Dice Jonathan Coe en la imprescindible introducción a Los desafortunados:
“[…] a mediados de los cincuenta, ya estudiante maduro, llegó al King’s College de Londres. Fue allí, durante una zambullida, por lo demás rutinaria, en el canon occidental, donde descubrió las obras de Sterne, Joyce y Beckett, a quienes adoptó enseguida como héroes y mentores. A partir de entonces tendría lealtades inamovibles: desde su punto de vista, la tarea principal de la novela era interrogarse a sí misma, llamar la atención sobre sus artificios; el escritor que la considerase mero vehículo para contar historiales lineales se estaba engañando. Johnson insistía en que Joyce había clausurado la época de la novela dickensiana, directa. “Por muy buenos que sean los escritores que lo intenten –escribió poco antes de morir-, hoy es imposible que esa novela funcione, y escribirla es anacrónico, inválido, irrelevante y perverso.”
Esa sentencia final condensa a la perfección la personalidad de B. S. Johnson, un escritor que sufrió especialmente su necesidad de innovar lo establecido, de experimentar más allá de los lugares comunes; quizá Los desafortunados se trate del mejor ejemplo de esta búsqueda constante de la ruptura:
“Pero Los desafortunados es otra cosa. En este libro, los dos compromisos fundamentales –innovación formal y verdad rigurosa- se alían en una obra literaria extraña, poderosa y cautivadora.”
En efecto, los veintisiete pliegos en una caja componen una de esos momentos inolvidables, una experiencia diferente, ya que solo hay un orden establecido, el del primer pliego y el del último, Coe lo explica a la perfección y ahonda en las consecuencias de esta elección:
“Pero cualquiera que sea el recipiente que use el lector para echar suertes, acabará con un orden azaroso propio correspondiente a las veinticinco partes del libro entre la “Primera” y la “Última”. Luego (tras un adecuado paréntesis para reponerse si uno está exhausto) ha de leer la “Primera parte”; luego remitirse a los símbolos para identificar la parte siguiente y leerla. Y así sucesivamente, hasta haber identificado y leído la parte vigésimo quinta, tras lo cual el lector podrá suspirar de alivio y leer la “Última” parte.
Desde luego que este procedimiento entraña cierta cantidad de trabajo clerical y administrativo por parte del lector. Pero no es una cantidad excesiva, a buen seguro, y por otra parte el lector perezoso puede proceder de modo normal, aceptando el orden del encuadernador. Que prefiera no divertirse del modo aquí propuesto es, claro está, inalienable derecho suyo; pero en tal caso se perderá una experiencia nada ordinaria (si es que tiene precedentes); y quizá el meollo del asunto. Lo que también es su derecho inalienable.
Lo que inevitablemente escapará a los lectores húngaros es la sensación física de fragilidad y desintegración que transmite la novela en el formato original; la metáfora tangible de la manera fortuita en que, como he dicho, funciona la mente.
Desintegración y fragilidad: estos son los temas de Los desafortunados, y el tono es de una melancolía agitada e interrogadora. La prosa de Johnson –tanto aquí como en su novela previa, Trawl (Palangre)- debe mucho a la de Beckett, en particular al Beckett de El innombrable: esas largas frases como bucles, sólo puntuadas con comas, que apilan un período sobre otro, una precisión sobre otra, pero transportan al lector mediante un impulso emotivo que, en el caso de Johnson, proviene de la intensidad de la pena recordada.”
Johnson entendió que esta innovación formal reflejaba a la perfección el orden de nuestro pensamiento; muy lejos de esa linealidad que solemos pedir a películas o libros, este desorden mental nos transmite una fragilidad, la sensación de que todo no se sucede como esperamos, ni se piensa como es lógico; y está fragilidad lleva inevitablemente a una desintegración de la identidad de la persona, sobre todo cuando, como es el caso, el tema tratado lleva a esta fragilidad: el recuerdo del amigo muerto de cáncer y desencadenado por visitar la ciudad en la que vivía.
Posiblemente, mucha gente venga a este libro por las razones equivocadas: la envoltura (impecable por otra parte gracias a la dura labor de Rayo Verde y que hay que felicitar efusivamente); sin embargo la verdadera fuerza es la perfecta conjunción del artificio formal, novedoso ( yo mismo cambié el orden de los pliegos antes de empezar) con la fuerza cautivadora que subyace en la prosa de Johnson: un verdadero deleite que juega con la forma, seca, de frases largas, separadas por comas, muy “beckettiana” y con el fondo mediante continuos niveles de significación que permiten muchas interpretaciones y sentidos desde su primer pliego:
“Mis visitas aquí eran largas conversaciones sólo en parte interrumpidas para comer, qué generalización, vaya, él hablaba más que yo, mucho más, pero yo aprendía, seleccionaba y elegía oír lo que necesitaba, lo que más me sirviera, más me sirviera entonces, de sus discursos, sí, no es pomposa la palabra, discurso, una mente magnífica, la encarnación de una necesidad de comunicar, también, ¿cómo situar el orden de esa mente, su desintegración?”
