“Caminando entre tumbas” de Lawrence Block. El infierno cada vez más cerca

caminando_entre_tumbas_300x456“Caminando entre tumbas” es la décima novela de Lawrence Block sobre Matt Scudder y continúa las cosas tal y como acabaron en la brutal “Un baile en el matadero”; si la anterior supuso el avance hacia una nueva forma de gestionar la ley: haciendo que se cumpla cueste lo que cueste y con los medios que hagan falta; esta supone la confirmación de este camino hacia el infierno, lleno de claroscuros que no permiten ver luz; de hecho, la única luz estriba en la relación que mantiene con Elaine:

“Eludíamos usar esa palabra que empieza por A, pero sin duda lo que yo sentía por ella –y ella por mí- era amor. Evitábamos hablar de la posibilidad de casarnos, o de irnos a vivir juntos, aunque yo sí pensaba en eso, y me consta que ella también. Pero no lo hablábamos, como tampoco hablábamos de amor o de lo que hacía ella para ganarse la vida. […] Como alguien había afirmado, lo mejor era vivir la vida entera al día, porque así es, al fin y al cabo, como nos la entrega el mundo.”

El caso, escabroso como ya va siendo habitual, es el de un traficante de drogas cuyo único objetivo es la venganza cueste lo que cueste, Matt es consciente de la situación desde el primer momento y la acepta a pesar de posibles implicaciones morales:

“-Así que supongo que ya te imaginas lo que propongo y qué sentido tiene todo esto. ¿Quieres que lo diga?

-Puedes decirlo.

-Quiero ver muertos a estos hijos de puta. Quiero estar allí, quiero hacerlo, quiero verlos morir. –Pronunció estas palabras con calma, de manera desapasionada, sin el menor rastro de emoción-. Eso es lo que quiero. Ahora mismo, lo deseo tanto que no me interesa nada más, ni me imagino siquiera la posibilidad de que pueda interesarme nada más. ¿Es más o menos lo que suponías?”

Como en el anterior caso, los detalles son escabrosos, tan dolorosos que, tanto Elaine como Matt, no pueden llegar a entender en lo que se está convirtiendo el hombre:

“[…] Elaine es una mujer de recursos, y fuerte además, pero en ese momento me pareció conmovedoramente vulnerable.

-Santo Dios –acertó a decir.

-De lo que es capaz la gente.

-No tiene límites, ¿verdad? Es infinita. –Bebió un sorbo de agua-. La crueldad, quiero decir, el sadismo más absoluto. ¿Por qué iba alguien a…? En fin, ¿para qué preguntarse por qué?

-Supongo que les causaba placer –aventuré-. Que disfrutaban con ello, y no me refiero solo al acto de matarla, sino al hecho de restregárselo a él por las narices, de hacerlo ir de un lado para otro, de decirle que estaba en el coche y luego que estaría en casa cuando él llegara, para después dejar que la encontrara cortada a trocitos en el maletero del Ford.”

En un mundo como este, Matt se adapta de la manera que él cree más adecuada, sabe que no todo se resuelve y que un criminal puede escapar sin castigo, al menos castigo de la ley; en la siguiente conversación da un doble sentido a dicha impunidad: física y espiritual. La espiritual por sus consecuencias para la persona:

“-Y siempre se suelta, tarde o temprano, ¿no? Según se decía, nadie puede salir impune de un asesinato.

-¿Eso se solía decir? Pues me temo que ya no se dice. Todos los días alguien comete un asesinato y sale impune de ello.

Bajé del coche y luego me incliné para concluir mi razonamiento.

-En un sentido, al menos, pero no en otro. Para serte sincero, no creo que nadie salga impune de nada.”

No lo dice de casualidad, en un caso de ese calibre, nadie puede salir ileso de las consecuencias; el final, la venganza, es de una dureza sin límites, muy acorde con la crueldad sin límites de la que hablaba Matt con Elaine; y esa venganza nos destruye un poco a todos. Entre tanto “hardboiled” el único motivo para la esperanza está en ese final, una pequeña concesión de Block, relacionada con la pareja.

Matt Scudder está acercándose cada vez más al infierno; cuando se pierde la perspectiva moral y se pierde lo único que la sustenta: el amor hacia los demás, puede desencadenar consecuencias imprevistas. Espero que podamos ver las siguientes novelas del detective y podamos comprobarlo.

Los textos provienen de la traducción de Montse Triviño de “Caminando entre tumbas” de Lawrence Block publicado por RBA en su Serie Negra.

Cápsulas policíacas: C.S. Forester y Jim Thompson. Dos consagrados

LosPerseguidosPodría haber dedicado a ambos libros una entrada completa; sin embargo, a veces tengo esta tendencia curiosa a agrupar, para dar salida libros que quiero comentar (algunos ni llegan a ser comentados); lo más curioso es que me gusta encontrar puntos en común entre ellos, un hilo conductor que los una. En este caso más que una temática (la novela negra) les uniría su caracterización como clásicos del negro.

