El emperador de la Atlántida en el Teatro Real: retazos de un alma desesperada

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El emperador de la Atlántida en el Teatro Real

Siempre es un placer poder disfrutar la obra de Viktor Ullman por dos razones principales igualmente atrayentes: lo primero, indudablemente, son las circunstancias en las que se produjo su composición, en el campo de concentración de Terezín, es imposible separar estos acontecimientos del resultado final, ya que la ópera refleja a la perfección lo que el compositor estaba viviendo y se convierten en un verdadero epitafio que tiene grabada en su música el alma del compositor. En segundo lugar, la perfecta conjunción entre música, letra y circunstancias hacen de esta corta composición una pequeña obra maestra.

Para esta recuperación, se ha optado por repescar otras obras del compositor e integrarlas de alguna manera según una unidad temática. De ahí ese El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke que inicia el espectáculo y que narra Blanca Portillo, el Adagio in memoriam Ana Frank e incluso una Pequeña obertura para ‘El emperador de la Atlántida’. Esto no es forzosamente malo, es bueno aprovechar el momento para recuperar otras obras del compositor. Lo que no cuadra, a priori, es que el nombre de Pedro Halffter aparezca tantas veces debido a que ha realizado orquestaciones sobre lo que compuso Ullman, como si fuera prácticamente el compositor.

El resultado final es una mezcla bastante curiosa, los tres primeros fragmentos que mencionaba funcionan como un triple prólogo (que se suman al prólogo de la propia ópera) y que se conjuntan bien al tratarse de la música del mismo compositor, aunque no pierden su identidad individual. Si bien es cierto que el espectador se siente extraño ya que está presenciando un espectáculo teatral amenizado con música. Tal es el caso de la primera parte, fragmentos musicales con los textos recitados de Blanca Portillo y una mínima acción teatral aderezada con continuos vídeos grabados para dar el efecto. Luego llega la ópera y, desde luego, no se puede negar el buen trabajo de orquestación, pero no es exactamente lo que uno espera tras haberla escuchado anteriormente. El minimalismo que tan bien cuadra con la concepción musical inicial, una orquesta más reducida, aquí se ve magnificado por una orquesta llevada a seis contrabajos nada menos! Los cantantes tienen que hacer grandes esfuerzos para que se les oiga. El propio Halffter sugirió en alguno de los ensayos que tenían que cantar más fuerte, como si se tratara de una ópera wagneriana. Esta actitud es comprensible si tiene uno en cuenta los decibelios que salían en algunos momentos del foso. No digo que el resultado no fuera atractivo, mis problemas van más en el sentido de si de verdad esto es necesario para descubrir a Ullman, más bien descubrimos a Halffter y, de fondo, el trabajo del compositor. Tendría más sentido haber mantenido la versión original. La dirección de Halffter fue muy amplia en gesticulación, abarca toda la orquesta, da una impresión (quizá errónea) de ostentación, la orquesta funcionó bastante bien ante su más que reconocido conocimiento de la partitura.

El emperador de la Atlántida en el Teatro Real

La presentación escénica de Tambascio resultó bastante interesante para pintar la vida del dictador al que la Muerte le boicotea su plan, el escenario era sencillo, funcional, mostraba una segunda escena (la del emperador y el altoparlante) que subía en algún momento preciso sirviendo para mostrar dos escenas de manera paralela. La combinación de los dos escenarios junto con el juego de luces sobraban para mostrar el fracaso del dictador ante la muerte, lo que probablemente soñó Ullman, aquello que deseó con todas sus ganas ante una situación desesperada: al fin y al cabo, esta ópera recogían los retazos de un alma desesperada.

En cuanto a los cantantes, cumplieron sin aspavientos, la mayoría son papeles cortos que no dejan una gran huella; destacaron ligeramente Marco-Buhrmester como emperador y Martin Winkler como altoparlante; convincente Torben Jürgens como la Muerte, insuficientes Padullés y Casals, difíciles de escuchar en algunos momentos; demasiado tirantes los agudos de Iniesta y, sobre todo, de Ana Ibarra.

Aceptación del público de una función ciertamente diferente donde el director musical se llevó las mayores ovaciones.

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

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Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Wagner es uno de los mayores epítomes de una forma de entender el arte que, en los tiempos que corren, supone la antítesis de los derroteros hacia los que se aboca la cultura de lo audiovisual; escuchar la mayoría de las óperas del autor alemán conlleva una exigencia y un esfuerzo que trasciende hasta convertirse en algo titánico; obligar a una persona a estar durante más de cuatro horas parado, escuchando música y sin consultar un móvil u otro medio del estilo, se revela cada vez más como algo anacrónico en una sociedad donde lo digital deviene en inmediatez, donde se premia cada vez más la facilidad para acceder a los contenidos y disfrutarlos en el menor tiempo posible; un tiempo en el que se traduce el Quijote a un lenguaje actual o que se está discutiendo ya la necesidad de dejar que se utilicen los móviles en las salas de cine; en tales condiciones, resulta toda una experiencia estar cinco horas y media a solas con Parsifal, y el esfuerzo es recompensado con creces, estamos ante una música de primer orden que se convierte, en las manos de un director capaz, en algo único a pesar de la fatiga que causa.

Épica mística son las dos palabras que me vienen a la cabeza cuando reflexiono sobre la dirección inconmensurable en este Parsifal de Semyon Bychkov; aunque la combinación pueda parecer un oxímoron, reflejan a la perfección el sentimiento que se producía según iban pasando las horas; todo un prodigio de dirección que viene de un gran trabajo por detrás, la orquesta entendió a la perfección lo que quería el ruso y pudimos asistir a un despliegue musical que abrumaba por su intimidad en algunos momentos y emocionaba por su épica en un manejo de los crescendos llevados hasta una intensidad que parecía ilimitable, que atolondraba por la fuerza casi mística de una música eterna y perfectamente interpretada. El primer acto fue excepcional pero todo el final es, sencillamente, mágico. Respondió maravillosamente la orquesta, verdadera extensión de la batuta del maestro y, nuevamente, el coro combinó potencia y afinación, además de una buena dicción alemana, para superar los grandes escollos que suponen las partituras de Wagner con la dificultad añadida del gran espacio que media entre las dos actuaciones del coro masculino (en primer y tercer actos), sopranos y contraltos también dieron un gran espectáculo en el momento de las muchachas flor.

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Parsifal de Richard Wagner en el Teatro Real: épica mística

Uno de los recursos más típicos en los montajes escénicos actuales es aprovechar un escenario giratorio (este mismo año, de hecho, hemos visto el Rigoletto de McVicar, que utilizaba esta posibilidad). Claus Guth también tomó partido de esta iniciativa y hay que reconocer que resultó un gran acierto, la forma en que lo planteó dotaba de una profundidad inusitada a las escenas, los giros no solo eran estáticos, sino que había ocasiones que le servían para desarrollar una escena al completo; además había dos plantas en todos los giros con lo que le daba pie a desarrollar más escenas. Gracias al gran trabajo de iluminación de Jürgen Hoffmann, podíamos ver una abadía -hospital transformarse en el castillo mágico de Klingsor sin que resultara incongruente. Especialmente interesante fue esta ambientación en el segundo acto con una fiesta de los años veinte en la aparición de las muchachas flor que dio brillantez a su planteamiento. Además todo el montaje estaba tan bien orientado que reafirmaba el sentido de la ópera. Un verdadero logro.

En la parte canora, el resultado fue bastante satisfactorio; empezando por el gran trabajo de Klaus Florian Vogt, un tenor dramático pero no heldentenor, sorprende el esplendor de su timbre que parece que no es adecuado para el papel (a la manera de un Windgassen, prototipo único del rol) pero su proyección es impecable, puede luchar sin problemas en las notas medias con la orquesta y, la verdad, es que configura un papel muy lúcido, tiene agudo, tiene fuerza, a poco que se le oscurezca la voz podemos tener un gran heldentenor; Kundry es un papel endiablado, extraña mezcla de mezzo y soprano que no todas pueden cantar, Kampe lucha con esfuerzos denodados y una gran actuación, totalmente creíble, pero es una lástima que la fatiga estrangule sus agudos en la parte final del segundo acto, el cansancio le hizo mella y no consiguió mantener la afinación, aún así, no fue una mala aproximación; Franz Josef Selig me maravilló hace un tiempo con su Rey Marke, parece que Gurnemanz se le queda un poco grande, grandes monólogos durante tanto tiempo, desbordan la nobleza de su timbre que se mantiene afinado a pesar de todo aunque no con la frescura inicial, no será de referencia, pero se sostiene durante toda la duración; mucho mejor Nikitin como Klingsor, quizá eché de menos una vena más maquiavélica, de verdadero villano, pero la proyección, el timbre, etc. se adaptan muy bien a este papel; insuficiente a todas luces el Amfortas de Detlef Roth, por debajo del resto del reparto; estupendo el Titurel de Jerkunica, estentóreo (mucho más que Anfortas) pero en su sitio; buenas actuaciones del resto de comprimarios con especial atención a las muchachas flor, la escena estuvo muy bien pensada y cantada.

