Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Publicado inicialmente en Ópera World en este post.

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Wagner es uno de los mayores epítomes de una forma de entender el arte que, en los tiempos que corren, supone la antítesis de los derroteros hacia los que se aboca la cultura de lo audiovisual; escuchar la mayoría de las óperas del autor alemán conlleva una exigencia y un esfuerzo que trasciende hasta convertirse en algo titánico; obligar a una persona a estar durante más de cuatro horas parado, escuchando música y sin consultar un móvil u otro medio del estilo, se revela cada vez más como algo anacrónico en una sociedad donde lo digital deviene en inmediatez, donde se premia cada vez más la facilidad para acceder a los contenidos y disfrutarlos en el menor tiempo posible; un tiempo en el que se traduce el Quijote a un lenguaje actual o que se está discutiendo ya la necesidad de dejar que se utilicen los móviles en las salas de cine; en tales condiciones, resulta toda una experiencia estar cinco horas y media a solas con Parsifal, y el esfuerzo es recompensado con creces, estamos ante una música de primer orden que se convierte, en las manos de un director capaz, en algo único a pesar de la fatiga que causa.

Épica mística son las dos palabras que me vienen a la cabeza cuando reflexiono sobre la dirección inconmensurable en este Parsifal de Semyon Bychkov; aunque la combinación pueda parecer un oxímoron, reflejan a la perfección el sentimiento que se producía según iban pasando las horas; todo un prodigio de dirección que viene de un gran trabajo por detrás, la orquesta entendió a la perfección lo que quería el ruso y pudimos asistir a un despliegue musical que abrumaba por su intimidad en algunos momentos y emocionaba por su épica en un manejo de los crescendos llevados hasta una intensidad que parecía ilimitable, que atolondraba por la fuerza casi mística de una música eterna y perfectamente interpretada. El primer acto fue excepcional pero todo el final es, sencillamente, mágico. Respondió maravillosamente la orquesta, verdadera extensión de la batuta del maestro y, nuevamente, el coro combinó potencia y afinación, además de una buena dicción alemana, para superar los grandes escollos que suponen las partituras de Wagner con la dificultad añadida del gran espacio que media entre las dos actuaciones del coro masculino (en primer y tercer actos), sopranos y contraltos también dieron un gran espectáculo en el momento de las muchachas flor.

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Uno de los recursos más típicos en los montajes escénicos actuales es aprovechar un escenario giratorio (este mismo año, de hecho, hemos visto el Rigoletto de McVicar, que utilizaba esta posibilidad). Claus Guth también tomó partido de esta iniciativa y hay que reconocer que resultó un gran acierto, la forma en que lo planteó dotaba de una profundidad inusitada a las escenas, los giros no solo eran estáticos, sino que había ocasiones que le servían para desarrollar una escena al completo; además había dos plantas en todos los giros con lo que le daba pie a desarrollar más escenas. Gracias al gran trabajo de iluminación de Jürgen Hoffmann, podíamos ver una abadía -hospital transformarse en el castillo mágico de Klingsor sin que resultara incongruente. Especialmente interesante fue esta ambientación en el segundo acto con una fiesta de los años veinte en la aparición de las muchachas flor que dio brillantez a su planteamiento. Además todo el montaje estaba tan bien orientado que reafirmaba el sentido de la ópera. Un verdadero logro.

En la parte canora, el resultado fue bastante satisfactorio; empezando por el gran trabajo de Klaus Florian Vogt, un tenor dramático pero no heldentenor, sorprende el esplendor de su timbre que parece que no es adecuado para el papel (a la manera de un Windgassen, prototipo único del rol) pero su proyección es impecable, puede luchar sin problemas en las notas medias con la orquesta y, la verdad, es que configura un papel muy lúcido, tiene agudo, tiene fuerza, a poco que se le oscurezca la voz podemos tener un gran heldentenor; Kundry es un papel endiablado, extraña mezcla de mezzo y soprano que no todas pueden cantar, Kampe lucha con esfuerzos denodados y una gran actuación, totalmente creíble, pero es una lástima que la fatiga estrangule sus agudos en la parte final del segundo acto, el cansancio le hizo mella y no consiguió mantener la afinación, aún así, no fue una mala aproximación; Franz Josef Selig me maravilló hace un tiempo con su Rey Marke, parece que Gurnemanz se le queda un poco grande, grandes monólogos durante tanto tiempo, desbordan la nobleza de su timbre que se mantiene afinado a pesar de todo aunque no con la frescura inicial, no será de referencia, pero se sostiene durante toda la duración; mucho mejor Nikitin como Klingsor, quizá eché de menos una vena más maquiavélica, de verdadero villano, pero la proyección, el timbre, etc. se adaptan muy bien a este papel; insuficiente a todas luces el Amfortas de Detlef Roth, por debajo del resto del reparto; estupendo el Titurel de Jerkunica, estentóreo (mucho más que Anfortas) pero en su sitio; buenas actuaciones del resto de comprimarios con especial atención a las muchachas flor, la escena estuvo muy bien pensada y cantada.