Así, tenemos inicialmente la novela “Los perseguidos” del escritor Cecil Scott Forester (1899-1966); novela que se trató de un manuscrito perdido durante casi 70 años y encontrado en 2003 cuando el autor ya había fallecido, había sido escrita, sin embargo, en 1935; en pleno auge de las novelas de detectives.

Hablé hace poco sobre “suicidios aparentes”; un poco antes que el escritor japonés, Forester planteó otro de esos casos donde se nota desde el principio que hay gato encerrado por la forma en que ha muerto un personaje; pero Forester, sorprendentemente, no plantea el caso como una investigación estándar, si no que se centra (desde un narrador omnisciente, eso sí) más bien en cómo vive la situación la hermana de la fallecida, Marjorie, ante la posible amenaza de su marido:

“Marjorie sabía perfectamente que aquella noche no iba a dormir: ahora permanecía siempre despierta, inquieta y nerviosa, cuando Ted se ponía “pesado”, y aquella noche fue mucho, mucho peor. Supuso que debían de ser las dos cuando Ted se durmió, acalorado y pesado a su lado, con el aliento un poquito más ruidoso que cuando estaba despierto. Ella se quedó echada de espaldas en el borde de la cama, con la almohada metida en la nuca, demasiado cansada para llorar, y con las emociones demasiado confundidas para que su sufrimiento fuese agudo. Solo era consciente de sentir una depresión negra e insomne, una infelicidad mucho más arraigada de la que había conocido nunca.”

Y sorprende precisamente porque se dedica a expresar los miedos de una mujer ante la infelicidad en el matrimonio, que tiene un causante principal, su marido Ted; todo ello ambientado en un tiempo tan lejano como eran los primeros años del siglo XX y desde la perspectiva de un hombre; sinceramente, lo hace muy bien; pinta en primer lugar la situación y, a continuación, asistimos a la liberación de Marjorie al conocer el amor de nuevo en un período vacacional, alejado de su opresor:

“Marjorie sintió un dolor estremecedor en el pecho cuando el sol bajó todavía más. Aquel lugar, absolutamente maravilloso, la tristeza de la tarde, el dolor al saber que aquel tiempo tan feliz estaba concluyendo, todo aquello pesaba sobre ella mientras luchaba por tomar una decisión sobre Ted. La cabeza le daba vueltas, no podía pensar con claridad.”

La instigadora de un cambio brutal será, paradójicamente, su madre, que tampoco confía en Ted, a pesar de que parezca no entender la situación:

“En ese caso, sería también inútil buscar la ayuda de su madre para dejar a Ted. Su madre sería la última persona de toda la tierra que animase a una esposa a separarse de su marido. La cabeza le daba vueltas a Marjorie. Estaba exhausta por la tensión emocional.”

Ella será el desencadenante de un tour de force del que tendrán que escapar, convirtiendo la parte final de la novela en una persecución como si de un capítulo de “El fugitivo” se tratase. No hay lugar a una resolución del crimen inicial; todo ello se sustituye por un buen manejo de la trama y una desviación hacia lo más negro, olvidando la parte más detectivesca.

La conclusión al viaje deja buen sabor de boca a pesar de lo aparentemente negativo. Una gran novela, sin lugar a dudas.

Los textos provienen de la traducción de Ana Herrera Ferrer de “Los perseguidos” de C.S. Forester.

LaSangreKingLa segunda propuesta viene de otro clásico, uno de los más grandes, del que vemos publicado otra de sus obras, “La sangre de los King”; hablamos, claro que sí, de Jim Thompson. Estamos ante una obra crepuscular, ya en el final de su carrera, un Thompson muy pasado de vueltas se desvió hacia el western y lo dotó de la violencia habitual en sus obras; violencia que, en este caso, traspasa las fronteras familiares, solo hay que ver cómo Critch King habla de su madre; siempre resulta muy crudo leer algo de esta magnitud:

“Solo durante el último año, cuando su madre ya llevaba más de dos años haciendo de puta. Y una puta, si se la magulla y se la maltrata, acaba viendo disminuidos sus ingresos. Ray había conseguido contenerse. Aquella noche, sin embargo Ray había ido demasiado lejos. No tenía nada que perder golpeándola, o eso le parecía. La estúpida zorra había estado ocupada todo el día. Un cliente tras otro. Y sin embargo, al final de la jornada había vuelto con menos dinero del que tenía al principio. Además de su cuerpo, regalaba el dinero. ¡Coño gratis y encima regalaba dinero!”

Los King son salvajes por naturaleza, hasta tal punto que llegan a definir sus propias reglas por las que regirse; sus límites están muy por encima de lo que entendemos como ética, de ahí que todo lo que vaya sucediendo esté “justificado”, han sido educados así por su patriarca:

“-Somos totalmente distintos. Nos lo han inculcado. Papá era más salvaje que civilizado. Entre él y Tepaha nos educaron para creer que podíamos hacer prácticamente cualquier cosa, siempre y cuando no nos cogieran. Por lo que se refiere a nuestra madre… Bueno, acabó vendiendo el culo a cualquiera que llegaba. Lo vendía o lo regulaba; tampoco parecía importarle mucho.