Definitivamente, una noche para el recuerdo, los que duraron hasta el final disfrutaron y se emocionaron, es imposible no hacerlo con este despliegue.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

Nietzsche y la música de Blas Matamoro. Una vida de discrepancias

matamoroPublicada inicialmente en Opera World en este post.

Interesante la propuesta que nos trae Fórcola a través del experimentado Blas Matamoro que, partiendo de los escritos del propio filósofo, se propone indagar en la tortuosa relación de Friedrich Nietzsche con la música de su época; el resultado está lleno de peculiaridades que demuestran una vez más sus propias contradicciones internas, toda una vida de discrepancias que son aún más patentes al estudiar sus textos.

Su compleja personalidad aunó diferentes disciplinas, siendo la cualidad de ser diletante una de varias pero todas ellas configuraron una identidad que llevó hasta la misma locura:

“¿Filósofo, filólogo, músico? Acaso, ninguna de las tres profesiones puede soportar la identidad de Nietzsche. A la vez, como es lógico, las tres corporaciones profesionales lo consideraron un extraño, cuando no un asaltante o, por lo menos, un diletante. Lo más seguro –siempre teniendo en cuenta que la seguridad no es un valor nietzscheano – es señalarlo en tanto escritor, un redactor de literatura que, como buen heredero del romanticismo que afirmó y del cual abominó, según su costumbre, elude obedecer a todo género y confiar en lo que la palabra le dice más que en aquello que él quiera hacerle decir. Esto hasta el delirio y la locura, aceptando que ambos tienen su propia lógica.”

 Sin embargo, hasta en los momentos finales de su racionalidad la música cobró una inusitada importancia convirtiéndose en su destino, en su alienación final:

“Lo único claro en este campo es la situación vital de Nietzsche a mediados delos años setenta: ruptura con Wagner, diarios y revistas que se empiezan a olvidar de él, has el punto de que en su último año de lucidez, 1888, ya había abandonado el piano, la lectura y la escritura, apenas si iba a conciertos (Eugène d’Albert, el famoso virtuoso del piano, le resultó frustrante) y sólo asistía a representaciones de Carmen, que le evocaban un paisaje meridional, cálido y luminoso: el XVIII veneciano, la bonhomía, el ensueño, el antimundo, lo clásico y su destino: la música. “La música me produce ahora unas sensaciones como nunca antes. Me libera de mí mismo, me devuelve a la sobriedad, como si yo me observara desde su lejanía, hipersensible…” Y así, el extremo de su alienación fue musical: un largo silencio.”

Si hay una figura que marcó su relación con la música fue Wagner; todo un cúmulo de circunstancias la rodearon y estuvo marcada por los contrastes: Nietzsche pasó del amor más absoluto a Wagner y todo lo que hacía hasta un odio del tipo más radical; en el siguiente párrafo podemos asistir a algunas de estas reticencias expresadas ya por el filósofo en un cuaderno de notas de 1873:

“Ya en 1873, en un cuaderno de notas, Nietzsche apuntaba algunas radicales reticencias ante Wagner: intentar una renovación artística partiendo del teatro, arte destinado a una masa tosca; un tirano de las masas con nada de reformador; un arte sectario y aislado; como italiano sería exitoso, pero los alemanes consideran la ópera como algo latino, extranjero, algo poco serio y cómico; un intento de redención alemana de la que los alemanes ni se enteran; Wagner es independiente pero inmoderado, histriónico, amorfo, inmodesto; es un porteador cultural, un legislador, con gran sentido de la unidad; música y poesía de escaso valor y una dramaturgia retórica, a lo grande y de alto nivel; un gran esfuerzo fracasado. Más aún: el arte nuevo no puede arrasar con la historia y así Wagner acabó aprobando el dominio del cantante, como en la ópera tradicional. Tampoco vio que en el nacimiento de la tragedia no hay palabra sino música pura. No debe el arte devolvernos a la inocencia para siempre perdida sino liberarnos de la culpa.”

En esta disertación sobre lo musical aplicado a su persona y sus sensaciones me quedo con el siguiente párrafo, excepcional, donde el autor nos introduce el término nietzscheano Unzeitmässig a la hora definir la experiencia sonora, escuchar música; me quedo con la indefinición más que son sus posibles definiciones (inexactas por otra parte), ya que esta indefinición (no poder medirse en unidades de tiempo) evoca una experiencia que nos lleva lo sublime. Vivir en la sublimidad y no darte cuenta de cómo pasa el tiempo porque están siendo infinitamente feliz. Muchas veces he sentido esto que tan bien expresa Matamoros:

“La música produce un género muy peculiar de felicidad, que consiste en desarrollar nuestra capacidad de olvidar, de vivir “en el umbral del instante”, sentir durante un tiempo de modo ahistórico como un recién nacido. Sin historia, nos desujetamos y accedemos al gozo, más allá del placer que nos proporciona el bello sonido. En el tiempo de la historia, todo se desvanece y muere. La música, como el mito, no muere, porque se repite y propone volver a un incorruptible momento del tiempo, no el del devenir, sino el del Ser, el Tiempo Fuerte de los mitos sobre el que tantas sabias páginas ha escrito Mircea Eliade. […] Es lo Unzeitmässig, palabra muy nietzscheana y que ha merecido variables traducciones: intemporal, extemporáneo, intempestivo, inactual, inoportuno. Literalmente, es lo que no puede medirse en unidades de tiempo.”

A partir de esta definición es comprensible que se extienda en la generalidad del arte y su cualidad de seducción, sobre todo en contraposición con la ciencia:

“Nietzsche define en El nacimiento de la tragedia: “La facultad yacente a estos mecanismos.” A partir de aquí, cada disciplina se dirige a distintas metas. La del arte es el saber último del Ser, que es sagrado y, por lo mismo, intocable, es decir que no lo puede siquiera rozar la palabra. Sólo cabe confundirse con él y esto lo hace el arte, cuya esencia es la música. No constituye una religión porque carece de teología, es decir de la ciencia de Dios. El arte no rinde cuentas de sus viajes, no los explica ni demuestra: seduce, convence, tienta. Mantiene viva la vida por su fuerza instintiva y su decisión ficcional. La ciencia desvitaliza lo vivo y la religión, lo somete. El arte respeta su libertad vital.”

En el caso del filósofo, no podemos hablar de “gusto” o de “estética” aunque sí podría demostrarse una teoría del acto estético:

“Friedrich desdeñaba la palabra gusto. Los genios carecen de gusto y los hombres de buen gusto razonan con notable chatura al tratar de cosas profundas. De aquí no parece que pueda surgir una estética en el sentido doctrinal de la palabra, es decir una preceptiva de lo bello o lo sublime. “Como un conjunto unitario, coherente y claramente reconocible” no hay, pues una estética nietzscheana, según opina sensatamente Vattimo. No obstante, sí cabe una teoría del acto estético, donde coindicen –sigo a Vattimo- el impulso vivificador dionisíaco y el sentido apolíneo del límite, la claridad y la forma. La conciliación se da en la danza, mímica del cuerpo hecho símbolo y corporización de la música. “

En su ataque contra Wagner arrastró a Brahms por el camino, sinceramente, no puedo estar menos de acuerdo con la apreciación de Nietzsche al respecto, creo que Brahms llegó a la plenitud y no se creía para nada incapaz:

“Con el tiempo, Friedrich devaluó a Brahms y a Wagner por las mismas razones: representaban el espíritu bajamente alemán del Imperio. Por eso, oponerlos es un malentendido. La de Brahms es una música innecesaria, una música demasiado musical. Es la obra de un pobre que se enorgullece de admitir su pobreza y siente la melancolía de la incapacidad. Ansía la plenitud sin poder crearla, proclamando su impotencia. Anhela lo propio, lo suyo, lo original y sólo atina a copiar. Recibe la admiración de los insatisfechos, los impersonales, los periféricos, en especial si son mujeres, conmovidas por ese secreto lamento suyo. Pero, en verdad, su imitación de los clásicos tiene una frialdad económica.”

Sin embargo me sorprende su gusto por Rossini por los motivos esgrimidos (la generosidad); lo deBizet como contraposición a lo wagneriano es muy lógico, no podría entender que alguien no disfrute con Carmen, a menos que seas sordo:

“¿Y Rossini? Friedrich adjetivó de payasescas sus agilidades, que Wagner comparaba con parvas lecciones de solfeo. Más allá del detalle, Nietzsche puso por las nubes al Cisne de Pesaro, por su paradójica y pletórica animalidad, ya que la creación nietzscheana empieza por ser fisiología, corporalidad, o sea: estremecimiento animal, animalada. […] Aún más: el canto amplio rossiniano, quitadas sus coloraturas, tiene un valor moral: la generosidad. Derrochar bellamente es algo propio de gente generosa. Y aquí sí llegamos al Sur, donde está su auténtico y definitivo medicamente antiwagneriano: Carmen de Georges Bizet, estrenada en pleno wagnerismo, en 1875, vilipendiada por el público, los compositores y los críticos franceses y recuperada desde la exigencia más rigurosa nada menos que por Brahms, al menos una vez coincidente con Nietzsche. Bizet lo reconcilia categóricamente con la palabra cantada porque se produce en ese espacio que tanto le cuesta reconocer en ella: el cuerpo, la inmediatez corporal.”