En el que la desintegración ya aparece nombrada y se convierte en uno de los letimotivs dominantes, a partir de ahí mi experiencia me ha llevado a estos textos; a estos momentos íntimos en los que el británico es capaz de describir desde la variación de las pausas el progresivo deterioro por la enfermedad; nada hay común en lo que cuenta, y no le importa opinar sobre la inutilidad de la compasión:
“Por primera vez parecía realmente enfermo, había síntomas exteriores, físicos, se le veía diferente, no era él, estaba peor. La cara parecía seca, la piel como empolvada al descuido, en ciertas partes, de repente tenía menos pelo, había grandes copos de caspa de un gris amarillento y se le notaban un poco más los dientes, porque había perdido peso, seis kilos o más. La respiración, también, le había cambiado, hablaba haciendo grandes pausas, para suspirar hasta el límite de los pulmones, pausas antinaturales, asintácticas, que daban a las palabras énfasis y dramatismos extraños, un patetismo trivial, además de esas otras pausas para sorber un trago y humedecerse la boca, para ejercer manualmente la función de las glándulas salivales.
Es difícil pensar en estas cosas sin terror, la compasión es fácil de sentir, fácil de contener, pero tan inútil.”
De hecho utiliza los lugares comunes para subvertirlos, como la típica incomprensión ante la muerte, sobre todo cuando “todo va sobre ruedas” (menos entendible que cuando todo está torcido) para contraponerla ante la palabra “podredumbre”, que se convierte en la condensación del dolor constante:
“Cuando todo le iba sobre ruedas, cuando acababa de lograr lo que siempre había querido, eso creo yo, la podredumbre, todo un proceso de podredumbre concentrado en dos años, menos de dos años, para qué, caray, ¿con qué fin?”
En este festín literario me asombra especialmente su tratamiento del recuerdo, especialmente su poca fiabilidad, tendemos a transformar lo que hemos vivido según las experiencias de un pasado que, posiblemente, ni siquiera hemos compartido; ese afán de intentar dotal de una santidad inviolable y sagrada a las personas que ya no están con nosotros:
“Por lo menos una vez fue a visitarnos a Angel, entonces ya estábamos casados, se había consolidado el matrimonio, muy feliz, lo que Tony llamaba la saga de mis mujeres había terminado muy bien, para mí, se alegraba por nosotros, nos trajo con retraso el regalo de boda, una batidora, una batidora de mano, buena, dijo, ellos tenían una igual, y era buena, sí, aunque no la usamos hasta que se estropeó la eléctrica, pero para ciertos usos, en cierto modo, era mejor que la eléctrica, es verdad, más práctica, cómo me esfuerzo por investir todo lo que proviniera de él de la mayor rectitud, la mayor santidad, casi, posible, cómo su muerte influye en cada recuerdo mío que tenga relación con él.”
El pasado, los recuerdos (la nostalgia de la que hablaba Julian Barnes en The sense of an ending) atentan contra nuestra percepción de la realidad; tergiversan nuestra propia vida, acometen la desintegración que nos introducía en el primer pliego, el recuerdo se convierte en un conductor de la sensiblería, nos llevan a ella en nuestro afán de convertir una mala experiencia en algo más romántico y sostenible, algo más entendible:
“Otra vez esta sensiblería, el pasado siempre propicia la sensiblería, es inevitable, todo lo que es suyo lo veo a la luz de lo que ocurrió después, su lenta desintegración, su muerte. Las olas del pasado demuelen las defensas de mi arenosa cordura, la pintura tiene que resguardarlo, aquietarlo, volverlo romántico, bonito.”
Fabuloso es el siguiente párrafo en el que, aprovecha el recuerdo de la degeneración de la enfermedad de su amigo para cambiar el narrador, cambiar de la primera persona de un narrador poco fiable a una segunda persona que nos acerca al momento, que nos da, de una manera audaz un momento para la ternura:
“Apenas en unas semanas, desde la última vez que lo habíamos visto, había cambiado brutalmente, era desolador, tenía el rostro consumido, había perdido blandura, rotundidad, vida, la piel había cobrado tal tensión que impresionaba, sí, reconocerlo, ahora, compararlo con el de antes. Con la delgadez los rasgos destacaban, cuando antes no se habían notado, los ojos protuberantes, impávidos, te miraban fijo, me deslizo en la segunda persona, un acto reflejo por defensa, se clavaban en ti más tiempo del que hubieras querido, del que querías, sí.”
En los términos que nos propone el autor nada es sencillo, ¿podemos hablar del sentido de la muerte? Lo que sí sentimos, sin embargo es el dolor:
“¿Puede tener sentido una muerte? ¿O ser absurda? ¿Es posible hablar de la muerte en estos términos? No lo sé, sólo siento el dolor, el dolor.”
El último pliego es un prodigio que nos lleva de la mano como verdaderos partícipes narrativos del dolor del protagonista; somos conscientes de la mentira de la generalización que tiende a hacer ley de nuestros sentimientos solipsistas:
“Lo difícil es entender sin generalizar, ver cada pedazo de verdad recibida, o generalización, como verdadera sólo si es verdadera para mí, otra vez el solipsismo, vuelvo a ello otra vez, y sin ningún motivo. En general, generalizar es mentir, contar mentiras.”
Lo único que importa es, en palabras de Johnson, lo que significa para mi vida esa muerte, el “nosotros” final, nos une al autor en su dolor, un viaje inolvidable, desgarrador, conmovedor en su aparente frialdad; dolor unido a belleza; vida, ni más ni menos.
“Ni cómo murió, ni de qué murió, ni mucho menos por qué murió tiene interés alguno, para mí, sólo el hecho de que murió, que está muerto, es importante: la pérdida para mí, para nosotros”
Los textos provienen de la traducción de Marcelo Cohen de Los desafortunados de B.S Johnson para la editorial Rayo Verde.