[…]

-Pero no pasa nada si lo hace un King. La diferencia entre el bien y el mal es algo que no va con nosotros.”

En tal orden de cosas, no es extraño comprobar como un hermano intenta matar al otro sin ningún tipo de remordimiento:

“-Eh… ¿Qué crees que ocurrió? –dijo Arlie por fin-. ¿Se rompió la cincha?

-Debió de ser eso.  Si alguien la cortó, debía de ser un hijo de puta miserable, malnacido, cabrón y desgraciado, ¿no te parece? Yo no conozco a nadie de por aquí que lo sea, ¿y tú?”

Aparte de la violencia explícita y de tipo psicológica que se gasta el norteamericano, falta profundización psicológica, y la trama, para qué engañarnos, es simple y dulcificada en un final poco coherente con lo leído anteriormente; el estilo, inconfundible,  hace que valga la pena su lectura, pero no estamos ante una de sus obras maestras. Por lo menos puede servir para acercarse a ellas.

Los textos provienen de la traducción de Damià Alou de “La sangre de los King” de Jim Thompson.

“Laidlaw” de William McIlvanney. Las peculiaridades de un detective

laidlaw_300x458William McIlvanney es un escritor escocés que goza del privilegio de ser el precursor del “tartan noir”, ni más ni menos que el noir ambientado en escocia, un subgénero que han seguido más adelante Ian Rankin y Val McDermid; las características de este “subgénero” son tan comunes al hardboiled y la novela políciaca que no veo apenas diferencias para calificarlo como tal, pero bueno, la etiquetación de géneros que no falte.

Vayamos a lo importante, la novela. El comienzo nos desvela un narrador omnisciente particular, que alude a alguien en segunda persona, a nuestro protagonista; es una curiosa elección de narrador para una novela en 1977 donde ya se empezaban a utilizar habitualmente narradores en primera persona:

“Lo más extraño es que no hubo aviso. Te pusiste el mismo traje, escogiste cuidadosamente la corbata, te equivocaste al cambiar de autobús. Media hora antes estabas riendo. Después, tus manos te tendieron una emboscada. Te traicionaron. Tus manos, que levantan tazas, sostienen monedas y se agitan para saludar, de pronto se rebelaron, se convirtieron en furia descontrolada. Las consecuencias fueron para siempre.”

Y es que Laidlaw, Jack, nuestro protagonista, es peculiar, no nos engañemos. Si hay algo que nos lleva en volandas a lo largo de la narración es el cúmulo de sus rarezas, una paradoja en sí mismo:

“Le parecía que su naturaleza renacía como una acumulación de paradojas. Era un hombre potencialmente violento que odiaba la violencia, un defensor de la fidelidad que era infiel, un hombre activo que anhelaba comprensión. Estuvo tentado de abrir el cajón donde guardaba los libros de Kierkegaard, Camus y Unamuno, como si fueran una provisión encubierta de alcohol. En su lugar lanzó un buen suspiro y empezó a ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio. No sabía hacer otra cosa que habitar en paradojas.”

Totalmente autoconsciente de sus contradicciones, no duda en señalar hechos que le causan la misma intranquilidad que su misma condición, como el morbo que causa un asesinato al público que se amontona cerca de donde ha sucedido:

“Pero lo más extraño del escenario no eran los policías. Lo extraño eran las personas que se aglomeraban tras el cordón. A Laidlaw no le gustaba mirarlas. Tenían esa extraña unidad que había observado en los grupos, estirando el cuello y hablando entre ellas, como una hidra hablando consigo misma. Un padre llevaba a su hija subida a hombros con las piernas metidas entre sus axilas. Un niño pequeño chupaba una piruleta. No podía comprender a esas personas. No estaban allí para intentar prestar alguna ayuda. Simplemente, eran mirones del desastre.

[…]

-Mírelos –dijo Laidlaw-. ¿Qué hacen todos aquí? Y probablemente creen que la chica muerta es el misterio. Probablemente creen que quienquiera que hizo esto es un ser muy raro.

-Solo tienen curiosidad, señor.

-Mucha.

-No son tan mala gente.

-¿Acaso es usted tan hermanita de la caridad? Yo no dejaría sola a la víctima con ellos. Podrían llevarse una uña a casa para sus hijos.

-Eso es algo cínico, señor.

-No me lo diga a mí. Dígaselo a ella.”

Es un cínico que dice sin cortapisas lo que piensa y, normalmente acierta, precisamente por su condición de saberse tan contradictorio en sí mismo; su crítica no es desde su ética, que no tiene, sino que viene de su innata observación.

