Un estreno es siempre un acontecimiento, pero cuando este estreno tiene la repercusión del que nos ocupa, se vuelve todavía más relevante. “The perfect American” está basada en el libro del escritor alemán Peter Stephan Jungk “Der König von America”, que aquí se ha traducido convenientemente como “El americano perfecto. Tras la pista de Walt Disney”; me imagino que, por este motivo, la “crítica especializada” habla del título de la ópera como homónimo del libro, aunque no indique que se refiere a la traducción; el original sería, en realidad, “El rey de America”. El libro, del que hablé por aquí en profundidad , se trataba de una biografía ficcionalizada tomando como narrador uno de los trabajadores de Disney que fue despedido por él mismo, nos ofrecía un personaje lleno de contradicciones, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero que, indefectiblemente, era la personificación del mito americano: el hombre hecho así mismo, el sueño americano. Por mucho que se esfuercen estos mismos medios especializados, la visión no era tan negativa, más bien se reconoce claramente su valía a pesar de sus contradicciones; esto me lleva a pensar que, la mayoría, han oído hablar del libro, pero no lo han leído.
Con este material de base Gerard Mortier encargó la ópera al compositor norteamericano Philip Glass, quizá uno de los más importantes actualmente; y el estreno es el resultado de este encargo. Tras estas puntualizaciones, paso a comentar el resultado final.
Rudy Wurtlitzer, en su adaptación del libro, ha estructurado la ópera en 2 actos, con un prólogo, 11 escenas y un epílogo; no queda duda de que esta, como en otras óperas del compositor, es la forma que mejor se adapta a su música, ya que, a falta de una unidad musical se fragmenta; el libro de Jungk se convierte en una serie de retales que van conformando la personalidad del megalomaníaco Disney. Lo que era realmente novedoso, la narración del “poco fiable” Dantine, aquí desaparece; se convierte prácticamente en la narración en primera persona del propio Walt, Dantine queda reducido a un personaje desahuciado que aparece y desaparece como alma en pena en dos o tres momentos puntuales (siempre negativos); al poner el centro en Disney, somos conscientes del mito, Glass y Wurtlitzer convierten la ópera en la personificación del “Sueño Americano”, en la figura de Walt Disney, un hombre que, a pesar de sus contradicciones evidentes (solo hay que ver su charla con el autómata Lincoln donde reconoce que es racista y que no comulga con sus valores), ha sido capaz de prosperar, se ha hecho a sí mismo; se ha convertido casi en un Dios, más conocido que Jesucristo y Budha. La aparición, anecdótica en el libro, de Andy Warhol, aquí sirve, sorprendentemente, para ubicar el personaje con toda su importancia en la cultura “pop(ular)”, importancia subrayada por el propio Slavoj Zizek, hace algunos años, que señala la paradoja que supuso que Disney distribuyera una película de David Lynch, ese resumen de la condición ética de nuestra época: “la superposición de la transgresión con la norma”.
Phelim McDermott, habitual colaborador de Glass, diseñó una puesta en escena muy dinámica y efectista, una plataforma circular en el medio del escenario giraba según las circunstancias, una pantalla en el fondo del escenario nos mostraba el cine de los antiguos años, mostrando sin pudor el mito de la frontera, del medio oeste norteamericano; unos figurantes, omnipresentes representaban los dibujantes a las órdenes de Disney y aportaban diferencias en cada momento de la escena; del techo colgaban unas cámaras, un escenario de producción de Disney, todo era como ver una película de la vida de Walt Disney, consiguiendo momentos muy logrados como la conversación con el autómata, o las diferentes acciones de los dibujantes. Quizá fue lo más interesante de la noche, a pesar de omitir, deliberadamente, cualquier presencia de alguna de sus creaciones (excepto los tres círculos para dibujar a Mickey), el resultado era oscuro, brumoso, pero logrado.
¿Y la música? Aquí quería llegar yo. Era consciente, le he oído muchas cosas, que Glass no es un Mozart; pero esperaba, por lo menos, al mejor Glass; desgraciadamente esto no sucedió, excepto algún momento puntual como la conversación con el autómata, o quizá el dúo con Hazel George, su enfermera… todo quedó deslavazado; como la distribución de escenas, falto de una unidad dramática, ni siquiera los momentos más minimalistas fueron reseñables, cundió la monotonía solo levantada por alguna melodía con los chelos o los contrabajos, sobre todo el prólogo que luego se vuelve a reproducir a lo largo de la obra; totalmente desprovista de emoción, fría por momentos; sin demasiado interés, muy alejada del compositor de “Satyagraha” o “Einstein on the Beach”.
Con este material Dennis Russell Davies, la mano derecha de Glass en la dirección musical, estuvo muy preciso, sacando todo lo que podía de una orquesta más grande de lo habitual en estas obras, sobre todo por la variedad de instrumentos de percusión; pero que actuaba la mayoría de las veces de forma de cámara y que aumentaba de volumen musical en los momentos corales, prácticamente al unísono. De los cantantes, el verdadero protagonista fue Christopher Purves, que construyó un Walt Disney con gran personalidad y una voz cálida, plena en el centro; peor estuvo David Pittsinger como el hermano Roy Disney, demasiado frío y desprovisto de emoción; los pocos momentos disponibles de Donald Kaasch como Dantine estuvieron bien cantados; bien el papel de Janis Kelley en la ninguneada Hazel George; los demás más bien discretos, poco precisos, con una mención al papel de Zachary James como Abraham Lincoln. El coro, razonable, tampoco podía lucirse demasiado con lo que había.
Tibios aplausos finales de un público que no entró definitivamente en la obra y que esperó a ver si salía Glass al final de la representación, cosa que no ocurrió; lástima, podría haber sido inconmensurable, pero se quedó todo un poco a medias. Otra vez será.