Definitivamente, una noche para el recuerdo, los que duraron hasta el final disfrutaron y se emocionaron, es imposible no hacerlo con este despliegue.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

Fidelio en el teatro real: espectáculo digno pero olvidable

Artículo publicado inicialmente en Ópera World en este enlace.

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No me acordaba prácticamente de la producción de Pier ‘Alli cuando en el 2001 vino Barenboim a interpretar este Fidelio en el Teatro Real. No es un montaje que deslumbre especialmente, la primera parte es muy inmovilista, con pequeñas subidas y bajadas de decorados y escasa dirección artística siendo lo máximo el uso del coro en un momento puntual; sin embargo, la segunda parte utiliza de manera muy original un proyector que da mayor profundidad a lo que estamos viendo, especialmente interesante es la bajada a los calabozos y el clima claustrofóbico que se puede vivir con la entrada de Florestán y su rescate de la cárcel; no se puede decir que desentone, en general, la propuesta, y no cabe duda de que cumple su objetivo y es acorde a lo que se trata en el texto.

Tampoco es deslumbrante el trabajo en el foso de Harmut Haenchen, que opta por utilizar pasajes de la quinta sinfonía que parece que fueron escritos para la obra, aunque un servidor prefiere otras opciones; ciertamente fueron esos pasajes los que dirigió con más brío y ánimo ya que el resto de la obra se caracterizó por la monotonía, por una falta de chispa que solamente nos ofreció corrección pero lejos de la inspiración necesaria para sacar todo el jugo a una partitura que tiene muchísimos matices. La orquesta estuvo dubitativa y adormecida, especialmente en el caso de los metales. Además hubo un desequilibrio manifiesto en algunos pasajes donde la orquesta estaba muy por encima de los solitas, causando que estos tuvieran que gritar para poder ser oídos. Haenchen no cuidó demasiado estos momentos y de ahí que funcionase mejor cuando estuvo el coro en escena como en el concertante final.

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Entre los cantantes de Fidelio en el Teatro Real hubo de todo. Bien la Leonora de Adrianne Pieczonka, cálida y poderosa en su papel, muy lírica, quizá le faltó un poco de fuerza en el final sobre todo desde el dúo con Florestán, la lucha contra la orquesta en dicha parte final minó sus fuerzas y no pudo cerrar el papel como se merecía, aun así, fue un buen trabajo y bien actuado; flojo, en cambio el Florestán de König, desde su aria de comienzo del segundo acto no dejó lugar a los matices, afortunadamente su vibrato no es muy exagerado pero en las notas más altas acusaba tirantez, sobre todo el final de su aria o el dúo con Leonora donde habría sido necesaria una mayor suficiencia, parece que en estos últimos años está volviéndose más heroico pero está perdiendo claridad en el registro más agudo; estupenda Anett Fritsch con una Marzellina bien actuada y mejor cantada, facilidad para hacer agudos y coloraturas y no perder nada de potencia, sorprende, de hecho, lo bien que se oía en el concertante final, por encima de Pieczonka; buenísimo igualmente el Rocco de un Franz-Josef Selig que se está volviendo una referencia en el registro bajo, poderoso y sonoro, noble en su factura en la mezza voce y agudos potentes y bien timbrados, un verdadero deleite escucharle; correcto sin más alardes el Don Pizarro de Alan Held, muy tosco en general en toda su actuación, sobre todo si lo comparas con Selig, la actuación por lo menos equilibraba estos detalles para obtener un resultado medio al menos suficiente; adecuados sin más Juric y Lyon como Don Fernando y Jaquino, no sobresalieron pero tampoco desentonaron. Sobresaliente el coro de nuevo en sus dos importantes intervenciones, sobre todo en ese final que suele dejar tan buen sabor de boca al público.