La trama nos trae el escabroso crimen sexual de una chica y se divide rápidamente en tres líneas principales que irán alternándose hasta confluir al final; por un lado, la del investigador para resolver el caso, por otro lado el asesino que habla con su novio para que le proteja (la homosexualidad y cómo se trata es otro de los aspectos novedosos, ya que explora las relaciones además de su presión social) y por último una última línea que busca ajustar cuentas con el asesino, a nivel profesional o, incluso, personal, encarnado en la figura del padre sobreprotector que no supo tratar a su hija en  vida y busca venganza:

“-Solo pido una cosa –dijo Bud. Era la primera vez que hablaba en una hora. No había lágrimas en sus ojos; los tenía despejados y sin expresión-. Dejádmelo a mí cinco minutos. –La taza que hacía girar en sus manos parecía un dedal-. Sólo deseo tenerlo en mis manos. Eso es todo lo que deseo. Y nunca volveré a pedir nada.”

McIllvaney, no olvida además, su ciudad, no es anecdótica la descripción que hace de Glasgow, resulta bastante original mezclarla con los personajes que ha ido utilizando según desarrollaba la trama:

“Siempre le había gustado la ciudad, pero jamás había sido tan consciente de ella como esa noche. Captó su fuerza en las contradicciones. Glasgow es galletas de jengibre caseras y Jennifer muerta en el parque. Es la simpatía sentenciosa del comandante y la anunciada agresividad de Laidlaw. Es Milligan, insensible como un bloque de hormigón, y la señora Lawson, atontada por el sufrimiento. Es la mano derecha que te derriba de un golpe y la mano izquierda que te levanta, mientras la boca alterna disculpas y amenazas.”

A pesar de que el final se pueda esperar, hay que reconocer que, por lo que he comentado anteriormente, el cómo llega a dicho final es bastante concluyente y denota más que buen oficio por parte del escocés. Laidlaw es, sin lugar a dudas, un “personajazo” que no deja indiferente y que, en muchas ocasiones, suelta verdades como puños:

“-Lo que tengo contra tíos como Lawson no es que estén equivocados. Es sólo que estén tan seguros de tener la razón. La intolerancia es solo certeza no ganada, ¿verdad?”

Como siempre, habrá que rezar para ver si Serie negra, entre tanto Lee Child, le da tiempo a publicar al autor escocés.

Los textos provienen de la traducción de Amelia Brito de “Laidlaw” de William McIlvanney para RBA.

Una recopilación de novelas de Jim Thompson. La escisión de la identidad

libertadcondicionalAprovechando que acabo de terminar la biografía del escritor norteamericano, una joya de la que tendréis noticias en este blog en no mucho tiempo; se me ocurrió la posibilidad de hacer un pequeño monográfico con las obras que me quedaban por leer del escritor; ha valido mucho la pena, sobre todo porque gracias al análisis de la biografía, es indudable que ayudan a disfrutarlas mucho más.

La primera de ellas ha sido la última que ha sacado RBA en su serie negra, “Libertad Condicional”, obra encuadrada históricamente tras el que fue su primer gran éxito, esa obra maestra que es “El asesino dentro de mí”, esta influencia y la atracción del cine serán decisivas en el resultado final.

Partiendo de una buena idea, se nos presenta un presidio, Sandstone, donde el convicto Pat Cosgrove malvive, pero que, sin embargo, verá la posibilidad de salir gracias a la ayuda aparentemente desinteresada de Doc Luther, obteniendo la libertad condicional para trabajar con él, librándolo de un verdadero infierno:

“Luther creía estar acostumbrado a las aberraciones. Pero con Sandstone era imposible no escandalizarse. Sandstone no era una cárcel. Era una casa de locos en la que quien estaba loco era el director, y no los inquilinos. En Sandstone tan sólo había una forma de sobrevivir: llegar a ser más duro y más retorcido que el propio director. Si lo hacías -si conseguías caerle en gracia al hombre con los ojos extraordinariamente brillantes y la risa impredecible-, no sólo sobrevivías, sino que lo hacías con relativa comodidad. “

Es evidente, para nosotros, los lectores, que salir en estas condiciones tiene que tener un precio, pero el plan de Doc Luther no es evidente; es la espera, esa potencial amenaza, la que sostiene la narración. Según avanza, la desconfianza de Cosgrove será cada vez mayor:

“-¿Y no conocía nada a esa persona que le consiguió su libertad condicional… Que la compró por así decirlo?

-Exacto.

-Pues tiene usted razón, señor Cosgrove. Tiene motivos más que sobrados para desconfiar. A esa persona le hubiera resultado igual de barato y fácil conseguir que le concedieran el indulto. Con el indulto, usted podría haberse ido donde quisiera… Lejos de la periferia de su benefactor. Esa persona no tiene nada de benefactor. Esa persona no tiene nada de filántropa.”

