Hubo un tiempo en que los cantantes eran los divos; más tarde fue el momento de los directores como verdaderas estrellas del mundo musical en general y operístico en particular; ahora, en los tiempos que corren, es evidente que el poderío de los directores de escena es prácticamente dictatorial; el caso que nos ocupa es un ejemplo fidedigno de la situación, el montaje escénico del director de cine Michael Haneke; director mediático, carismático, ganador de un galardón a mejor película extranjera por “Amour”.
Esto no es forzosamente malo, muy al contrario, no se puede negar que su presencia es un acicate para que mucha gente se acerque al Real y disfrute de una ópera de Mozart con la ocasión. Afortunadamente, esta ópera se cuenta entre lo más granado del genial compositor austriaco; una de las tres que gozó del libreto de Lorenzo da Ponte, junto con “Don Giovanni” y “Le nozze di Figaro”, verdaderas obras maestras del género, todo ello sin exagerar. Es muy posible que quien descubra la ópera con esta obra, vuelva a ir a ver otra, sin lugar a dudas, si le gusta la experiencia.
Tras este pequeño prólogo, vayamos al grano, ¿ha valido la pena la propuesta escénica del famoso Haneke? En mi humilde opinión el resultado ha sido excelente, con algunas puntualizaciones.
El montaje escénico inicial, y que luego no cambiará a lo largo de la obra, nos muestra un salón a primera vista con una terraza de fondo, aparentemente resulta clásico; sin embargo, según van a apareciendo los personajes, tanto principales como secundarios, nada es lo que parece: unos personajes están ambientados de época, siglo XVIII y otros en el siglo XX. Asombra bastante el hecho de que Alfonso, el conspirador de la trama, sea precisamente de época, y el resto de personajes del siglo XX; ¿nos intenta mostrar que es algo que no ha cambiado con el tiempo? Esto ya aparece en su filmografía (“Funny Games”), la introducción de una fuerza malévola; en este caso Alfonso como “subvertidor” de la confortable vida burguesa que llevan los protagonistas. El omnipresente mueble bar lleno de botellas de alcohol es utilizado con frecuencia por todos los personajes, resaltando aún más la perversidad del planteamiento, las infidelidades, los momentos violentos; lo son más por la forma en que la plantea el austríaco. No olvida la farsa, pero todo está teñido de una depravación inherente al ser humano. El drama se subraya con el manejo de los silencios que Haneke varía a su gusto, sobre todo en los recitativos, hay manejo de la escena sin música en algunos momentos. Esto es novedoso y, por lo menos, no altera la estructura de la obra (recuerdo todavía el montaje de “La fura dels Baus” de “La flauta mágica” donde sustituían los recitativos por reflexiones más o menos surrealistas y/o existencialistas), dando aún más sentido a cada frase pronunciada; esto es quizá uno de los mayores aciertos, a pesar de alargarse la obra en demasía. Menos inspirador me resulta el papel de la omnipresente Despina a la que Haneke quiere atribuirle un mayor papel en el drama como pareja de Alfonso y que, sin embargo, no cuadra en relevancia con lo que Mozart pensó; sus frases más que diversión, la mayoría de las veces se convierten en reflexiones cínicas. A pesar de ello, una propuesta muy interesante a la que le podríamos sacar aún más jugo pero no quiero extenderme más.
Para que todo lo anterior funcionase la labor de Sylvain Cambreling en el foso se me antojó imprescindible, sobre todo por la alteración de los recitativos e, incluso de algunos de los momentos musicales para llevar a cabo las indicaciones del director de escena. Hay que reconocer que lo llevó con soltura: tempos afortunados, énfasis adecuados, dirección precisa y adecuada a lo indicado; la orquesta estuvo de acuerdo con lo pedido y se obtuvieron muy buenos momentos.
Mención aparte quería dedicar a los cantantes, estuvieron realmente consistentes en cada momento, empastados al extremo, más teniendo en cuenta que esta obra tiene muchos momentos de combinación de voces; dúos, tríos, cuartetos, sextetos… y ninguna voz tiene que sobresalir en exceso más que en el momento que le toca, el equilibrio fue primordial en este caso. En lo individual, los grandes triunfadores fueron Annet Fritsch y Juan Francisco Gatell, la soprano, con Fiordiligi, tiene dos arias de gran dificultad, especialmente la endiablada “Come scoglio”, y las acometió con seguridad, buenas agilidades, agudos bien colocados y no exentos de potencia; lógicamente, con ese material, se convirtió en la favorita del público. Para este crítico el gran descubrimiento de la noche fue el Ferrando de Gatell, no solo porque cantó “Un aura amorosa”, paradigma de aria mozartiana de tenor ligero, con mucho gusto y sensibilidad; sino porque, además, cada frase de la ópera se convirtió, en sí, en un acontecimiento; qué ejemplo de canto legato, manejo de fiato y potencia de emisión, todo ello acompañado de una voz realmente bella. Un poco por debajo de estos dos estuvieron la mezzo Paola Gardina como Dorabella y el barítono Andreas Wolf como Guglielmo, consiguiendo igualmente grandes momentos individuales en alguna de sus arias; lo peor sin embargo vino con la Despina de Kerstin Avemo, con una voz quizá fuera de estilo, que no transmitía al papel, divertido de por sí, la lucidez necesaria; además, en su primera aria, tuvo problemas con el tempo, yendo desacompasada con la dirección de Cambreling y la orquesta; William Shimell, como Don Alfonso, estuvo muy sólido, aunque no se caracteriza por tener un timbre muy bello. No hace falta mucho comentar sobre el coro que, como de costumbre, rozó la excelencia en sus escasos momentos.
Bravos por parte del público a una dirección escénica interesante, retadora, ambigua en su reflejo de la música universal e imperecedera del genio de Salzburgo. Una espléndida manera de disfrutar de la ópera.