Mi primer acercamiento a la norteamericana Cynthia Ozick ha sido directamente una confirmación; había pensado en ir a sus famosos cuentos, pero la editorial Mar Dulce ha publicado Metáfora y Memoria. Ensayos reunidos en este mismo año y me parecía una buena solución intermedia para empezar con ella. Como podéis suponer me ha convencido, y mucho; esta antología contiene ensayos que se dividen en dos grandes grupos: aquellos relativos a las temáticas (cualquier tema en particular asociado a la literatura principalmente) y los que se refieren a los autores (con reflexiones sobre diferentes escritores).
Sentía la necesidad de poner algo sobre ellos y en el horizonte se me planteaban dos posibilidades: por un lado, adoro todo lo relativo a Henry James que aparece en sus segunda parte; por el otro, un metaensayo con el que se inicia la antología llamado “Ella: retrato del ensayo como cuerpo tibio” donde encontramos una reflexión tremendamente lúcida sobre el carácter y la forma del propio género. Me he decidido por este último desde que leí la primera página:
“Un ensayo es un producto de la imaginación. Si en un ensayo hay información, es solo circunstancia, y si hay una opinión, es necesario desconfiar de ella a largo plazo. Un ensayo genuino no tiene aplicación educativa, polémica, ni sociopolítica; es el movimiento de una mente libre que juega. Si bien está escrito en prosa, se halla más cerca en esencia de la poesía que de cualquier forma literaria. Al igual que un poema, un ensayo genuino está hecho de lenguaje, de personalidad, de un estado de ánimo, de temperamento, de agallas, de azar.
Y si hablo de un ensayo genuino es porque los falsos abundan. Podemos recurrir aquí al anticuado término poetastro, aunque indirectamente. Lo que el poetastro es al poeta –u aspirante menor-, el artículo es al ensayo: una imitación consumada destinada a envejecer pronto. Un artículo es chisme. Un ensayo es reflexión y visión interior.”
Ozick reflexiona sobre la esencia del ensayo y lo equipara con la poesía distinguiendo entre ensayos genuinos y ensayos falsos, abundando desgraciadamente estos últimos. Es imposible no rendirse ante la elocuencia de la escritora, sobre todo cuando compara el ensayo genuino con el “artículo” y define su sentido ontológico en base a su perdurabilidad y su capacidad de reflexión. De estas características es capaz de dilucidar sobre una característica que no había pensado anteriormente: el poder:
“De modo que el ensayo es antiguo y variado, pero esto es un lugar común. Hay algo más y es algo todavía más sorprendente: el poder del ensayo. Por “poder” me refiero precisamente a la capacidad de lograr lo que la fuerza siempre logra: obligarnos a asentir. No importa que la forma y la inclinación de un ensayo se opongan a la coerción o la persuasión ni que el ensayo tampoco se proponga ni busque hacernos pensar como su autor, al menos no abiertamente. Si un ensayo tiene una “motivación”, esta se vincula más con la casualidad y la oportunidad que con la voluntad aplicada. Un ensayo genuino no es un tratado doctrinario, un esfuerzo propagandístico ni una jeremiada.”
En efecto, según lo leía me ocurría exactamente lo que comentaba la autora, sentía la necesidad de asentir; y este asentimiento estaba en contra de lo que yo pensaba sobre el género:
“A fin de cuentas, en ensayo es una fuerza destinada a obtener un consentimiento. Se apropia del consentimiento, lo corteja, lo seduce. Porque durante la breve hora que nos entregamos a él es seguro que nos rendiremos, convencidos. Todo esto ocurrirá aunque estemos intrínsecamente decididos a resistirnos.”
El ensayo, según Ozick, no debería convertirse en un tratado doctrinario o propagandístico, más bien debería ser “esa fuerza destinada a obtener el consentimiento” de sus lectores que sentirán cómo sus ideas preestablecidas cambian ante los argumentos que nos está mostrando. Para entender aún mejor sus cualidades, lo contrapone con la novela:
“La novela tiene la capacidad para someternos. Suspende nuestra participación en la sociedad en la que vivimos cada día, de modo tal que mientras leemos, la olvidamos por completo. Pero el ensayo no nos permite olvidar nuestras sensaciones y opiniones habituales; hace algo aún más potente: nos hace negarlas. La autoridad de un ensayista magistral –la autoridad del lenguaje sublime y de la observación íntima- es absoluta. Cuando estoy con Hazlitt, no conozco mayor compañía que la naturaleza. Cuando estoy con Emerson no conozco mayor soledad que la naturaleza.”