El colofón a este texto podría ser el siguiente párrafo donde el autor, con buen criterio, equipara el filósofo con el artista (no en vano, además, Nietzsche intentó tocar y componer); la incertidumbre de lo intelectual introduce un elemento indudablemente optimista:

“Como todo artista, entonces, el filósofo, si cabe designarlo con esta palabra, es más un seductor y hasta un tentador –en alemán, la tentación, Versuchung, proviene de suchen, buscar y de versuchen, intentar o ensayar- que un sabio en sentido clásico, es decir el depositario de un saber que tiene, a su vez, la capacidad de enseñarlo. En este mundo intelectual donde nada es del todo y todo resulta un quizá-ser, el esteticismo introduce un elemento optimista, opuesto al punto de partida trágico.”

Buena oportunidad de descubrir la vida del filósofo y sus teorías a través del prisma de la música y su apreciación, libro pequeño pero cargado de buenas reflexiones.

La ópera como teatro cantado. Edición de Gabriel Menéndez y Pablo Gutiérrez.

operaPublicado inicialmente en Ópera World en este post.

Gracias al prólogo de los editores de La ópera como teatro cantado Gabriel Menéndez y Pablo Gutiérrez podemos entender de un vistazo los contenidos que se incluyen en este pequeño libro y el objetivo del mismo:

“Este libro contiene las ponencias presentadas durante el congreso “Del libreto al drama musical. La ópera como teatro cantado”, organizado por la Universidad CEU San Pablo en los días 12 y 13 de diciembre de 2014. Recogiendo la disyuntiva expuesta en el célebre ensayo teórico de Richard Wagner, Ópera y drama, nos propusimos estudiar esta simbiosis indisoluble entre música y teatro que la ópera encarna. La universidad CEU San Pablo planteó un foro de debate desde diferentes épocas que abriese nuevas perspectivas sobre el fenómeno “ópera” y penetrase en sus códigos literarios y musicales en el proceso que partiendo del teatro hablado llegaba al drama cantado pasando por el libreto, un proceso que había supuesto en numerosas ocasiones un estímulo para la composición.”

Se trata de una recopilación de tres conferencias impartidas por diferentes expertos con el único fin de estudiar la relación simbiótica que se produce entre música y teatro en la ópera, partiendo de la base del texto de Wagner (Ópera y Drama); lo bueno es que cada una de ellas tomaba como referencia tres épocas distintas para comprobar todas las posibilidades.

En la primera de ellas el catedrático de Musicología del Conservatorio Superior de Música de Kalsruhe Thomas Seedorf analizó esta relación mediante la obra de musical y literaria de Richard StraussHugo von Hofmannsthal, “con Salomé y Elektra el compositor asentó las bases de la ópera literaria del siglo XX”; dentro del interesante texto destaco especialmente estos dos párrafos por las ideas que engloban. En primer lugar la técnica straussiana de la doble exposición de motivos y personajes literarios y motivos y caracteres musicales y la manera en que integra las voces en la densidad de la composición orquestal:

“Para Strauss, las oposiciones entre los diversos personajes y grupos de personajes forman parte de los más relevantes puntos de conexión compositiva en el drama de Wilde: “corte de Herodes, Jochanaan, los judíos, los nazarenos”, si bien los últimos forman parte de la esfera del profeta. Estos grupos de personajes están ya en el drama en un fuerte contraste mutuo y este contraste Strauss lo asumió y reelaboró en su música con sus propios medios.

En la escena inicial del drama musical Salomé, se produce una doble exposición: se presentan –como el drama- los personajes y los motivos literarios; al mismo tiempo, Strauss introduce motivos y caracteres musicales que retornarán una y otra vez en el transcurso de toda la obra.

En esta escena inicial se pone de manifiesto además otro rasgo característico del dramatismo musical de Strauss: su manera específica de integrar la voz cantante en el denso tejido de la composición orquestal.”

En segundo lugar la modernidad que supuso la música que asoció al personaje de Clitemnestra en la ópera Elektra con la que el lenguaje se volvía multidimensional, yendo mucho más allá del simple discurso:

“Sobre todo la música que Strauss concibió para Clitemnestra resulta de la mayor modernidad: sonoramente muy diferenciada y llena de disonancias, se trata de un retrato sonoro de la asesina, que por miedo a la venganza de sus hijos no encuentra el sosiego. Hofmannsthal configuró este alma tan destruida como destructiva con gran exuberancia poética; grandes actrices como Tilla Durieux transformaron sus palabras en un empático sonido lingüístico; por último, Strauss añadió a la poesía una versión musical que otorgaba a las palabras nuevas dimensiones más allá de las posibilidades del lenguaje hablado.

A través del trabajo en Elektra, Strauss se aproximó al poeta Hugo von Hofmannsthal, que a su vez reconoció en el compositor a un artista con el que crear algo nuevo, una ópera en la que se encontrasen a la misma altura la exigencia compositiva y la literaria. Con la “Komödie für Musik” El caballero de la rosa, Strauss y Hofmannstral inauguraron un nuevo capítulo de la historia de la ópera. Al tipo de ópera literaria en el sentido que he intentado exponer aquí no regresó Strauss nunca jamás.”

La segunda conferencia (que aparece en orden cronológico en el libro en primer lugar) estuvo en manos del catedrático de Musicología de la Universidad de Cambridge, Iain Fenlon y estuvo

centrada en torno al año 1600 y los inventores de la ópera, especialmente la ubicación de personajes y situaciones dramáticas dentro de una teatralidad, partiendo de las óperas tempranas deMonteverdi, L’Orfeo y Arianna; Fenlon se centra en su primera parte en las similitudes con L’Euridicede Peri, y de esta manera establece la procedencia de la obra de Monteverdi y Striggio:

“Aunque no se sabe si el propio Monteverdi estuvo presente en las primeras representaciones de L’Euridice de Peri, no podemos dudar de que tanto Monteverdi como Striggio la tomaron como modelo cuando escribieron L’Orfeo. Las sorprendentes correspondencias entre algunas de las alocuciones importantes en los dos libretos no pueden explicarse meramente por su vínculo con la fuente común del mito de Orfeo, al igual que el Orfeo de Poliziano y sus imitadores. Igualmente convincente es el hecho de que personajes extraños en L’Euridice, que no hacen su aparición ni en las fuentes de Rinuccini ni en el mito, presenten analogías con los personajes de L’Orfeo. Un buen ejemplo es Venus, introducida por Rinuccini para acompañar a Orfeo al inframundo en un episodio que debe claramente su existencia al Inferno de Dante.”

Todo ello le sirve para, indagando sobre Arianna, establecer “el modo natural de imitación”, un lenguaje dramático-musical en el cual la música y las palabras estuvieron simbióticamente unidas como una sola:

 “Los testimonios parecen indicar que L’Orfeo quedó eclipsada tanto en opinión del compositor como en la del público, por la segunda ópera de Monteverdi, estrenada en mayo de 1608. En esta ocasión, la partitura nunca se publicó y la mayor parte de la música se ha perdido. Lo que se ha conservado es el “Lamento d’Arianna”, el cual, según observaciones realizadas a lo largo de sus carrera, Monteverdi consideraba la parte más esencial de la ópera, la condensación de sus intentos de los años 1607-1608 por encontrar lo que llamó “el modo natural de imitación”, un lenguaje dramático-musical en el que palabras y música estuvieran íntimamente fusionadas.”

La última conferencia, que cierra el libro, tuvo como ponente al mismo editor, doctor en Estética y musicólogo, Gabriel Menéndez Torrellas, y se centra en el texto de Wagner, escrito en 1851, texto clave que permitía la realización efectiva de sus postulados en el momento de la composición. “En sus óperas, la dialéctica entre drama y música significaba en ocasiones el momento esencial de la composición.” El autor condensa a la perfección el difícil texto del compositor alemán en una serie de ideas básicas que resumen su sentido, primero la relativa a la cohesión musical del drama:

“Aun cuando hemos de afrontar un discurso farragoso, lleno de expresiones grandilocuentes y extensos párrafos y puramente retóricos, en la tercera parte de Ópera y drama, es decir, después de casi doscientas páginas de lectura densa y complicada, se hallan las declaraciones más determinantes a la hora de definir las pautas de composición del drama del futuro. La primera de ellas hace referencia a la cohesión musical del drama, a la unidad que ha de poseer un movimiento sinfónico:

Sin embargo, la nueva forma de la música dramática, para construir a su vez una obra de arte como música, tiene que demostrar la unidad de un movimiento sinfónico, y esto lo consigue, cuando se extiende por todo el drama en la más íntima conexión con el mismo, y no solo durante partes aisladas y pequeñas, destacadas arbitrariamente.”