No faltarán mujeres fatales, dobles juegos, traiciones… que llevarán a desentrañar la trama final desde el punto de vista de Cosgrove, verdadero narrador (excepto en el capítulo inicial que narra Luther) y afectado por los acontecimientos. Thompson no era un dechado de virtudes a la hora de plantear las tramas, la resolución resulta farragosa; el final feliz, desacostumbrado en el caso de Thompson, estuvo muy influenciado por la querencia del autor por conseguir un contrato con Hollywood para alguna de sus novelas. Aprovechar el éxito de su anterior novela parecía una buena oportunidad. La pena es que la novela se resiente mucho por esta circunstancia.

aqui_y_ahora_300x459“Aquí y ahora”  fue la ópera prima del autor; publicada en 1942, recoge muchos elementos autobiográficos aunque no se atreviera a poner exactamente los nombres de las personas de su entorno; sin embargo, eran perfectamente distinguibles entre las historias que nos relata el autor como cuando se refiere a sus hermanas y a la situación de pobreza en la que subsistían, alentada por el abandono de su padre:

“Margaret –mi hermana mayor- y yo sobrevivíamos gracias a la caridad de los vecinos, mientras que mamá apenas probaba bocado. Así que la única que necesitaba verdaderos cuidados era Frankie. Por desgracia, la pequeña no podía alimentarse de las sobras ajenas y mamá tampoco podía amamantarla. A todo esto, solo nos quedaban cincuenta centavos.”

No es la infancia de Thompson una de esas “misery memoirs” ficcionales donde el protagonista es maltratado, violado, etc.., pero sí es bien cierto que la influencia de su padre fue muy negativa para el desarrollo de su personalidad y de su propia vida y lo podemos comprobar en el texto:

“¿Y qué? –me dije-. ¿Es que en algún momento fuiste feliz? ¿Es que alguna vez te sentiste en paz contigo mismo? Pues claro que no –me respondí-. Está clarísimo que no, nunca dejaste de sentirte habitante del infierno. La única diferencia es que ahora has caído un poco más bajo. Y vas a seguir deslizándote por la pendiente, porque eres igualito a tu padre. Eres tu propio padre, aunque careces de su determinación y su fuerza de voluntad. De aquí a un año o dos acabarán encerrándote igual que a él.”

También su obsesión por la escritura y las consecuencias de su mercantilización aparecerán en varias ocasiones a lo largo de la novela para mostrar las inseguridades de un escritor que tuvo que luchar mucho consigo mismo a la hora de crear:

“A mí me daba igual vender los derechos de la narración o no. De hecho, prefería que nadie la adquiriera. Sabía que si la vendía, me perseguirían para que escribiera un nuevo cuento por el estilo, cuento que sería todavía peor. Y la constante certeza de que me estaba dejando llevar por lo facilón bastaría para aniquilar en mí incluso ese último y débil afán de expresarme mediante la escritura.”

“-No sé cómo explicarlo –dije-. Lo más seguro es que nunca sea capaz de explicarme, ni aunque escriba un libro.”

Quizá el mayor logro sea ese diálogo hipotético que realiza con el padre fallecido durante todo un capítulo, hay aquí un presagio de esta lucha interior psicológica que le servirá para configurar a los Lou Ford y Nick Corey futuros; que ya tiene reminiscencias del desarrollo futuro  de uno de sus temas más importantes: la escisión de la personalidad que tan bien analiza Polito en su biografía sobre el autor norteamericano:

“No estoy loco. No estoy ni asqueado ni furioso, quiero decir.

Solo estoy…

¿Cómo? ¿No puedes hablar un poco más alto, papá? Ya sé que siempre ha sido la costumbre… Pero aquí no hace falta que me hables en murmullos. Háblame con voz tonante, la misma que tanto efecto causaba en las salas del tribunal. Alza tu vozarrón como el estruendo que se eleva sobre el trueno de la perforadora de petróleo. Grita y ruge y golpea la mesa como si no pudieras porque le haremos una cara nueva a golpes, hasta dejarlo por muerto. Maldita sea su estampa.”

Como la mayoría  de las primeras novelas, Thompson experimentó, buscaba su estilo y los temas que seguiría más adelante, se apoyó en los temas que vivía en primera persona para darle la estabilidad que necesitaba y conseguir una buena novela pero que todavía estaría lejos de sus grandes creaciones. Eso, sí es indudablemente interesante, a la luz de su biografía, para entender parte de vida del autor, imprescindible para entender el devenir de su literatura.

Los textos de estas dos obras  provienen de la traducción del inglés de Antonio Padilla de “Libertad condicional”y “Aquí y ahora” de Jim Thompson para RBA.

Asesino-Burlon-Jim-ThompsonPara acabar, una obra, “Asesino Burlón” de la que solo tenemos una edición en España, la de Libro Amigo Policíaca de ediciones B del año 1988; una obra que no ha sido reeditada y es prácticamente inencontrable y donde encontramos una de sus cimas, sin lugar a dudas; encuadrada en su “época dorada” de creación y que entraría en la categoría de sus psicópatas a nivel de los ya mencionados de “Asesino dentro de mí” o “1280 almas”, la novela no solo se queda en esta caracterización psicológica que,  ya de por sí, supone un logro; en las primeras páginas el propio Jim Thompson nos da pistas sobre lo “especial” que puede llegar a ser:

“-Bueno… sí –asentí-. Sí, es algo mío. Una especie de melodrama que estoy escribiendo en torno a los crímenes del Asesino Burlón. Supongo que confundirá por completo al lector de novelas policíacas, pero tal vez lo que necesita es precisamente que lo confundan. Quiza su sed de diversión lo lleve al terrible trabajo de pensar.”