Mientras la novela nos aliena, nos aísla de la sociedad, nos somete al dictado de la ficción; el ensayo actúa sobre nuestras opiniones y sensaciones habituales, siempre y cuando el ensayista sea tan magistral que sea capaz de convencernos de sus argumentos; sí está claro que el ensayo no nos sustrae de la realidad que vivimos, más bien nos integra con ella y nos ilumina sobre temas de los que no éramos conscientes. Una vez establecidas estas bases, da un paso más allá entrando en la aparente arbitrariedad de los argumentos, o la dispersión de la que a veces se le puede culpar y define varias de sus cualidades:
“Lo maravilloso de todo esto es que de esta Parente arbitrariedad, de esta caprichosa dispersión del ver y del contar, nace un mundo coherente. Es coherente porque un ensayista debe ser, después de todo, un artista y todo artista, cualquier que sea el medio que utilice, llega a un marco imaginativo singular y sólido, o llamémoslo, en menor escala, una cosmogonía.
Y es dentro de este marco, de esta obra de arte, donde quedamos atrapados como peces en una red. ¿Qué nos mantiene atrapados allí? La autoridad de una voz, el placer -a veces la ansiedad- de una nueva idea, de un ángulo insólito, de un trocito de reminiscencia, de una dicha revelada o de un susto transmitido. Un ensayo puede ser el fruto del intelecto o de la memoria, de la liviandad o del abatimiento, del bienestar o de la irritación. Pero siempre hay en él una cierta quietud, a veces una suerte de distanciamiento. La furia y la venganza, creo, pertenecen a la ficción. El ensayo es más apacible.”
Posiblemente la que más me gusta es su cualidad de ser apacible, alejado de la furia y la venganza. Es la autoridad del narrador la que nos engancha a un ensayo pero no lo hace de manera violenta, muy al contrario, hay una calma inherente a todo ensayo genuino. El giro final de la autora, simplemente excepcional, es atribuir el género femenino (el del título: ella) al ensayo, toda una subversión del valor tradicional asociado a lo masculino, de esta manera le asigna características insospechadas y nos prepara ante la posibilidad de que el poder se desplace, nada malo hay en que “ella” sea el ensayo, importa más que este ahí, que esté viva, que nos invite a entrar para sumergirnos en su autoridad magistral:
“Digamos que no tiene sentido decir (como lo he hecho repetidamente, aborreciéndolo cada vez) “el ensayo”, “un ensayo”. El ensayo –un ensayo- no es una abstracción; puede ser una forma femenina de contornos reconocibles, pero también muy colorida y con una identidad individual; no es un tipo. Es demasiado fluida, demasiado esquiva para ser una categoría. Puede ser osada, puede ser tímida, puede confiar en su belleza, en su inteligencia, en su erotismo o en su exotismo. Sea cual fuere su historia, es la protagonista, la personificación del yo secreto. Cuando llamamos a su puerta, nos abre, es una presencia en el umbral, nos guía de una sala a la otra; entonces ¿por qué no deberíamos llamarla “ella? Puede que en privado se muestre indiferente a nosotros, pero no puede ser más hospitalaria. Por encima de todo, no es un principio oculto ni una tesis ni una construcción: ella está allí, es una voz viva. Y nos invita a entrar.”
No sé si he convencido a alguien para leer a esta escritora, espero que alguno lo tenga ya claro; de todos modos me permito terminar con su idea de lo que debe ser la meta de la literatura; nos presenta la dicotomía universal-particular; siendo la segunda la verdadera definición de lo que busca el arte literario en la actualidad: mostrar, reconocer aquello que es particular:
“Así llegamos, al fin, al pulso y a la meta de la literatura: rechazar el borrón de lo “universal”; distinguir una vida de otra; iluminar la diversidad; encender la menor partícula de un ser para mostrar que es concretamente individual, diferente de cualquier otro; narrar, en toda la maravilla de su singularidad, la santidad intrínseca de la partícula más pequeña.
La literatura es el reconocimiento de lo particular.”
Los textos vienen de la traducción de Ernesto Montequin de Metáfora y Memoria. Ensayos reunidos de Cynthia Ozick para la editorial Mar Dulce