El emperador de la Atlántida en el Teatro Real: retazos de un alma desesperada

Publicado inicialmente en Ópera World en este post.

El emperador de la Atlántida en el Teatro Real

Siempre es un placer poder disfrutar la obra de Viktor Ullman por dos razones principales igualmente atrayentes: lo primero, indudablemente, son las circunstancias en las que se produjo su composición, en el campo de concentración de Terezín, es imposible separar estos acontecimientos del resultado final, ya que la ópera refleja a la perfección lo que el compositor estaba viviendo y se convierten en un verdadero epitafio que tiene grabada en su música el alma del compositor. En segundo lugar, la perfecta conjunción entre música, letra y circunstancias hacen de esta corta composición una pequeña obra maestra.

Para esta recuperación, se ha optado por repescar otras obras del compositor e integrarlas de alguna manera según una unidad temática. De ahí ese El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke que inicia el espectáculo y que narra Blanca Portillo, el Adagio in memoriam Ana Frank e incluso una Pequeña obertura para ‘El emperador de la Atlántida’. Esto no es forzosamente malo, es bueno aprovechar el momento para recuperar otras obras del compositor. Lo que no cuadra, a priori, es que el nombre de Pedro Halffter aparezca tantas veces debido a que ha realizado orquestaciones sobre lo que compuso Ullman, como si fuera prácticamente el compositor.

El resultado final es una mezcla bastante curiosa, los tres primeros fragmentos que mencionaba funcionan como un triple prólogo (que se suman al prólogo de la propia ópera) y que se conjuntan bien al tratarse de la música del mismo compositor, aunque no pierden su identidad individual. Si bien es cierto que el espectador se siente extraño ya que está presenciando un espectáculo teatral amenizado con música. Tal es el caso de la primera parte, fragmentos musicales con los textos recitados de Blanca Portillo y una mínima acción teatral aderezada con continuos vídeos grabados para dar el efecto. Luego llega la ópera y, desde luego, no se puede negar el buen trabajo de orquestación, pero no es exactamente lo que uno espera tras haberla escuchado anteriormente. El minimalismo que tan bien cuadra con la concepción musical inicial, una orquesta más reducida, aquí se ve magnificado por una orquesta llevada a seis contrabajos nada menos! Los cantantes tienen que hacer grandes esfuerzos para que se les oiga. El propio Halffter sugirió en alguno de los ensayos que tenían que cantar más fuerte, como si se tratara de una ópera wagneriana. Esta actitud es comprensible si tiene uno en cuenta los decibelios que salían en algunos momentos del foso. No digo que el resultado no fuera atractivo, mis problemas van más en el sentido de si de verdad esto es necesario para descubrir a Ullman, más bien descubrimos a Halffter y, de fondo, el trabajo del compositor. Tendría más sentido haber mantenido la versión original. La dirección de Halffter fue muy amplia en gesticulación, abarca toda la orquesta, da una impresión (quizá errónea) de ostentación, la orquesta funcionó bastante bien ante su más que reconocido conocimiento de la partitura.

El emperador de la Atlántida en el Teatro Real

La presentación escénica de Tambascio resultó bastante interesante para pintar la vida del dictador al que la Muerte le boicotea su plan, el escenario era sencillo, funcional, mostraba una segunda escena (la del emperador y el altoparlante) que subía en algún momento preciso sirviendo para mostrar dos escenas de manera paralela. La combinación de los dos escenarios junto con el juego de luces sobraban para mostrar el fracaso del dictador ante la muerte, lo que probablemente soñó Ullman, aquello que deseó con todas sus ganas ante una situación desesperada: al fin y al cabo, esta ópera recogían los retazos de un alma desesperada.

En cuanto a los cantantes, cumplieron sin aspavientos, la mayoría son papeles cortos que no dejan una gran huella; destacaron ligeramente Marco-Buhrmester como emperador y Martin Winkler como altoparlante; convincente Torben Jürgens como la Muerte, insuficientes Padullés y Casals, difíciles de escuchar en algunos momentos; demasiado tirantes los agudos de Iniesta y, sobre todo, de Ana Ibarra.

Aceptación del público de una función ciertamente diferente donde el director musical se llevó las mayores ovaciones.

Goyescas/Gianni Schicchi y Plácido Domingo: la pasión inagotable de una leyenda

Publicado originalmente en este post en Opera World.

Se supone que yo tendría que empezar hablar del atípico programa doble que se nos ofreció ayer en el Teatro Real; sin embargo, todo queda ensombrecido cuando el verdadero protagonista de la noche, por méritos propios, fue de nuevo Plácido Domingo en el interludio de dichas obras. Plácido Domingo, la pasión inagotable de una leyenda.