Clinton Brown, el periodista del Clarion, es el epítome de psicópata que tan bien desarrolló Thompson, “la enfermedad” de Lou Ford en esta ocasión es un “doble sentido”, el juego de dicotomías refleja a la perfección este doble sentido, esta división de la personalidad que altera a nuestro protagonista; de fondo, como en otras obras, la guerra y más concretamente, la castración, con unas connotaciones ciertamente esclarecedoras:

“En ese momento estaba comenzando a sentir ese peculiar doble sentido que se me había manifestado con creciente intensidad y frecuencia en los últimos meses. Era una mezcla de calma y ansiedad, de resignación y rechazo furioso. Simultáneamente, yo deseaba emprenderla a golpes contra todo y no hacer absolutamente nada.”

El caso es que el propio Clinton (Brownie para los conocidos) ve en Lem Stukey, el jefe de detectives su “doppelganger”, ese contrario que es la extensión inconsciente de su personalidad escindida, “un hijo de puta” en sus propias palabras:

“Tal vez esté equivocado –me he equivocado con tantas cosas-, pero no recuerdo haber oído hablar jamás o conocido a un hijo de puta que no se las arreglara perfectamente bien. Estoy hablando, entiéndase bien, de verdaderos hijos de puta. De la variedad A, de doble destilación y calentada al vapor. Coges a un hombre así, un hijo de puta que no lucha contra ello –que sabe lo que es y se entrega de cuerpo y alma- y realmente tienes algo. Mejor dicho, él tiene algo. Él tiene todas las cosas que tú no puedes tener, como recompensa por no ser un hijo de puta. Por no ser como Lem Stukey, el jefe de Detectives del Departamento de Policía de Pacific City.”

Como comentaba anteriormente, esa castración, ocasionada por las consecuencias de la guerra le llevará a elegir entre sus víctimas a tres mujeres,; a la hora de matar a su exesposa seguimos comprobando, en una escena cargada de violencia, la caracterización de la personalidad de Clinton, esta vez unida al mayor vicio de Thompson, el alcohol:

“-No –dije-. No puedes y no lo harás.

Y estrellé la botella contra su cabeza.

Me quedé mirándola, mientras mi cabeza navegaba y yo me tambaleaba lentamente sobre mis pies. La humedad y el esfuerzo y la larga conversación me estaban desembriagando, y cuando estoy sereno me emborracho. Más borracho de lo que podría ponerme cualquier cantidad de whisky.”

Según va cometiendo asesinatos, va perdiendo el sentimiento de culpa ante las consecuencias de sus actos; la desesperación de sus actos perturbados le llevará a justificar sus actos de la manera más infame; su desequilibrio le lleva a crear un mundo de acuerdo a sus ideas, un mundo inconscientemente influido por el trauma de su castración:

“El problema me perturbaba solo de una manera muy lejana: bueno-debería-sentirme-avergonzado. En realidad, no sentía ninguna culpa. Con Ellen sí. Lo lamentaba sinceramente en el caso de Ellen. Y, ciertamente, lo sentía mucho más en el caso de Deborah. Pero no me asaltaba ningún remordimiento en el caso de Constance. Ella no hubiese continuado viviendo como ellas lo hubieran hecho, de no mediar mi intervención. En Constance no había vida, solo flema y avaricia, ¿y cómo se puede quitar la vida cuando no existe?” 

En este mundo nada es lo que parece, el sorprendente final, del que no hablaré, nos revela la subversión de la propuesta, lo enrevesado de la situación, ese maestro que es el gran Jim Thompson en una de sus propuestas más arriesgadas y posiblemente peor entendidas.

Los textos provienen de la traducción del inglés de Gerardo Di Masso para “Asesino Burlón” de Jim Thompson.

“El Exterminio” de Jim Thompson

el_exterminio_300x455Descubrí a Jim Thompson a lo grande, con su obra maestra inapelable “1280 almas” donde su terrorífico y aparentemente bobalicón sheriff Nick Corey me hizo descubrir el mal sin fisuras; el mal más allá de toda comprensión asociado a la naturaleza humana. Esa obra maestra imperecedera me recuerda una y otra vez que hay pocas experiencias como leer cualquier obra del genial autor norteamericano.

De hecho, cada vez que leo una obra suya, el nivel sube tanto que hace parecer a los escritores actuales como niños en patios de colegio con sus mediocridades. Sí, no hace falta que diga sus nombres, son los que venden ahora; los pobres quedan “a la altura del betún” (como vulgarmente se dice) al compararlos con las obras de este coloso o los de los clásicos Hammet, Chandler, Himes, McDonald, etc.