Para conseguir esta cohesión, destaca especialmente una de las directrices wagnerianas más sorprendentes aparentemente, la eliminación de los coros:

“Una de ellas, de enorme calado, hace referencia al papel de los coros; después de destacar su enorme importancia en el desarrollo de la ópera –entre otras obras, como parte integrante de sus propias óperas desde Rienzi hasta Lohengrin-, Wagner aboga por la supresión absoluta de los mismos:

Incluso los coros, empleados hasta ahora en la ópera, conforme al significado que aún se les confería en los casos más favorables, tendrás que desaparecer de nuestro drama: el drama solo poseerá un efecto vivamente convincente cuando se le despoje por completo de todo el carácter masivo de los coros.”

Esta eliminación tiene sentido ya que Wagner elige que sea la orquesta la que caracterice la melodía, en este contexto es en el único en el que se entiende la afirmación anterior y se comprende aún mejor su evolución musical:

“A partir de este momento, entra en juego un elemento al que Wagner dedicará páginas de intensa atención: la orquesta, Es ella, como se dice en el texto anterior, quien debe hacer perceptible en exclusiva la armonía, un órgano infinitamente capaz para tal cometido. Esta función armónica de la orquesta no es sorprendente en modo alguno, pero sí lo es el comentario siguiente: la orquesta posee la capacidad de caracterizar la melodía de un modo que le es negado a las voces. A partir de aquí desarrolla Wagner su teoría del carácter elocuente de la orquesta, por así decirlo, la verdadera portadora del material melódico y significativo de la trama, una teoría con enormes repercusiones para el drama el futuro”

En conclusión, a pesar de la heterogeneidad de los temas tratados y de que la hayan realizado tres ponentes distintos, esta recopilación de las ponencias realizadas por la Universidad CEU San Pablo en los días 12 y 13 de diciembre de 2014 resultan recomendables por la buena síntesis de ideas relativas a la conjunción de música y drama a lo largo de la historia de la ópera. Además, no son textos especialmente largos, lo cual favorece aún más esta lectura ciertamente interesante.

La prohibición de amar de Richard Wagner en Madrid: diversión inesperada

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La prohibición de amar de Richard Wagner en Madrid: diversión inesperada

La prohibición de amar de Richard Wagner en Madrid: diversión inesperada

Extraña no dejaba ser la programación de este título de Wagner; me pregunté mil y una veces el por qué, sobre todo teniendo en cuenta que en poco más de un mes tendremos también Parsifal; mi extrañeza se produce porque estamos ante un título primerizo del compositor alemán, una obra que, aunque anticipe algunas de las estrategias que utilizará más adelante, supone (junto con Las Hadas) una rara avis al no tener todavía un estilo definido; era una mezcla bizarra de influencias bellinianas, donizettianas y rossinianas que no suponía un presagio a su obra de arte total. De hecho, cualquier aficionado actual al gran compositor reniega de estos divertimientos, entre otras cosas porque, musicalmente, tampoco son demasiado relevantes. En este orden de cosas, la propuesta escénica planteada por Kasper Holten contextualizó el espectáculo de tal forma que se produjo era rara simbiosis que, por inesperada, resultó aún más eficaz. Diversión inesperada que consiguió arrancar los entusiastas aplausos del público asistente.

Holten concibe un escenario impactante para La prohibición de amar. La disposición de fondo llena de escaleras que parecen poblar el fondo recuerdan a un cuadro de Escher y reflejan a la perfección la configuración de calles de una caótica ciudad de Palermo; esta disposición es lo suficientemente flexible para lograr diferentes situaciones escénicas, los suelos se deslizan, aparecen barras de bar que se mueven con los cantantes, lunas que suben y bajan; y a todo ello contribuye una iluminación esencial llena de claro oscuros y que refuerzan el carácter lúdico festivo de la música; los paneles se desplazan para aparecer y desaparecer y todo está dotado de un gran dinamismo además de ser vistosa por su colorido. La dirección artística es un lujo, sobre todo en la parte final con el carnaval, con todos disfrazadas y donde hay incluso un ballet. Todo contribuye para obtener un verdadero espectáculo que, además, está dotado de muy buen humor. No son pocas las carcajadas que surgieron sobre todo en el segundo acto.

La prohibición de amar de Richard Wagner en Madrid: diversión inesperada

La prohibición de amar de Richard Wagner en Madrid: diversión inesperada

En lo musical, buen trabajo en general de Ivor Bolton, su dirección enérgica se adaptaba a la perfección al estilo musical de esta obra y sacó buenos detalles musicales; el ritmo fue adecuado, especialmente al final de los dos actos y sólo habría que poner en el “debe” un volumen desaforado por momentos que tapó, demasiado, sobre todo a los protagonistas masculinos. La orquesta sonó empastada y el resultado fue muy digno.

En lo vocal, hubo dos claros bandos, por un lado estuvieron las mujeres (con Maltman), grandes triunfadoras; por el otro los hombres, insuficientes en su aportación canora. Muy destacable la labor de Manuela Uhl, toda una experta en estas lides, que demostró musicalidad y volumen descomunal (por encima de la orquesta increíblemente) sin que su canto se resintiera, cantó muy bien y actuó de la misma manera, con una mezcla de inocencia y picardía, ciertamente destacable en su papel de Isabella; su contrapartida masculina, el Friedrich de Chistopher Maltman también resultó irreprochable en una actuación divertidísima (especialmente intenso en todos los aspectos fue su dúo con Uhl justo antes del concertante final del primer acto) y destacó igualmente en lo vocal con una voz muy bien proyectada, densa y llena de matices, con algún momento ligeramente estentóreo que podía afear pero más bien anecdóticamente; bastante bien los papeles de María Miró y María Hinojosa como Mariana y Dorella demostrando que no hay papeles pequeños sino mal preparados, demostraron tener timbres atractivos y proporcionados; bastante mal los tenores Lodahl y Arcayürek con voces de tesitura escasa y volumen aún menor, forzados en todos los momentos en que se les pudo escuchar, especialmente mal el primero con una nasalidad acusada que afeaba cada intervención, ciertamente sorprendente; mejor la aportación de Jerkunica como Brighella (y muy divertida); el coro tuvo para dar y tomar en sus variados números y los solventó con nota: empastados, con volumen e impactante proyección.

Definitivamente, buen resultado el de esta obra tan particular que nos reconcilia con el Wagner primerizo de una manera que ni sospechábamos.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

La Flauta Mágica en Madrid: inolvidable propuesta escénica

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La Flauta Mágica en Madrid: inolvidable propuesta escénica

Es imposible aburrirse con el espectáculo que nos brinda esta producción de la Komische Oper de Berlín, gracias a sus artífices Suzanne Andrade, Barrie Kosky y Paul Barrit nos encontramos en una de esas ocasiones en las que toda la producción se adecua a la perfección a la música y le da consistencia al libreto y a la acción teatral dando como resultado una inolvidable propuesta escénica.

Siempre ha sido difícil representar esta ópera, siendo un singspiel , los números musicales se intercalan entre recitativos secos, sin ningún tipo de música, donde se tiene que reforzar lo teatral, la actuación de los protagonistas; sin embargo esto es difícil cuando el libreto, como es en este caso deEmanuel Schikaneder, es tan ambiguo e inconsistente, tan pródigo en cambios de escena y localizaciones demasiado abstractas para ser bien presentadas; ello no es óbice para que la maravillosa música de Mozart fluya dando lugar a algunos de los números más conocidos de la historia pero es evidente que supone un reto para los enfoques de los directores de escena. Todavía recuerdo hace unos años en el mismo teatro cómo la Fura dels Baus optaba por cargarse todos los recitativos para poner reflexiones aparentemente trascendentales y llenar la escena de pelotas de tenis, además de poner en aprieto a una Reina de la noche en dudoso equilibrio. Una producción relegada al olvido con total justicia. Era ignominiosa.

De ahí el doble valor de la producción que se representa en estos días en el Teatro Real, no solo solventa las dificultades con dinamismo sino que consigue integrarla con la música y lo teatral de manera simbiótica; da la impresión que no falta ni sobra nada. Su original idea parte del cine mudo y la estética recuerda a Buster Keaton (como bien nos recuerda el programa) en la concepción de la animación y en el manejo soberbio de los recitativos: sustituidos por mensajes en pantalla como si se tratara de la época con música de fondo (espléndidas las fantasías en Re y Do menor), consiguiendo de esta manera dar consistencia a la trama que de otra forma podría quedar coja. Una especie de pantalla de cine llena la escena y se van proyectando las escenas según se suceden, moviéndose una serie de paneles a diferentes alturas donde van apareciendo los cantantes; esta ingeniosa idea insufla dinamismo, los cambios son rapidísimos, no entorpecen la acción, además están llenos de sorpresas y originalidad (qué ejemplos los dos con la Reina de la Noche) resultando muy divertidas o incluso evocadoras según sea necesario. Concluyendo, es mejor verla, cualquier palabra se queda corta ante imágenes que se explican por sí solas. Buen trabajo, además, de los cantantes que interactúan con lo proyectado como si fuera real. Todo un logro perfectamente pensado y milimetrado al segundo que no pierde su capacidad de empatizar con el espectador.

