Frances Hodgson Burnett (1849-1924) fue una escritora que nació en Gran Bretaña aunque luego se trasladó a Estados Unidos. Alba, a través de su sello Rara Avis nos ha traído “La formación de una marquesa”, que consta de dos partes, aunque inicialmente se publicaron separadas en el mismo año 1901, ahora se publican conjuntamente; estas dos partes son “La formación de una marquesa” y “Los métodos de Lady Walderhurst”.
En esa primera parte asistimos a uno de esos relatos típicos de época que tanto se popularizó y dio tantas buenas muestras de saber hacer, solo hay que recordar los casos de Stella Gibbons o Nancy Mitford; en el que una muchacha de origen humilde busca solucionar su vida casándose con un rico heredero que haga que todo sea más fácil, aunque ni siquiera se lo proponga, pero con la ayuda inestimable de una madre esforzada:
“A veces, cuando hablaba con la muchacha, miraba a Lord Walderhurst con impaciencia. Una madre inquieta apenas podría haberlo observado con mayor deseo de analizar sus sentimientos. Harían una pareja estupenda. Él sería un excelente marido. Y tenía tres casas, y magníficas joyas. Lady Maria le había hablado de cierta tiara de diamantes que con frecuencia imaginaba refulgiendo en la exquisita frente de Agatha. A ella le quedaría infinitamente mejor que a la señorita Brooke o a la señora Ralph, que nunca la lucirían con espíritu.”
A pesar de resultar más convencional, la narración es sutil, clásica, modélica, ágil a pesar de no descuidar la forma más bien lírica de ciertos momentos. Sin embargo, esta convencionalidad desaparece al avanzar en la magnífica segunda parte. La aparición de Alec Osborn, el posible heredero que se ve perjudicado por la aparición de la nueva marquesa y su exótica esposa desencadenan momentos de una mala leche excepcional y muy alejados del típico relato decimonónico, solo hay que comprobar el momento en el que el tal Osborn se entera del matrimonio de Lord Walderhurst con la inocente y bondadosa Emily Fox Seton:
“Cuando recibió la noticia, Alec Osborn se encerró en sus habitaciones y estuvo blasfemando hasta que se le amorató la cara y corrieron sobre ella gruesas gotas de sudor. Era la maldita y negra suerte; y la maldita y negra suerte merecía negras maldiciones. Lo que los muebles de la habitación del bungaló oyeron fue bastante tremebundo, pero el capitán Osborn creía que la ocasión lo requería.”
Enervante le resulta al heredero la sola presencia de Emily, marquesa de Walderhurst que, si cabe, resulta del todo empalagosa y contraria a sus intereses y que, sin embargo, es tan sencilla que con poquito se conforma:
“Disfrutar del silencioso y perfecto funcionamiento de la gran mansión, salir en un carruaje sola o con cochero, pasear y leer, entretenerse el tiempo que fuera en las huertas y los invernaderos, para una mujer sana y con una flamante capacidad para disfrutar eran lujos de los que no podía cansarse.”
Hasta la mujer de Alec, Hester, no podrá abstraerse de la situación y, en un principio, ayudará a su marido a intentar deshacerse de ella: “-¡Sí, sácala a montar! –gritó- ¡A mí qué más me da! ¡La odio!¡La odio! Te dije que no podía, pero sí puedo. ¡Qué mujer tan estúpida! No tiene la menor idea de cómo me siento. Creía que me alegraría. No sabía si escupirle a la cara o echarme a reír. Me miraba a los ojos como platos, como la Virgen María el día de la Anunciación. ¡Necia! ¡Maldita, inhumana y necia!” sobre todo cuando se enteren de la maternidad de Emily.
De ahí hasta el final, y aprovechando la ausencia del marqués, Emily tendrá que luchar contra los elementos para poder sobrevivir a una situación que no era predecible desde el momento inicial. No desvelaré más detalles sobre la trama, ya que es mejor descubrirlos con la, en un principio amable lectura que se convierte, en su segunda parte, en una muestra de perversidad femenina deliciosa y estimulante, a la par que adictiva. Poco más se puede pedir para disfrutar de una lectura más que recomendable para casi cualquier mortal al que le guste la buena lectura.