En esta obra el señor Thompson nos describe cada capítulo desde una perspectiva distinta, ya que utiliza un personaje diferente en cada uno de ellos. Todo comienza con la visita del abogado defensor Kossmeyer a su clienta Luane Devore, que le indica que su marido la quiere matar; el punto de vista de “Kossy” con respecto a ella no deja lugar a dudas del tipo de persona que se siente amenazada:

“Luane se las arreglaba durante las largas horas en que Ralph estaba fuera. De hecho, también se las habría arreglado sin todo aquello, ya que no tenía ninguna enfermedad. Se lo había dicho el médico del pueblo. Y también otro médico al que hice venir de la ciudad. El médico local  seguía “tratándola”, porque ella insistía en que lo hiciera, pero no estaba enferma en absoluto. Tan solo padecía autoconmiseración y egoísmo, mala intención y miedo: la necesidad de meterse con la gente desde el santuario de su cama de inválida.”

Luane está convencida de que su marido es el que quiere matarla; Thompson nos atrapa desde las primeras líneas del segundo capítulo con los primeros pensamientos de su marido Ralph Devore:

“Empecé a pensar en matar a Luane el primer día de la temporada de verano, que también fue el día en que abrió la sala de baile, y el día en que conocí a Danny Lee, el vocalista en la orquesta de Rags McGuire. Una mujer, por mucho que se llamara Danny. Muchas de las vocalistas femeninas hoy tienen nombres masculinos. Como Janie, la mujer de Rags, quien siempre había sido la cantante de la banda hasta que sufrió aquel terrible accidente… hasta este año, mejor dicho, porque Rags dice que en realidad no sufrió ningún accidente.”

En apenas unas líneas presenta a otros personajes que irán apareciendo sucesivamente en los siguientes capítulos; lo fabuloso es que utiliza cada uno de ellos para realizar una caracterización ejemplar de ellos y, además, avanzar la trama; cada hilo se va uniendo con otros hasta conformar cada parche necesario para entender lo que ha sucedido al final. La caracterización es única, cada voz es personal y, cómo no, la violencia está más que presente, como en todos los libros del gran autor; solo tenemos que ver el trato de Bobbie Ashton a Myra:

“-¡Hablo en serio, por Dios! -Le di un bofetón-. ¡Te arrancaré la cabeza a golpes! ¡Más te vale ser considerada conmigo, maldita zorra retrasada! ¡Más te vale ser cariñosa, putón de tres al cuarto! ¡Más te vale ser cariñosa y tierna conmigo, más te vale quererme…! ¡MALDITA SEA, QUE ME QUIERAS, HE DICHO! Si no, yo… yo…”

No se andaba con tonterías; representa con tal crudeza algunas escenas que duele hasta leerlas.

Para el final nos deja la sorpresa de un posible final abierto, en un final más postmodernista de lo que es habitual en su obra, en boca del posible asesino nos comenta…

“Luane era un hueso muy duro de roer. Es posible que la caída escaleras abajo simplemente la dejara sin sentido y que alguien entrara después y acabara con ella de todas todas. Es posible que alguien estuviera escondido en la casa durante todo el tiempo que permanecí en su interior.

Sería el crimen perfecto, la verdad. Esa persona podría haber cometido el asesinato, para que yo cargase con la culpa después.”

Si alguien a quien le guste la novela negra, no ha leído a Jim Thompson, que me perdone, pero no tiene ni idea de lo que es novela negra.

Los textos provienen de la traducción del inglés de Antonio Padilla para esta edición de “El Exterminio” de Jim Thompson para la editorial RBA

Otro momento de recomendaciones policiacas

Entre los aficionados al género es bien conocida la existencia de una de las mejores colecciones de novela negra que se ha publicado en este país, fue editada por Ediciones Júcar  y el director era el gran Paco Ignacio Taibo II, se llamaba Etiqueta Negra y el contenido era simplemente excepcional (Westlake, Thompson, Hammett, Himes, McClure, Goodis, Ledesma, Juan Madrid, Pronzini, Manchette, Block, McBain…), así hasta conformar un largo etcétera que conjugaba clásicos, autores españoles y sudamericanos y lo último de la novela policíaca. Es tan buena que, poco a poco, haciendo arqueología en las librerías de segunda mano y ocasión, voy consiguiendo esos títulos que, en la mayoría de los casos no han sido reeditados en ningún sitio.

Si tenemos que hablar de quién ha cogido el legado de esta colección, está claro que debemos referirnos a Serie Negra de RBA que  ha cogido el testigo y está construyendo una colección sencillamente magnífica, sobre todo porque gracias a publicar a ciertos autores más comerciales están consiguiendo al mismo tiempo ir recuperando más y más clásicos, inencontrables hoy en día. La fórmula está siendo la misma, una sana mezcla de clásicos (Thompson, Chandler, Himes, McDonald, Millar..),  junto a autores de actuales más comerciales (Nesbo, Coben, Rankin, Kerr, Lehane…), escritores de habla hispana (Zanón, Ledesma, Salem, Ibáñez…) e incluso de novela detectivesca (Christie, Conan Doyle..). Además, para reforzar el conocimiento del género, están haciendo un trabajo estupendo en su web de novela negra (www.serienegra.es) y están más que activos en sus perfiles de Facebook y Twitter (@serienegra). La sensación es que les está yendo bien, tienen ya más de ciento sesenta títulos y no parece que se vaya a terminar a corto plazo, lo cuál me llena de satisfacción. ¿Para qué engañarnos? Uno de los listados que espero con más ganas todos los meses es el de RBA.