La Flauta Mágica en Madrid: inolvidable propuesta escénica

Ante la excelencia que supone este montaje tenemos que contraponer, lógicamente, lo musical; y ahí encontramos no pocos nubarrones debido a la concepción del teatro pero cumplen más o menos con lo que el público puede esperar. Afortunadamente la labor de Ivor Bolton estuvo acorde con lo que se esperaba de él como director titular (las dos anteriores ocasiones me habían causado dudas razonables); enérgico con la orquesta y tan dinámico como lo escénico, su lectura de la música de Mozart fue divertida y cuidada, incluso eligiendo tempos que iban ligeramente acelerados sin que la acción se resintiera, sabiendo adaptarse los cantantes a ello. La orquesta sonó bien, sin estridencias, equilibrada y empastada con los cantantes.

En cuanto a los cantantes, empiezo por lo peor en esta ocasión, la mayoría del público suele sentirse satisfecho si la soprano que hace la Reina de la noche lidia su segunda aria con todos sus sobreagudos (“Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen”) y, desde luego, Ana Durlovski, delicada muñeca en la obra de Offenbach el año pasado en este mismo teatro, tiene los agudos y la facilidad para emitirlos, estuvo notable, bastante precisa en su emisión. Sin embargo, la verdadera medida de este papel viene con la primera aria “Oh zittre nicht, mein lieber Sohn!”, complejo número debido a que tiene tres partes muy diferenciadas donde se precisa una dramática de coloratura, ese tipo extraño de soprano que consigue dotar de dramatismo y personalidad al papel; el problema es que Durlovski es una ligera de libro y cada una de las partes estaba cantada de igual forma, no hay profundización y su centro se queda ahogado, sin fuerza, sin nada de cuerpo. Su voz, me temo, no es lo más adecuado para este papel. Tampoco acabo de entender el Sarastro de Cristof Fischesser, más en un papel como este, de bajo profundo de libro pero sin grandes profundidades canoras, es una perita en dulce para un bajo habitual (todavía recuerdo lo bien que la cantaba Kurt Moll), en su aria “In diesen heil’gen Hallen” tiene que transitar por el registro grave con facilidad (sólo baja hasta un Fa3) y Cristof no lo consiguió en ningún momento, llegaba a duras penas, aumentaba el vibrato, sin apenas volumen. Lo malo es que ni siquiera los agudos, muy cómodos, resultaban adecuados. Una voz ciertamente limitada.

La Flauta Mágica en Madrid: inolvidable propuesta escénica

Mejores las prestaciones de Sophie Bevan como Pamina, hermosísima su aria (“Ach, ich fühl’s, es ist verschwunden”) cantando en todo momento con sensibilidad y con gran proyección sonora, convenció además con su actuación para configurar un papel muy completo. Lo mismo se puede decir del Tamino de Joel Prieto que cantó su joya (“Dies Bildnis ist bezaubernd schön”) con mucho sentido y con un timbre ciertamente bello, bien proyectado, un instrumento de calidad al que solo le faltaba un poco de dramatismo en algún momento. Tampoco se puede uno quejar del Papageno de Joan Martín-Royo cuya voz se adaptaba a la perfección al papel del pajarero, no demasiado complicado en lo vocal pero que requiere una gran actuación para resultar tan divertido como es necesario. Estelar Ruth Rosique en su breve pero intensa Papagena. Bien el malvado Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso.El coro estuvo estupendo, bien empastado en los números en los que participó y contundente en el espléndido final.

Todo un triunfo, de esos que dejan una sonrisa en la boca a todos los asistentes, sepan de ópera o no

La música del siglo XIX de Carl Dahlhaus. Contenido interesante en un formato mejorable

portada_17892Publicado inicialmente en Ópera World en este post.

A priori, no podía interesarme más un libro como el que publicó Akal, La música del siglo XIX de Carl Dahlhaus es un esfuerzo titánico de reflejar toda la música de un siglo que, en lo musical, nos trajo muchos de los grandes compositores que conocemos hoy en día. El formato aparentemente tenía buena pinta, tapa dura, páginas de buen gramaje, y hasta ilustraciones, grabados, etc… Sin embargo, una vez pasas las primeras páginas (llenas de letras sin apenas interlineados, abigarradas… casi como si estuvieran amontonadas) sumado a la difícil prosa de Dahlhaus con frases subordinadas muy largas (¡con digresiones explicativas en el medio!) en las que bastante ha hecho el traductor Gabriel Menéndez Torrellas (en un supremo esfuerzo) para hacerlas inteligibles; es en ese momento cuando te das cuenta de que estamos ante un contenido interesante en un formato mejorable. No dudo que este formato ha sido elegido por precio, una edición más económica por el menor número de páginas; pero es justo señalar que, con esta edición, pocos serán los que se acerquen a ella con echar un vistazo; me temo, por el contenido, que estamos también ante un texto que es más comprensible para los musicólogos que para un simple neófito-aficionado ya que el autor explica con todo detalle a nivel musical conceptos que no son del día a día.

Una vez tenidas en cuenta estas puntualizaciones, es también cierto que el contenido es muy atrayente; el autor divide en largos capítulos un recorrido cronológico del siglo XIX y empieza hablando de las peculiaridades musicales de dicho siglo contrastándolo con el siglo anterior:

“Con la afirmación de que el clasicismo vienés es estilísticamente universal puede connotarse, además de un puente que franquee la grieta entre los niveles de estilo –entre el género elevado y el llano-, también una vinculación más allá de los límites entre los géneros y una supresión de las diferencias nacionales. La obviedad con la que los medios estilísticos de Haydn, Mozart e incluso Beethoven fueron capaces de abarcar todos los géneros musicales -de la ópera y el oratorio a la misa y la sinfonía, y del divertimento a la sonata para piano- fue reemplazada en el siglo XIX por una tendencia a las especialización que hizo imposible imaginarse al compositor de piano Chopin como músico sinfónico, al dramaturgo musical Wagner como compositor de cuartetos o al sinfonista Bruckner como autor de un ciclo de Lieder. La confrontación entre las épocas adolece, no obstante, por mucho que nos tiente su simplicidad, de una equiparación del clasicismo vienés con una época de clasicismo en toda Europa, históricamente inadmisible. No solo Meyerbeer, sino ya Spontini fue compositor de ópera y nada más y nada más; y Clementi pertenece, como Chopin, a los especialistas de la música para piano. La universalidad de Mozart, que representa una excepción, no debe inducirnos al error de creer que para los contemporáneos del clasicismo vienés existió una oposición entre la ópera italiana y la música instrumental alemana que determinase la imagen de la música como una cultura escindida.”

El primero de los rasgos sería entonces esta especialización musical, alejada de los modelos anteriores en los que grandes compositores eran capaces de hacer cualquier género musical; esta especialización traerá en sí mismo una perfección lógica en formas musicales que se convertirán en referencias paradigmáticas como los casos indicados de Chopin o Bruckner. El segundo rasgo tiene que ver con la aparición de la música nacional que Dahlhaus une inevitablemente a una necesidad motivada políticamente:

“El surgimiento de una música nacional aparece casi siempre como expresión de una necesidad motivada políticamente, la cual se pone de manifiesto más bien en épocas en las que se aspira a una autonomía nacional que resulta negada o está en peligro, en lugar de una autonomía conseguida o estable. Y un cínico podría sostener que, desde el punto de vista musical, el impulso para convencerse de una identidad nacional propia encuentra el objeto que necesita: la música de rango que surge en una nación en ciernes es abrazada como música nacional porque satisface el deseo de poseer un patrimonio musical nacional.”

A partir de ahí el autor recorre en el tiempo (desde principios hasta finales de siglo) el contexto socio cultural y político asociado a los compositores en cuestión; centrándose, eso sí, en la parte musical; el siguiente párrafo resume a la perfección la genialidad que caracteriza a Rossini y que comentaba en profundidad Alberto Zedda en sus Divagaciones Rossinianas:

“[…] la premisa según la cual el dibujo melódico constituye la substancia y la agilidad […] un mero accidente la música es, en el caso de Rossini, una premisa gratuita. La aparente bordadura se demuestra, formal y expresivamente, como la esencia que yace en la superficie en lugar de estar oculta en el interior.

La trivialidad del substrato melódico y armónico, la concisión del ritmo que permite que lo banal aparezca como punto culminante, la despreocupada simplicidad del arreglo formal y la inexorabilidad y el impulso de un crescendo que se apodera de los rudimentarios temas musicales y los lanza a un torbellino, se comportan de manera recíprocamente complementaria y constituyen una configuración estética y de técnica compositiva en la cual el refinamiento y el primitivismo están entrelazados de tal manera que uno de los momentos se nutre del otro en lugar de contrariar su sentido.”

Esa subyugadora mezcla donde lo trivial, lo primitivo y las bordaduras se pueden conjuntar con la melodía ,gracias a un ritmo que convierte la música en algo refinado; todo un juego de dicotomías y contrastes; su definición de la Opéra Comique francesa es igualmente esclarecedora:

“No obstante, los rasgos esenciales músico-dramatúrgicos de la opéra comique están basados en la estética de la ópera con diálogos: cuando entre los diálogos hablados, que forman parte de la substancia de las obras, y en los números musicales no debe producirse ninguna ruptura perturbadora, la música, de modo apenas diferente a la música escénica en el teatro, puede desempeñar funciones descriptivas o pintorescas, adoptar el carácter de interpolaciones cantadas o constituir como ensemble una prolongación del diálogo. En todo caso, a diferencia de la ópera íntegramente puesta en música en la cual el lenguaje musical representa una premisa autoevidente, se trata de música motivada.”