Aplausos y contento general de un público que disfrutó de un espectáculo digno, aunque olvidable según pase el tiempo.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

“Tristán e Isolda”: el amor terrenal hacia lo místico

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“… höchste Lust!”, suenan los últimos acordes de este “supremo deleite”, Isolda (en esta ocasión en la piel de Violeta Urmana) . Las lágrimas anegan mis ojos y resbalan poco a poco pero seguras por mis mejillas sin control, me hacen reprimir el gesto; no son dolorosas, son lágrimas de felicidad, de suprema unión con la música de Wagner, otra vez; ¿ocurrirá algún día que no llore cuando escucho “Tristán e Isolda”? Todavía lo estoy esperando, mientras sigo disfrutándola cada vez. Sigo emocionándome hasta el límite con una música inmortal, una obra perfecta por su simbiosis texto-música; una obra eterna que acaba en esa palabra, Lust (deleite), el último grito de una Isolda mística, en un Fa en pianísimo; qué paradójico que uno de los monumentos más grandes a la humanidad acabe con tal sencillez, sin hacer ruido, dejándonos con la música fluyendo, como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sucedido en nuestro interior.

Espectáculo plausible, con sus luces y sus sombras, el que nos trae en esta ocasión el Teatro Real para representar una de las obras maestras de Wagner más conocidas y apreciadas por el  público; de hecho, en las varias ocasiones que la he visto, a pesar de su duración, normalmente de 4 horas, la gente suele disfrutar; no es lo mismo oír a Wagner en un disco que disfrutarlo en vivo, lo cambia todo. “Tristán e Isolda” permite prácticamente todo tipo de montajes; de hecho, los mejores, sin que sirva de precedente, suelen ser minimalistas, porque entroncan directamente con el carácter de la obra. En este caso, Sellars y el videógrafo Bill Viola lo tenían muy claro. Ya comentó Sellars, de hecho,  que su objetivo era que la gente se fijará en el vídeo proyectado por detrás con el montaje de Viola y, en mi opinión, lo consiguió, excepto en ciertos momentos que detallaré ahora. La mayoría del tiempo era una puesta en escena espartana, sin mobiliario, sin trajes, los protagonistas del momento iluminados por los focos. O ni eso, ya que el marinero canta desde un lugar indefinido del teatro nada más empezar la obra, convirtiéndose en la tónica con el resto de personajes. Esto es más que patente en la escena del filtro de amor, el coro canta desde las alturas del paraíso, instrumentos debajo del paraíso, el rey Marke por el pasillo central, se ilumina todo… y, a pesar de buscar espectacularidad e introducir al espectador en la representación, se desvía totalmente la atención, no ya solo del vídeo, sino de la escena crucial del Filtro de amor que está sucediendo en ese momento. Sin embargo en otros casos sí funciona, como en la sobrecogedora escena de los avisos en el dúo de amor con una Brangäne que cantaba desde el paraíso y nos envolvía a todo el teatro con su música sin quitar sentido a la representación. Los vídeos de Viola siguen un hilo conductor muy claro: el paso del amor terrenal hacia un amor más trascendental, prácticamente místico, y sus vídeos van encaminados a ello aunque unas veces funcionen mejor que otras. El primer acto, en especial, en opinión de este crítico, es el menos logrado; no desde su hilo conductor, en el que está perfectamente integrado, sino en la obra, el tipo de imágenes que iban apareciendo conseguían sacarte por momentos de la representación, de la música y eso no debe ocurrir; las grandes obras parecen cohesionadas, aquí por momentos te sentías desubicado con la música a pesar de algunos momentos de gran belleza. En cambio en el segundo acto estaba perfectamente hilada la unión de los amantes y posterior disolución y, encima, las imágenes eran bellísimas: el fuego del amor, el agua de la purificación. Esa imagen de las velas que van encendiéndose según su amor se inflama al límite. Ese ocaso en la traición al Rey Marke. El  acto final continúa en la línea del anterior y enfatiza la disolución de los amantes para llegar a algo superior, por encima de todo, donde se encontrarán. El agua se convierte en la imagen que une su muerte y  en el “Liebestod” la cascada que eleva un cuerpo refleja como nunca lo cantado; qué imagen más inolvidable.

