La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza. Contemporaneidad vintage

Publicado inicialmente en Ópera World en este artículo.

En efecto, contemporaneidad vintage es el título que he escogido para esta crítica, principalmente porque fue una de las características que más me llamó la atención del estreno de la nueva obra de Elena Mendoza, La ciudad de las mentiras; los protagonistas de la ciudad imaginaria creada por Onetti, Santa María, parecen sacados de un tiempo antiguo, y sin embargo se produce la inevitable dicotomía con la música de la española, claramente contemporánea. Su mayor potencial radica precisamente en este contraste, en un juego que muestra la mujer como parte de una época pasada (a través de las cuatro protagonistas) y su actualización a través del teatro/música.

Entiendo que el Teatro Real tenga que publicitar este estreno y categorizarlo como una nueva ópera contemporánea pero me temo, que la etiqueta puede llevar a engaño a un espectador potencial que se va a encontrar con algo muy distinto; parece que la base de todo el espectáculo es, más bien, la acción teatral, a la que se añade música, de una manera u otra. Los “cantantes” (o más bien, los que actúan) cantan tres o cuatro frases como mucho a lo largo de la hora y media de duración, en la que se produce más bien una especie de recitado teatral mezclado con un poco de música y, sobre todo, un uso ingenioso de los instrumentos, en especial de la percusión.

Argumentalmente la obra es consistente, la historia de las cuatro mujeres que se va entrelazando hasta el polifónico final que aglutina todas las escenas, un poco como la obra en la que se inspira; teatralmente funciona muy bien en este sentido (buen trabajo de Matthias Rebstock y Bettina Meyer), el escenario, aunque no cambia, gracias a la iluminación, va presentándonos cada una de las escenas aunque es cierto que, en ocasiones, varias escenas se alternan provocando una cierta confusión sobre cuál seguir. Mendoza plantea que casi todos los que actúan sean músicos, de ahí que tengamos un percusionista que es barman, o un terceto de metales, o un pianista… incluso que una de las protagonistas sea acordeonista, aunque prácticamente solo lo use como instrumento de percusión. Uno de los hallazgos más divertidos es, precisamente, la subversión musical de algunos de estos instrumentos o la utilización de objetos como instrumentos, impagable el momento percusión con las fichas de la partida de dominó o la escena en la que el barman usa la vajilla como variantes de percusión.

La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza. Foto: Javier del Real

La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza. Foto: Javier del Real

Desgraciadamente, en lo musical, quitado lo citado anteriormente, me pareció pobre expresivamente (a la hora de caracterizar algunos momentos, como la repetición dela misma melodía de violín para diferentes acciones) llegando en algunos momentos a resultar ciertamente aburrida, previsible en su contemporaneidad, hecho que me pareció a todas luces inconcebible, es lo mínimo que pido a una obra actual: que sea expresiva, teatral y, sobre todo, que me sorprenda. No por Titus Engel, todo un especialista en estas lides, que sacó oro de lo que tenía.

No puedo destacar demasiado a ninguno de los protagonistas que se centraron en su actuación de una manera más o menos plausible, destacaron especialmente, a mi parecer, las cuatro protagonistas (Katia Guedes, Anne Landa, Anna Spina y Laia Falcón) por su caracterización única de cada una de ellas; muy interesante y variado el papel Tobías Dutschke como camarero/percusionista… y reseñar uno de los pocos que cantó, el tenor Michael Pflumm, que supo afrontar lo poco tonal del empeño con valentía.

El público fue más pródigo en abucheos que aplausos, las “espantadas” en medio de la representación fueron más pródigas de lo habitual, incluso en patio de butacas. No creo que ayudara tampoco que hace nada hubiera podido disfrutar del excepcional montaje de Billy Budd; es evidente que, en el contraste, perdió aún más enteros ante una obra “contemporánea” como es la de Britten pero de una índole totalmente distinta, sobre todo en lo musical. Aquello era ópera… lo de ayer fue otra cosa.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

“Brokeback Mountain”: mucho ruido y pocas nueces

El segundo de los estrenos mundiales de Mortier (y el último) guarda muchas similitudes con el anterior que pudimos escuchar el año pasado, el “The perfect American”de Philip Glass; los dos son autores norteamericanos, uno de más renombre internacional, ya que Charles Wuorinen es más conocido en EE. UU. que en la escena europea; los dos tratan temas que, a priori traen polémica: si en el segundo se trataba de desmitificar la figura de Disney, en el primero el amor homosexual de los vaqueros, que llevó al cine magníficamente Ang Lee con el tristemente fallecido Heath Ledger y Jake Glyllenhal como pareja protagonista; los dos se nos han vendido como posible estupendas partituras que, finalmente, resultan en mediocres propuestas; y vuelvo a la palabra polémica, ya que, cada estreno del señor que conocemos (también en repertorio clásico) utiliza hasta la saciedad cualquier elemento que lleve a ese posible rechazo por una parte del público y lo publicita descaradamente.