También es curiosa la forma de entrelazar un compositor con otro, el manejo de la melodía en Bellini es el nexo de unión con la “melodía infinita” de su sucesor Wagner:

“[…] y Wagner, cuya devoción por Bellini, por quien se dejó arrobar en 1834, no había olvidado en modo alguno cuando un cuarto de siglo más tarde compuso Tristan und Isolde, el musikdrama en el que la melodía, en tanto que “melodía infinita”, produce un vahído sensual e intelectual semejante al provocado por Bellini en lo más íntimo.

“Ah! Non credea mirarte”, el andante cantábile del aria final de La Sonnambula, forma parte de los paradigmas de melodismo belliniano con los que ha de probar su eficacia un intento de captar inteligiblemente uno u otro correlato técnico que contribuya al efecto estético de las “melodie lunghe, lunghe, lunghe.”

O cómo aprovecha, cuando habla de Brahms y su Requiem Alemán para introducir la progresiva “decristianización” en aras de una religiosidad poco particularizada, de un modo más general y sin una fe específica:

“Lo que en Schumann ocurría según parece de forma ingenua, en el Deutsches Requiem de Brahms, una de las obras en las cuáles la época se reconoció a sí misma, alcanzaó en cierto modo el grado de la reflexión. Que en la selección de los textos bíblicos que Brahms reunió, además del carácter litúrgico se evitase antes que buscarlo el carácter específicamente cristiano, no es solamente signo de una religiosidad individual que, sin poseer la fe, se adhiere aún a la esperanza, sino que aparece como la consumación consciente de aquello que en la composición de misas para la sala de conciertos había sucedido hace mucho tiempo[…]: los contenidos de la fe pronunciados en el texto litúrgico se disolvieron en un sentimiento vago, aunque enfático […]Schleirmacher lo llamó el sentimiento de dependencia absoluta.”

De todos modos, es al hablar de Verdi y Wagner donde da el “do de pecho”; en el primer caso, se sirve del cuarteto más famoso de la historia para sintetizar el principio en el que se sustenta la ópera; parte del pequeño ejemplo, una amalgama de sentimientos de los cuatro cantantes que se unen musicalmente; para luego irse a la idea general y consolidada de la ópera como unión indisoluble de la música y la trama; esa unidad artístico-dramática que tan bien entendieron los dos compositores:

“La distinción del cuarteo del tercer acto como “punto drammatico eccelente” mostraba lo que preocupaba a Verdi por encima de todo en el drama musical, que él concebía como drama de los afectos: la simultaneidad de sentimientos contrastantes en el andante (“Bella figlia dell’amore) –la efímera consternación del duque, la burla de Maddalena, la desesperación de Gilda y la vulnerabilidad de Rigoletto, convertida en deseo de Venganza- significaba que el drama se desplaza hacia un punto en el que se ponía de manifiesto al substancia, una substancia que no consistía en la representación aislada –en tanto que números- de afectos, sino en su constatación dialéctica. El cuarteto sintetiza el principio estructural de la ópera en una fórmula musical e inmediatamente sensible: el principio de que, en lugar de abandonarse exclusivamente al instante musical, uno debe tener en todo momento presente la trabazón de los afectos entretejidos desde el punto de vista trágico.”

Lo mismo puede decirse de la influencia en la ópera después de Wagner, la música se convierte en un vehículo para el drama:

“Los efectos que a finales del siglo XIX y en el siglo XX se derivaron de la obra de Richard Wagner, si bien estaban mediados siempre por la música, en raras ocasiones –como en el caso de Bruckner, tildado por Brahms de ignorante- quedaron limitados a una recepción musical que ignorase todos los otros factores. La música se convirtió más bien en el vehículo de una influencia extramusical, como no había sucedido con ningún otro músico, ni siquiera con Beethoven.

Sin embargo, resulta inconfundible que la peculiar dialéctica de la estética wagneriana –la transición de la tesis de Ópera y drama de que la música está únicamente justificada como un medio para el fin del drama al reconocimiento, formulado dos décadas más tarde, de que el drama tiene que entenderse como un hecho de la música que se ha vuelto perceptible- se repite en la historia de la recepción, tanto en la recepción política como en la musical.”

El texto acaba ligeramente embrollado; como ya he indicado anteriormente, la historiografía es una parte muy presente de todo el libro y no duda en señalar la dificultad de hacer un estudio de este tipo en el siglo XIX, con un contexto de carácter tan nacional que a veces se ha confundido con la substancia que genera dicha música y que el autor tanto ha intentado separar; su tesis es que todo proviene de la codificación de una época que no es forzosamente lo que de verdad se practicó:

“Las peculiares dificultades en las que se ve envuelta historiografía tan pronto como no se prescribe el espíritu de la época que describe, en ninguna parte se muestran con mayor nitidez como en la confrontación con el nacionalismo del siglo XIX, de cuyo contexto forma parte también la “idea de la música alemana”. Que un carácter nacional o, por lo menos una coloración nacional constituyan la substancia de una música que muestra una aspiración a la autenticidad estética era tan comprensible en la época de la cultura musical burguesa como el dogma de que la música tenía que ser nueva para ser válida. La hipótesis del espíritu del pueblo y la idea de originalidad determinan conjuntamente y en una extraña interconexión, que se demostraría precaria si se llegase reflexivamente hasta su fondo, la estética de la época, la estética practicada y no sólo la codificada.”

He intentado reflejar las fortalezas y debilidades de un libro complejo que ofrece luces pero, indudablemente, puede resultar sombrío para bastantes lectores que se acerquen a él. Está en vuestra mano decidirlo.

Los textos provienen de la traducción de Gabriel Menéndez Torrellas con la colaboración de Jesús Espino Nuño de La música del siglo XIX de Carl Dahlhaus para la editorial AKAL.

Rigoletto en Madrid con Leo Nucci: el bis como rutina

Publicado inicialmente en la web de Ópera World en este post.

Rigoletto en Madrid con Leo Nucci: el bis como rutina

Leo Nucci (Rigoletto) y Olga Peretyatko (Gilda)

Pocos artistas hay en la actualidad que puedan contar sus interpretaciones por el número de bises que hacen. Tal es el caso de Leo Nucci, toda una leyenda en activo por el número de representaciones (¡más de quinientas!) realizadas del carismático jorobado, el Rigoletto que venía a interpretar de nuevo a Madrid. El gran barítono ha conseguido establecer el bis como rutina, como una parte más de la representación que le pide el público, con una inherente artificialidad, el público no lo pide tanto espontáneamente, por la emoción del momento, sino que sabe que tiene que pedirlo, es Nucci, siempre que se lo pidas hace el bis en ese momento. Todo esto lo digo porque estuvo a punto de irse, y en ese momento fue cuando el público aplaudió más. Y estuvo soberbio, de nuevo, una vez más,; ha interiorizado tanto el papel que consigue con su voz expresar actoralmente el pathos del protagonista, una perfecta simbiosis de canto actuado verdaderamente sobrecogedora; cada momento, cada fraseo está pensada e interpretada con el sentido necesario para resultar convincente, tanto si se burla como si llora o sufre o siente ira. Un verdadero prodigio al que no le ha abandonado la voz, no solo porque sea capaz de hacer dos la bemol con esa rotundidad y casi sin vibrato sino porque no acusa el fraseo dificultoso de un papel endiablado (apenas ciertos apoyos para coger la nota posteriormente). Un espectáculo él solo.

A su lado la soprano rusa Olga Peretyatko compuso una Gilda modélica en este fantástico Rigoletto en Madrid; lo más lógico y esperado era su facilidad para acometer la primera parte hasta el “Caro Nome”, sobre todo por su experiencia en el canto ligero para las obras de Rossini, sus agilidades brillan con facilidad, bien afinadas y ligadas aunque no tenga aparentemente un volumen demasiado grande para afrontar las partes más dramáticas; sin embargo, me convenció su acto tercero, sobre todo la escena final en la que se entrega expresando perfectamente la evolución desde la inocente y virginal protagonista hasta la más madura Gilda ofreciendo su vida por su amado. El dueto final con Nucci fue excepcional, demostrando su capacidad para realizar un canto lleno de sutilezas, con sensibles pianissimi en una interpretación desgarradora de su muerte. Me da la impresión de que la cantante rusa ha madurado con este paso por Madrid, el tiempo lo dirá.

Stephen Costello (El duque de Mantua) y Justina Gringyte (Maddalena)

Stephen Costello (El duque de Mantua) y Justina Gringyte (Maddalena)

Al lado de ellos el mediocre Stephen Costello con un duque de Mantua para olvidar, estaba tan preocupado por llegar correctamente a cada agudo en sus frases que cada estrofa perdía el sentido de su interpretación; su mezza voce, imprescindible para cantar este tipo de papel, brillaba por su ausencia, pasaba las notas sin interpretar su papel; si a ello le sumamos una dicción pésima del italiano (todo hay que decirlo, da la impresión de que solo se ha preparado su aria principal en ese aspecto) deslució claramente el “questa o quella” (pésimo) o el “ella mi fu rapita”; su agudo solo brilló en su aria de referencia, como si fuera lo único importante. Hubiera preferido para esta función a Demuro, a pesar de sus limitaciones.