Esta semana, por lo tanto, en el rincón de recomendaciones policíacas, una recopilación con tres de las últimas obras publicadas en esta colección, tres obras imprescindibles en un podio de muchos quilates:

“Miami Blues” de Charles Willeford. Uno de esos títulos inencontrables y que acaban de recuperar es precisamente esta primera novela de Charles Willeford (1919 – 1988) de su serie con el detective Hoke Moseley. Estamos ante una de esas novelas donde la dicotomía investigador- criminal está presente desde casi el comienzo. El autor monta la novela desde los puntos de vista de los dos alternando capítulos de esta manera; así, por un lado tenemos al sociópata Frederick J. Freyer (“Tenía veintiocho años. Parecía mayor porque su vida había sido dura; las líneas en la comisura de los labios estaban demasiado profundas para alguien que no llegaba a los treinta años”); y por el otro a nuestro Hoke Moseley. La novela tiene la particularidad de estar ambientada en Miami con todo lo que ello conlleva (“Realmente me siento indefenso conduciendo y caminando por Miami sin un arma”). La absorbente trama se va enredando, las voces se suceden hasta mezclarse en los capítulos finales según se acerca la conclusión. Cada uno de ellos luchará por su identidad, uno por conservarla, otro por adoptar un estatus “respetable”, con consecuencias funestas. Es un “hardboiled” en su mejor tradición, al estilo de colosos como Bunker o Crumley: cruda y dolorosa, violenta. Solo queda que haya un poco de suerte y veamos la serie de Moseley publicada al completo.

“El asesinato como diversión” de Fredric Brown (1906-1972). Algunas novelas simplemente necesitan una premisa potente para ser escritas, luego puedes acabarlo bien o mal pero en la mente de quien lo lea siempre se va a quedar esa idea; si a una premisa interesante le unes inteligencia, entonces tienes una novela tan sobresaliente como esta. El punto de partida es tan innovador como divertido: una serie de crímenes empieza a producirse y el único punto en común para todos ellos está en los guiones para radionovelas escrito por el protagonista que… sorprendentemente, no se los ha enseñado a nadie. El estupendo escritor de novelas de ciencia ficción y relatos breves nos focaliza la narración en el peculiar Bill Tracy al que caracteriza maravillosamente (“Tracy os hubiera caído bien, a pesar de los extraños rumbos por los que su lógica lo conducía de vez en cuando. Pero os hubiera caído mucho mejor aún cuando estaba entonado”;“sobrio os resultaría un tanto cínico. Pero no se le podría culpar por ello; escribir guiones para radionovelas vuelve cínico al más santo y Tracy no era un santo”) utilizando un narrador omnisciente divertidísimo y que busca la complicidad con el lector. Con todo ello creó una novela divertida, ingeniosa, espléndidamente tejida, sin duda un clasicazo del género que no debe pasar desapercibido para nadie.

Y la joya de la corona entre estas maravillas, en lo más alto del podio, para “Retrato de Humo” de Bill Ballinger (1912- 1980).  Este escritor y guionista norteamericano creó en esta novela una de esas obras maestras imperecederas. Para ello utilizó uno de esos personajes que pasan a la historia por sus perversidades y grado de enrevesamiento: la protagonista femenina Krassy Almauniski, capaz de hacer cualquier cosa por ganarse un hueco en la sociedad (“Encontraba justo servirse del sexo, lo mismo que otras mujeres se servían de la educación, el talento o las relaciones sociales… o de un trabajo duro”). La historia comienza con la narración en primera persona del protagonista Danny April que, tras encontrar una foto de  Krassy, se enamora y la empieza a buscar sin descanso. Todo es nebuloso, ella es un “retrato de humo”, él no sabe casi nada de ella y tiene que empezar a construir su historia hablando con las personas que la han conocido. El escritor alterna esta voz con la de un narrador omnisciente que refleja la historia de Krassy con todas sus vicisitudes. Ahí está la magia, él conoce parte de lo que es Krassy pero no todo, eso solo lo sabemos los lectores y cuenta lo que cree conveniente para que sea así; la narración no es lineal y hay elipsis en todo momento. De esta manera consigue que la historia  sea muy fluida y enigmática según pasas las páginas, absorbente, sin esconder lo descarnado de la historia, pero sin regodearse en esa brutalidad palpable en cada página. El resultado, un final apoteósico que no hace más que subrayar un relato magnífico.