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Tengo que reconocer que no tenía esperanzas en lo que iba a hacer Piollet con esta obra; pero me encanta decir que estaba equivocado, a pesar de mis prejuicios iniciales, entendió bastante bien la obra y consiguió transmitir al público su visión personal; no es un director sutil, y desde luego no es paciente, tiende a entusiasmarse con la música y acelera los clímax de tal forma que no se disfrutan como se deberían; le ocurrió en la escena del Filtro de amor donde, como las decisiones escénicas, no pegaban demasiado con lo que en realidad se debería haber buscado: demasiado efectismo innecesario. Sin embargo, todo el segundo acto estuvo comedido y tuvo unos momentos de gran inspiración, como en los avisos  y durante todo el dúo de amor, el acto final tendría que haberlo leído de otra manera, los cantantes estaban agotados, y habría hecho falta un poco más de contención,  afortunadamente la música fluyó y fue una dirección razonable, sin exquisiteces pero efectiva para transmitir la grandísima música del compositor alemán. Gran momento el del solo del Corno inglés por Álvaro Vega, una verdadera maravilla.

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La Isolda de Violeta Urmana  estuvo bien dibujada desde lo actoral, colérica en ese primer acto de desesperación que la llevaba a desear la muerte, amante pasional en el segundo en sus delicados momentos con Tristán y totalmente transfigurada ante la muerte de su amor en el último; el problema es que la voz, a pesar de cumplir con todos los sobreagudos y luchar con la orquesta con un volumen desmesurado, ya no está en su mejor momento, las notas más agudas sonaron afeadas, por momentos con demasiado vibrato, y en el final, compuso el Liebestod que pudo, cansada, no pudo dar un Fa en piano de una duración  celestial como suele ser habitual, casi se cortó, fue una interpretación adecuada pero lejos de lo que se le puede sacar al grandísimo papel; Robert Dean Smith, en esta época de crisis de voces wagnerarianas y en ausencia de heldentenors, se ha convertido en el que repite una y otra vez este papel a pesar de no serlo, es más un lírico spinto con voz ancha y cierta potencia en las notas medias pero al cubrir las notas su emisión no llega a más de lo que lo hace ahora, digamos que es poco heroico; estuvo muy valiente, sorprendentemente, en el segundo acto, acto que, la mayoría de tenores suelen bajar su rendimiento para brillar en el último; aquí no sucedió (ojo a lo que puede pasar en las siguientes representaciones), lo dio todo, lo que puede dar, y no calculó demasiado bien, en una voz media, casi acabando rompió la voz audiblemente; el tercer acto estuvo demasiado comedido, miedoso y sin confianza; fue aplaudido, sobre todo porque el público es consciente de la dificultad, pero no fue la mejor de sus noches, a pesar de ser tan bravo. Alejandro Marco-Buhrmester tuvo que sustituir a última hora a Jukka Rasilainen (sorprendente que el teatro no pusiera una octavilla o avisara en el teatro, solo se dijo en redes sociales…) hizo lo que pudo, mejor en el primer acto, pero en el último su voz no fluía, como si se hubiera agotado, parecían recitados a gran volumen más que otra cosa. Franz-Josef Selig, en cambio, estuvo excelente en su interpretación del Rey Marke, su tierno patetismo ante la traición de su amigo Tristán fue reflejada con una voz plena, con unos graves bellos, gran potencia y agudos claros aunque un poco abiertos en algún momento, qué interpretación más convincente la del bajo; Ekaterina Gubanova perfiló una buena Brangania, sin aspavientos, con buen fraseo y algún momento hermoso como el ya comentado en el primer aviso especialmente, subyugó con su voz aunque se descompensó ligeramente por cantar desde arriba y querer que se escuchara bien; no es una mezzo de gran tesitura pero lo que tiene lo ejecuta con precisión. El Melot de Suliman no sobresale por nada en especial, es adecuado para el papel y con eso ya es bastante. Lo mismo podemos decir de los condenados a cantar en algún sitio escondido por Sellars; Nigro y César San Martin. Bien el primero en la canción del marinero del principio. El coro por una vez no sobresalió en demasía desde el paraíso.

En conclusión, buena representación que servirá para que mucha gente haya descubierto o redescubierto a Wagner y que, aunque no sea excelsa, se guardará en un rincón de nuestro corazón.