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Solo teníamos que ver la rueda de prensa donde se llegó a comparar, bastante desafortunadamente,  la música y el sentido de la obra con el “Tristan und Isolde” del grandísimo Wagner. Más allá de la imposibilidad de encontrar el amor en vida y la frustración al no encontrarlo, que cada una de las obras trata a su manera, la música de Wuorinen está ciertamente a años luz del alemán, tanto en genio como en emoción. Esta sistemática explotación de lo potencialmente escandaloso, ha causadoen esta ocasión, una nueva avalancha crítica mundial que esperaba que el público del Teatro Real, tan conservador, liara un escándalo en directo; la sorpresa para Mortier y su séquito es que no ha sido así, los que no querían a priori verla por el tema tratado no han ido, el día que fui yo había muchos huecos (solo comparables a los que vi en la de Rihm este mismo año); los que no disfrutaban con ella se fueron en mitad de la representación, independientemente de que fuera continua; y los que se quedaron, educadamente,  apreciaron y respetaron lo que estaban viendo.

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¿Podemos hablar de éxito entonces como ha aparecido en varios medios? Sinceramente, es un éxito de prensa, que nos ha servido la música de Wuorinen a bombo y platillo y en bandeja de plata; se ha conseguido el éxito a nivel mundial pero los abonados están esperando el cambio de temporada como agua de mayo. Yendo ya a la música de la obra, lo único común con la de Wagner era en el uso de leitmotifs, tanto para los vaqueros como para la montaña (Brokeback Mountain) , un juego de notas graves tremendamente sobrecogedor que actúa como hilo conductor de la evolución de los dos personajes según avanzan los años:  la elocuencia del tenor Jack ante lo implícito del discurso musical del bajo Ennis, prácticamente un recitado hasta que llega a su parte final; hay ciertos guiños entre el dodecafonismo a la tradición operística, como algunos números de dúos o incluso un número de coro; pero el conjunto resulta más o menos árido para el común espectador y los pocos momentos líricos no consiguen que se produzca la empatía necesaria en un conjunto que adolece de fuerza y que deja bastante frío en general musicalmente.

En cuanto a la escena ideada por Ivo von Hoave, es muy acorde con la historia que se está contando y resalta los buenos textos de Annie Proulx sobre su propia obra; desde el minimalismo inicial y final donde solo vemos un vídeo con la proyección de una montaña (Brokeback Mountain) y que reflejan la soledad de los dos vaqueros y de su amor, hasta los momentos entre medias, donde hay mobiliario y asistimos a una típica historia de amores y desamores con la presencia del resto de personajes. No es que sobresalga especialmente todo lo utilizado pero no molesta y está totalmente en consonancia con lo contado.

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En este panorama resulta vivificante encontrarse la batuta de Titus Engel que saca posiblemente todo lo que se podría sacar a la partitura, desde los bellísimos graves para describir el motivo de la montaña al comienzo, somos conscientes de lo impecable de su idea; la precisión de sus gestos ayuda a resaltar los contrastes musicales y matizar al máximo el discurso musical; deja que la música fluya en su medida y que los verdaderos protagonistas, Ennis y Jack nos describan lo irresoluble de su amor.
Con esto llegamos al papel de Daniel Okulitch como Ennis del Mar y Tom Randel como Jack;  espléndida la labor de los dos a nivel artístico y musical; la voz de tenor de Randel transmite a la perfección la jovialidad de Jack Twist, alternando entre recitados y buenos momentos líricos su voz se adapta sin problemas a la extensión de la partitura y resulta fresca en este contexto; el contraste viene con su compañero el barítono-bajo Ennis del Mar que resulta introspectivo en su actuación y que va evolucionando según lo hace su amor hasta ese final donde se convierte en el verdadero sostén, con un monólogo cargado de emoción que le convierte en el verdadero triunfador; su voz tiene algún problema para las notas graves pero sube con entereza y proyecta muy bien los agudos, que resultan bastante bellos. Muy interesantes las voces de Heather Buck en el papel de la atormentada Alma, y de Hannah Esther Minutillo en el de la mujer de Jack; sus voces son ciertamente lo necesario para estos papeles de corto recorrido y endiablados saltos tonales;  Ethan Herschenfeld en el papel de Aguirre no tuvo prácticamente dificultades para representar su parte;  buena voz la de Ryan McPherson para hacer el padre de Jack, una voz que no reflejaba para nada la flojedad aparente; buenos, aunque cortos, los de Henschel en el papel de la madre de Jack; del resto poco que destacar en sus apariciones breves, no desentonaron, pero nada más se puede sacar de sus papeles. El coro, en su único número, lo solventó sin artificios.

Representación plausible la de este estreno de Charles Wuorinen; con más sombras que luces pero que, sin embargo, no causa rechazo sino, más bien, frialdad colectiva.

Publicado inicialmente en la web de Ópera world (aquí)