de hoy.”

Rom-Julieta-0037Esta pequeña hoja confirmaba los peores augurios. Al día siguiente, se aclaró desde el teatro que esos “motivos debidamente justificados” eran médicos, sumados a los “motivos familiares” de Alagna, dejaron la función en las manos de Lungu y Castronovo. Lo mismo, claro. Lo extraño es que el teatro ocultara que esos “motivos familiares” no surgieron de un día para otro; parece evidente que Alagna no tenía pensado hacer esa función y el Teatro Real ocultó dicha información de una manera poco transparente para sus clientes, los que pagan las funciones. La función se convirtió en una broma de mal gusto para aquellos que pagaron oro (porque las entradas de el Real son caras, busquen cuánto cuesta ver a Kauffmann en Munich por poner un ejemplo) por ver a dos divos que se transformaron, por arte de birlibirloque, en los pobres Lungu y Castronovo. Y esto, digan lo que digan, es engañar al público, que compra dichas entradas con unas expectativas y se encuentra con algo muy distinto. Ya se dice por ahí que Alagna (si las condiciones higrométricas no lo  impiden) ha matizado sus declaraciones  y podría venir a hacer Luisa Miller el año que viene… Lo que está claro es que habrá que ir al estreno, es lo único “un poco seguro”. El resultado es que el teatro estaba a media entrada tras la ya sabida baja de Alagna y los pocos que fueron se quedarían con una sensación agridulce.

Menos mal que quien dirigía era Michel Plasson, el solo pudo mantener el buen tono de la función y el público se lo agradeció generosamente.  Su batuta estuvo muy medida en todo momento, concisa en la intimidad, intensa y pasional en los momentos de mayor densidad orquestal. Me atrevo a decir que hacía tiempo que no oía las cuerdas con una riqueza como la de este día. Desgranó la fantástica partitura de Gounod demostrando que todavía podemos pensar en los grandes directores de orquesta más allá de escenógrafos. Una labor maravillosa y emocionante que, en mi opinión, no estuvo tan bien acompañada como se merecía.

lunguCastronovo es un tenor de escasos medios, con unas dificultades en los agudos más que notorias, abusando del vibrato y con la amenaza de romperse en cualquier momento. Todavía en las voces medias, con mucha potencia, su voz sacó algún pasaje bello, incluso en su aria de referencia. El problema aún mayor fue su manejo de los “pianos”, teniendo que recurrir a un “falsete” estrangulado  bastante feo en ejecución y timbrado,; en la parte final incluso se le fue, sorprendentemente… por si alguien no tenía claro que no estaba Alagna, esto fue tan evidente que provocaba un poco de vergüenza. Irina Lungu tampoco es que estuviera muy familiarizada con el papel (tuvo que salir, como Castronovo, con la partitura en la mano, fueron los únicos) pero los medios de la rusa son bastante mejores que los del tenor. Sin tener demasiada extensión vocal  y a pesar de la oscuridad de su color (que lo acercan a una soprano más spinto que lírica) lidió su papel con soltura, pese a algunas agilidades que no corrieron como deberían. El agudo tiene volumen (se comió irremisiblemente lo que intentaba su pareja) y su voz es muy juvenil en las medias voces dibujando una Juliette inocente en algunos momentos, más dramática y temperamental en otros. No fue errónea su intención y es de agradecer su entrega. Viene a hacer La traviata el año que viene y quizá se me antoja limitada en tesitura para el primer acto pero habrá que darle el beneficio de la duda. El resto de comprimarios estuvo bastante bien en general, destacando el Stéphano de Marianne Crebassa, qué bella canción de la tórtola realizó, pizpireta y consistente vocalmente, o el Tybalt de Atxalandabaso  y el grandísimo Hermano Laurent de Tagliavini. Todos rayando a un nivel bastante alto con un punto negro difícilmente explicable, Laurent Alvaro hizo una actuación bochornosa como Capulet, peor no se puede cantar. Por último muy destacable la labor del coro, muchos pasajes de gran dificultad y con una cada vez mejor dicción francesa que para todos los que nos dedicamos a esto comprendemos su dificultad. Un hito más en su gran evolución.

En fin, menos mal que nos quedaba Plasson

“Death in Venice” de Benjamin Britten en el Teatro Real. Simbiosis perfecta

Publicado inicialmente en Ópera World en este enlace.

El quejarse de los montajes escénicos es una mala costumbre adquirida, dado que habitualmente la música y el texto difieren entre sí o no tienen nada que ver entre sí.