Hubo un tiempo en que creía que nuestro Plácido sería inmortal, su voz, sobrehumana, tiene una resistencia inigualable que le ha ayudado, a lo largo de dilatada historia, a cantar todo tipo de papeles, incluso aquellos que, a priori, no se adaptaban a sus características innatas. Si unimos esa voz a su capacidad de actuar, de meterse en cada papel que interpreta como si no hubiera un mañana; esa mezcla explosiva nos ha dado muchas interpretaciones inolvidables que le han convertido en una leyenda de la lírica, tanto a nivel nacional como, desde luego, internacional. Su gran generosidad le llevó a programar este pequeño concierto extraordinario debido a su renuncia a interpretar Gianni Schicchi por la reciente pérdida. Qué menos que hacer esto por su público, por la gente que tanto le quiere. Durante sus tres intervenciones programadas: Chénier y Verdi con el plato fuerte final del dúo de Germont de La Traviata se le vio luchando, perdiendo a veces el resuello para volver a darlo todo, falible, pero, precisamente en ese crepúsculo es cuando se nos hace consciente su entrega, el gran artista que es, la pasión con mayúsculas que destila en cada nota que sale por su garganta. Eso es sencillamente indescriptible, escucharle fue un gozo cargado de emoción, una sensación de estar viviendo la magia de hacer música, de la lírica en su máximo esplendor. Imposible resistirse ante tanto como te da nuestro querido Plácido, un servidor no pudo evitar que le cayeran las lágrimas de verdadera felicidad, de sentir que estás viviendo un momento único, imborrable. De esos que se quedan grabadoos para siempre. El público se rindió sin reparos ante su magnífica actuación e incluso nos deleitó con un bis, pleno de generosidad como siempre, con “Por el amor de una mujer que adoro” de Luisa Fernanda. Era el descanso, podría haberme ido perfectamente, todo estaba cumplido, difícilmente lo de antes y lo de después podría ser mejor.

Estrambótico y esperpéntico son los dos adjetivos aliterados que se me ocurren para calificar el programa de ayer. Una mezcla de Goyescas con Gianni Schicchi con la primera, además, en versión de concierto, constituye tal despropósito que no acaba uno de entender quién programa algo así y se queda tan ancho. Goyescas se acercó más a un “bolo” (los he visto bastante mejores) en su sentido más peyorativo, la versión de concierto perjudica especialmente esta obra, todo queda desdibujado desde un principio. María Bayo estuvo especialmente desafortunada, no entiendo lo que le ha pasado a su voz, bajos prácticamente inexistentes, inaudibles, notas agudas mal colocadas y que desentonaban, solo cuando se movía por las mezza voce se sentía un poco más cómoda dentro de una absoluta incomodidad; Andeka Gorrotxategi brilló por su inexistente química con Bayo, su voz, escasa, con agudos forzados y encima un timbre no demasiado agradable. Razonables estuvieron Ana Ibarra y César San Martin en sus papeles, que no es poco viendo las circunstancias. Tampoco hizo demasiado Guillermo García Calvo desde el foso para solucionarlo, le faltó dotar de equilibrio a la orquesta, sobre todo viendo los problemas (audibles) de los solistas, se les oía menos aún; tampoco acertó en el manejo de algunos tiempos, aunque regaló alguna página bella sobre todo al final donde sí consiguió el empaste con la destemplada intérprete. Hasta al coro, normalmente impoluto en su canto, le podría poner el “pero” de la dicción, no deja de ser curioso que entendamos peor el libretto en español que en otros idiomas, menos mal que pusieron los subtítulos.

Comparado con lo anterior, cualquier cosa que viniera con Gianni Schicchi sería mejor; en efecto, ocurrió de esta manera; el montaje escénico de Woody Allen lo podría haber montado cualquier otro, he visto producciones con menos bombo y que funcionan de la misma manera; de hecho teníamos la típica escena en una habitación con más o menos decorado; lo más novedoso fue el comienzo, con una pantalla de cine, llevándolo a su terreno y currándose un poco los nombres de los protagonistas; aun así, me parece más anecdótico que otra cosa. Carella estuvo bien, sin demasiados alardes pero subrayando los momentos cómicos y entendiendo adecuadamente la música de Puccini, la orquesta venía de los momentos con Plácido y sonó mejor, sin los desajustes iniciales. No voy a hablar de todos los intérpretes que tienen papeles pequeños en esta pequeña obra de múltiples cantantes, pero sí comentaré lo más destacable (tanto en lo bueno como en lo malo); Lucio Gallo como Schicchi sobresalió más por sus capacidades actorales que por su voz, más bien ruda, poco atractiva, demasiado tosca; estupenda Maite Alberola toda la noche tanto en su gran momento con Plácido componiendo una plausible Violetta como en su aria triunfal “O mio babbino caro” (de hecho, arrancó los aplausos del público), su voz de lírica llega con solvencia al agudo y es muy bella en dicho registro y el registro medio suena juvenil y adecuado para este papel; sin embargo el Rinuccio de Albert Casals es queda en un gran insuficiente, escasísima voz la del tenor para pintar esta pequeña joyita, sus agudos están estrangulados, sin proyección prácticamente, no tiene cuerpo para los medios, el papel le viene muy grande; destacable Praticó que además interpretó el “Sia gualunque delle figlie” de la Cenerentola en el concierto con mucha gracia, un verdadero barítono cantante, muy bufo; bastante bien Luis Cansino en su aria de Falstaff y como Marco, todo un actor, no exento de voz; interesantes los papeles femeninos de Zilio, Bayón y María José Suárez así como la cortita (pero grata) intervención de Francisco Crespo. Un resultado razonable que, por lo menos, divirtió al público.

Un público que pasó de la frialdad inicial al mayor calor, al calor pasional del grandísimo, de nuestro grandísimo Plácido Domingo, el gran triunfador de una noche para el recuerdo.

Las fotos son de Javier Del Real