Del resto de intérpretes, notable el Sparafucile de Andrea Mastroni, templado en el grave, amenazador en su presencia, de canto noble y hermoso para un papel tan corto; también se puede decir que Justina Gringyte se ajustó adecuadamente a su Maddalena, un papel ingrato por su corta duración pero de gran importancia en la unidad dramática y por su interpretación del cuarteto “Bella figlia dell amore”; bien Radó en su Monterone aunque se habrían agradecido unos mejores graves para su interpretación; el resto, sin sobresalir, estuvieron en su sitio. Nuevamente el coro del Teatro Real brilló a gran altura, demostrando consistencia, rotundidad y buena dicción del italiano, un muy buen trabajo para este Rigoletto en Madrid.

No me puedo olvidar del trabajo fantástico de Nicola Luisotti en el foso, entendió a la perfección los tempos que tenía que seguir y supo sacar a la orquesta un sonido de calidad, especialmente bien en los momentos dramáticos, cargados de intensidad y verdadero fuego. Recuerdo especialmente el“Cortigiani vil razza…·” , sobrecogedora simbiosis con el canto del atormentado Rigoletto de Nucci. Gran trabajo orquestal que contribuyó en gran manera al éxito de la función.

Por último un pequeño apunte a la puesta en escena ya conocida de David McVicar, no creo que añada demasiado al argumento pero ciertamente lo acompaña adecuadamente, lástima que momentos como el inicial se conviertan en un espectáculo tan estrambótico y de mal gusto como innecesario. Aún así, el escenario giratorio en sus diversas vertientes estaba muy acorde con la acción representada.

Una nueva noche triunfal para mayor gloria de una de las mayores leyendas actuales. Cuánto tenemos que agradecerle estos momentos, inolvidables emociones que se quedan grabadas a fuego.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

Alcina de Händel en el Teatro Real: deliciosa Velada Barroca

Publicado inicialmente en Ópera World en este post. 

Alcina de Händel en el Teatro Real: deliciosa Velada Barroca

Todo ello a pesar del montaje escénico que perpetró David Alden en esta coproducción con la Opéra National de Bordeaux; en efecto, como de costumbre, poco añade a lo visto y, en ciertas ocasiones entorpece, sobre todo cuando se producían esas coreografías ciertamente anárquicas con más ruido que otra cosa. Alden redunda en la idea, ya muy utilizada por activa y por pasiva en la mayoría de las manifestaciones artísticas, del escenario dentro del escenario y modela algunos de los momentos como números musicales muy vistosos dignos de Broadway, que quedan relativamente bien en lo visual pero no añaden demasiado al significado de la obra; aparte claro está de lo ya manido en la que nosotros aparecemos como observadores de ese teatro de la hechicera Alcina en el que quedan atrapados el resto de los protagonistas por su capricho; la sucesión de puertas que actúan como frontera de las dos realidades tampoco añaden más y sí muchas aperturas de puertas. Centrémonos en el aspecto musical.

Christopher Moulds, dejó clara su impronta desde el principio con una dirección puntillosa y atentísima que vigilaba en todo momento todo lo que sucedía en la escena además de controlar las dinámicas orquestales; consiguió un equilibrio orquestal-vocal que no fue óbice para que su lectura fuera emocionante incluso en la aparente contención de su propuesta. Actúo de manera muy dinámica con los tempos escogidos sin olvidarse de la intimidad de los momentos más graves y acompañó en todo momento la interpretación de los solistas consiguiendo momento memorables; sonó muy bien la orquesta titular del teatro, mejor de lo que estaban acostumbrando, sobre todo las cuerdas, tersas y muy seguras durante toda la obra; muy interesante la idea de los músicos en escena que convertían algunas arias en verdaderos diálogos con el personaje central, especialmente el violín de Víctor Ardelean y el Cello de Simon Veis.

Escena de Alcina en el Teatro Real

Anna Christy dibujó una muy buena Morgana, muy pizpireta y divertida y caracterizada por disfrutar de las arias más heroicas, con coloraturas casi imposibles pero ejecutadas admirablemente, como su famosa “O s’apre al riso” o la hermosísima “Credete al mio dolore” con el cello en escena. Lástima que no tenga una voz demasiado grande pero brilló a gran nivel. Lo mismo puede decirse del Bradamente de Sonia Prina, ejecutada muy dignamente a pesar de algunos excesos interpretativos, demasiado bufonescos, que resentían ligeramente la proyección de las agilidades. El tenor Allan Clayton empezó de manera estentórea en su primera aria, tiene una poderosa voz algo falta de control que deslució sus primeros momentos; afortunadamente, según avanzó la obra reguló más y demostró que, cuando se vuelva más contenido, es más que interesante y tiene muchas posibilidades futuras. Razonable el Melisso de Luca Tittoto, exhibió nobleza y templanza a partes iguales en su aria, a pesar de alguna dificultad al proyectar las notas más agudas; muy bien, para terminar, el Oberto de Erika Escribá, lució facilidad en la agilidad y gran volumen, una buena línea vocal.

Aplausos generosos de un teatro que no estaba lleno (habría que hablar alguna vez de los desproporcionados precios de las entradas) pero que disfrutó mucho de una gran velada barroca.

Las fotos son propiedad de Javier del Real.

Roberto Devereux en el Teatro Real.El poder de las grandes voces

Publicada originalmente en la web de Ópera world en este post.

Roberto Devereux en el Teatro Real: el poder de las grandes voces

Parece que la mayoría de críticos que asistieron al estreno no acaban de entender la elección de esta producción para comenzar el año y sin embargo, a mí me queda bastante claro. De hecho estoy seguro de que Joan Matabosch ha marcado un check de cumplimiento en su hoja de ruta anual. Y no solo porque haya traído una de las óperas que más le gusta del prolífico autor italiano al Teatro Real, sino porque el público empieza a comprobar una estrategia distinta donde el belcanto es posible y es refrendada por el poder de las grandes voces de dos maestros en esto: Mariella Devia y Gregory Kunde. Dos intérpretes veteranos que consiguen con cada intervención arrancar aplausos y “bravos” a un público que, en apariencia, era considerado frío y que sin embargo, disfruta de la música en plenitud que les ofrecen y lo agradece con verdadera desmesura, hasta el punto de que al final la mayoría comenta “Pues la producción no era tan fea.” Conseguir devolver la ilusión al público parece imprescindible y este es un gran comienzo.

Hay que reconocer que la producción de Alessandro Talevi de Roberto Devereux en el Teatro Real es bastante poco afortunada en casi cualquier aspecto; dos ideas rondaron la cabeza y sobre ellas construye una producción donde falta un hilo conductor más allá de llenar de oscuridad el ambiente y la comparación de la reina Isabel con una viuda negra. No existe prácticamente dirección escénica, cuando se llena de personas el escenario se quedan estáticos observando, sin ninguna finalidad y encima no es funcional, en medio de los actos hay cambios de escenas que cortan la acción que debería seguir; por si fuera poco el artefacto mecánico sobre el que se monta la reina hace un ruido del demonio y enmascara un poco la música. Ciertamente olvidable.

Campanella viene siempre con la vitola de especialista belcantista y bueno, tampoco es que deslumbre, no se le puede negar su extrema atención al trabajo de los solistas para apoyarles y dejarles que sobresalgan ante todo, consiguiendo un gran equilibrio entre orquesta, cantantes y coro; sin embargo la música no fluye como debería, por ejemplo en la obertura en la que va de menor a mayor intensidad, sin sacar todo el jugo a una partitura muy interesante; aún así su labor es muy correcta aunque no llegue a los umbrales de excelencia deseables; la orquesta titular sigue en un punto intermedio donde va mejorando poco a poco pero se notan desajustes, especialmente en metales, demasiadas dudas.

Escena de Roberto Devereux en el Teatro Real

Devia no tiene la voz adecuada para cantar ahora mismo a Elisabetta; es un hecho comprobado que denota una falta de graves que den consistencia a un papel que necesita esta convivencia para ser abordado con la perfección que necesita, eso que hizo sin asomo de dudas nuestra gran Montserrat Caballé hace ya algunos años; tampoco es que esté en el mejor momento de su carrera pero nadie puede dudar de la gran artista que es y el pasado viernes lo volvió a demostrar con una excelente caracterización del papel y sin necesidad de irse a sobreagudos no escritos pero con un gusto inigualable por el canto legato y con una voz que enamora desde el primer instante por su capacidad de transmitir el papel de la atormentada reina; un verdadero recital sobre cómo se debe cantar belcanto dotándole además de una grandísima capacidad dramática, memorable su “Quel sangue versato”, uno de esos momentos que se te quedan grabados a fuego.