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Afortunadamente, tenemos logros como el de Willy Decker y Wolfgang Gussmann; un montaje atemporal que no pierde su vigencia en ningún momento, sobre todo porque funciona a modo de simbiosis perfecta de música y letra, y todo ello sin tener que recurrir a montajes anacrónicos (como habría sido una típica decoración con Venecia de fondo). Funciona porque han entendido a la perfección el sentido de la obra de Britten, su testamento musical y, sobre todo vital y la escena no solo es acorde sino que refuerza lo que estamos escuchando: la subyugante música de un compositor inigualable. “Death in Venice” transcurre prácticamente como un monólogo interior en el que el protagonista, Gustav von Aschenbach, el propio Britten ni más ni menos; transcurre como un Künstlerroman literario,cuyo núcleo es la figura del artista y en la que se narra la evolución y el destino de este. El escritor descubrirá la belleza a través de los sentidos, una belleza física;  se trata como dice Willy Decker: no de una “meditación, aparece la vivencia directa y sensual, la voluntad vital de la belleza.” En su epifanía descubrirá que este anhelo por la belleza estaba siempre presente en él, pero necesita despojarse de todo lo que era para vivir esa devoción total por esa belleza personificada real y oníricamente por Tadzio, el joven polaco, uno de los personajes mudos que tan significativamente intercala Britten en la ópera. El montaje realza esta situación, el flujo de conciencia se desarrolla mediante escenas minimalistas que transcurren a la perfección, las transiciones son sutiles; se alternan coros y ballet y las entradas de una sombra que simboliza su destino final; cada escena está tan bien planeada reforzando no sólo el texto sino la fabulosa música del británico, tan rica en texturas,  desplazándose de números minimalistas hasta otros de gran densidad orquestal: en conclusión, la vivencia de una simbiosis perfecta.

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Alejo Pérez vuelve a demostrar una vez más que en sus lecturas de los autores del siglo XX y contemporáneas está mucho más cómodo que en lecturas más clásicas. Preciso en la interpretación e intentando sacar las infinitas posibilidades que le ofrece Britten aunque se queda un poco a medio camino, con buenos momentos puntuales sobre todo en la recta final, quizá su lectura adolece de algo más pasional aunque esté bien interpretada; la orquesta respondió en general bien a pesar de algún momento puntual dubitativo, especialmente reseñable es el trabajo de la percusión, que no denotó dichas dudas. En conclusión, más de “La conquista de México” que de su “Don Giovanni” lo cual agradecemos enormemente.

Es inevitable, al hablar de las óperas de Britten, pensar en Peter Pears, su actor fetiche y al que estaba unido sentimentalmente, para el que escribió particularmente estos papeles; John Daszak conformó un Gustav von Aschenbach muy cercano en la vocalidad e incluso el timbre al del británico: una voz de poca extensión pero que encarnaba a la perfección ese canto declamado que le hace característico al tenor “britteniano”; teniendo en cuenta que prácticamente no abandona la escena en ningún momento, Daszak dibujo a la perfección su papel en cuanto a la intencionalidad y evolución psicológica, mostrando trazas de gran belleza por cuanto se acercaba pasionalmente a ese momento de descubrimiento de la belleza que mencioné con anterioridad. Una interpretación muy inteligente, con buena línea de canto además de no olvidar los momentos más sensoriales. Contrariamente a esto, Leigh Melrose abusó, a veces sin medida, de lo histriónico que le ofrecía su múltiple cometido en todos los papeles que iban sucediéndose. Tampoco es que su voz ofreciese algo mejor, estentórea, destemplada, demasiado abierta, rozando en ciertos momentos la  desafinación sobre todo en notas bajas.

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La voz de Apolo del contratenor Anthony Roth Constanzo cumplió en tesitura aunque no ofreciese nada especial, correcta sin alardes. Lo mismo podemos decir de Duncan Rock en su doble cometido, aunque su voz es más adecuada para el papel; fantástica la expresividad en todo momento de Tomasz  Borczyk en el papel del mudo Tadzio, su interpretación artística (en su papel y como ballet) fue excelente y acompañó en todo momento al protagonista con muchos matices y una espléndida sensibilidad;  muy bien todos los comprimarios que aparecían en interpretación conjunta, entre ellos destacando varios cantantes españoles como Itxaro Mentxaka, Nuria García Arrés , Ruth Iniesta, Antonio Lozano y Damián del Castillo; el contraste con Melrose fue evidente ya que actuaron sin tantos excesos pero sin dejar de caracterizar adecuadamente sus papeles, especialmente las intérpretes femeninas estuvieron bastante bien en sus intervenciones. El coro, en su línea, muy bien en lo vocal, especialmente los hombres,  aunque momentos puntuales quedaron emborronados por la dicción inglesa que se podría trabajar un poco más en aras de la claridad.

Noche fabulosa, de esas donde la buena música se une indefectiblemente a lo que estás viendo; una noche, en definitiva, para disfrutar de un gran espectáculo.

Las fotos pertenecen a Javier del Real