¿Qué tenor puede cantar en menos de un mes y medio los dos Otellos (Rossini y Verdi), Manrico de Il trovatore y este Roberto Devereux en el Teatro Real sin morir en el intento y sin pifiarla en ninguno? En efecto, Gregory Kunde es de los fenómenos más extraños y estratosféricos que se pueden escuchar hoy en día. Podríamos llamarlo tenor dramático de coloratura si dicha acepción fuera habitual pero es que solo se puede aplicar a él. Había gran expectación por verle por fin en Madrid y cumplió todas las expectativas. Es inconcebible que un tenor con tal facilidad para la coloratura sea capaz de dotar de tal proyección a su voz y todo ello con una excelente afinación, capaz de variar entre un canto sentido matizado y demostraciones de tenor heroico con un fiato que (como el de Devia) asusta por su infinita capacidad, hasta en los recitativos demuestra su canto pulcro y con gran carga teatral. Un artista inolvidable que lo bordó también.

Sorpresa más que agradable la Sara de Silvia Tro Santafé, empezó con una frialdad que no podía vaticinar el desborde tanto en actuación como en voz en segundo y tercer acto excelentes; especialmente el dúo con Roberto fue apoteósico, arrancando gritos de un público que ya estaba rendido al trabajo de los solistas principales; qué tersura en las voces medias y qué potencia en los agudos a pesar de alguna pequeña desafinación. Bien, aunque un poco por debajo de los anteriores, el más limitado Marco Caria, que, contagiado por el buen hacer de sus compañeros intentó sacar lo mejor de sí mismo con el resultado de una más que adecuada actuación además de brindarnos con agudos bien colocados y proyectados. El resto de papeles cumplieron sin aspavientos. El coro estuvo igualmente a buen nivel en sus momentos, especialmente las voces masculinas, de las que sigo pensando que están últimamente un poco por encima de las voces femeninas. El resultado fue, de todos modos, el esperado en cuanto a precisión y fortaleza.

Noche mágica, noche de verdadero deleite para los asistentes. Es el poder de las grandes voces: son capaces de cambiar cualquier percepción. Buen comienzo de temporada.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

Goyescas/Gianni Schicchi y Plácido Domingo: la pasión inagotable de una leyenda

Publicado originalmente en este post en Opera World.

Se supone que yo tendría que empezar hablar del atípico programa doble que se nos ofreció ayer en el Teatro Real; sin embargo, todo queda ensombrecido cuando el verdadero protagonista de la noche, por méritos propios, fue de nuevo Plácido Domingo en el interludio de dichas obras. Plácido Domingo, la pasión inagotable de una leyenda.

Hubo un tiempo en que creía que nuestro Plácido sería inmortal, su voz, sobrehumana, tiene una resistencia inigualable que le ha ayudado, a lo largo de dilatada historia, a cantar todo tipo de papeles, incluso aquellos que, a priori, no se adaptaban a sus características innatas. Si unimos esa voz a su capacidad de actuar, de meterse en cada papel que interpreta como si no hubiera un mañana; esa mezcla explosiva nos ha dado muchas interpretaciones inolvidables que le han convertido en una leyenda de la lírica, tanto a nivel nacional como, desde luego, internacional. Su gran generosidad le llevó a programar este pequeño concierto extraordinario debido a su renuncia a interpretar Gianni Schicchi por la reciente pérdida. Qué menos que hacer esto por su público, por la gente que tanto le quiere. Durante sus tres intervenciones programadas: Chénier y Verdi con el plato fuerte final del dúo de Germont de La Traviata se le vio luchando, perdiendo a veces el resuello para volver a darlo todo, falible, pero, precisamente en ese crepúsculo es cuando se nos hace consciente su entrega, el gran artista que es, la pasión con mayúsculas que destila en cada nota que sale por su garganta. Eso es sencillamente indescriptible, escucharle fue un gozo cargado de emoción, una sensación de estar viviendo la magia de hacer música, de la lírica en su máximo esplendor. Imposible resistirse ante tanto como te da nuestro querido Plácido, un servidor no pudo evitar que le cayeran las lágrimas de verdadera felicidad, de sentir que estás viviendo un momento único, imborrable. De esos que se quedan grabadoos para siempre. El público se rindió sin reparos ante su magnífica actuación e incluso nos deleitó con un bis, pleno de generosidad como siempre, con “Por el amor de una mujer que adoro” de Luisa Fernanda. Era el descanso, podría haberme ido perfectamente, todo estaba cumplido, difícilmente lo de antes y lo de después podría ser mejor.

Estrambótico y esperpéntico son los dos adjetivos aliterados que se me ocurren para calificar el programa de ayer. Una mezcla de Goyescas con Gianni Schicchi con la primera, además, en versión de concierto, constituye tal despropósito que no acaba uno de entender quién programa algo así y se queda tan ancho. Goyescas se acercó más a un “bolo” (los he visto bastante mejores) en su sentido más peyorativo, la versión de concierto perjudica especialmente esta obra, todo queda desdibujado desde un principio. María Bayo estuvo especialmente desafortunada, no entiendo lo que le ha pasado a su voz, bajos prácticamente inexistentes, inaudibles, notas agudas mal colocadas y que desentonaban, solo cuando se movía por las mezza voce se sentía un poco más cómoda dentro de una absoluta incomodidad; Andeka Gorrotxategi brilló por su inexistente química con Bayo, su voz, escasa, con agudos forzados y encima un timbre no demasiado agradable. Razonables estuvieron Ana Ibarra y César San Martin en sus papeles, que no es poco viendo las circunstancias. Tampoco hizo demasiado Guillermo García Calvo desde el foso para solucionarlo, le faltó dotar de equilibrio a la orquesta, sobre todo viendo los problemas (audibles) de los solistas, se les oía menos aún; tampoco acertó en el manejo de algunos tiempos, aunque regaló alguna página bella sobre todo al final donde sí consiguió el empaste con la destemplada intérprete. Hasta al coro, normalmente impoluto en su canto, le podría poner el “pero” de la dicción, no deja de ser curioso que entendamos peor el libretto en español que en otros idiomas, menos mal que pusieron los subtítulos.

Comparado con lo anterior, cualquier cosa que viniera con Gianni Schicchi sería mejor; en efecto, ocurrió de esta manera; el montaje escénico de Woody Allen lo podría haber montado cualquier otro, he visto producciones con menos bombo y que funcionan de la misma manera; de hecho teníamos la típica escena en una habitación con más o menos decorado; lo más novedoso fue el comienzo, con una pantalla de cine, llevándolo a su terreno y currándose un poco los nombres de los protagonistas; aun así, me parece más anecdótico que otra cosa. Carella estuvo bien, sin demasiados alardes pero subrayando los momentos cómicos y entendiendo adecuadamente la música de Puccini, la orquesta venía de los momentos con Plácido y sonó mejor, sin los desajustes iniciales. No voy a hablar de todos los intérpretes que tienen papeles pequeños en esta pequeña obra de múltiples cantantes, pero sí comentaré lo más destacable (tanto en lo bueno como en lo malo); Lucio Gallo como Schicchi sobresalió más por sus capacidades actorales que por su voz, más bien ruda, poco atractiva, demasiado tosca; estupenda Maite Alberola toda la noche tanto en su gran momento con Plácido componiendo una plausible Violetta como en su aria triunfal “O mio babbino caro” (de hecho, arrancó los aplausos del público), su voz de lírica llega con solvencia al agudo y es muy bella en dicho registro y el registro medio suena juvenil y adecuado para este papel; sin embargo el Rinuccio de Albert Casals es queda en un gran insuficiente, escasísima voz la del tenor para pintar esta pequeña joyita, sus agudos están estrangulados, sin proyección prácticamente, no tiene cuerpo para los medios, el papel le viene muy grande; destacable Praticó que además interpretó el “Sia gualunque delle figlie” de la Cenerentola en el concierto con mucha gracia, un verdadero barítono cantante, muy bufo; bastante bien Luis Cansino en su aria de Falstaff y como Marco, todo un actor, no exento de voz; interesantes los papeles femeninos de Zilio, Bayón y María José Suárez así como la cortita (pero grata) intervención de Francisco Crespo. Un resultado razonable que, por lo menos, divirtió al público.

Un público que pasó de la frialdad inicial al mayor calor, al calor pasional del grandísimo, de nuestro grandísimo Plácido Domingo, el gran triunfador de una noche para el recuerdo.

Las fotos son de Javier Del Real

Porgy and Bess de George Gershwin en el Teatro Real: entusiasmo a raudales

Publicada inicialmente en este post en Opera World.

Desde que abrió el Teatro Real en 1997 no he faltado (creo) a ninguna temporada, no enteras claro, pero siempre vi alguna ópera. Curiosamente la que vi en 1997, casi de casualidad, fue el Porgy and Bess de George Gershwin. Dieciocho años después otro círculo se cierra, un ciclo que se completa con esta producción de la Cape Town Opera Company. Lo mejor de todo es que no solo no me canso de escucharla sino que cada vez me gusta más. Ciertamente la producción ayudaba, estamos ante uno de esos espectáculos que brillan con luz propia: si hay algo que lo caracteriza es el entusiasmo a raudales de todos sus componentes.

La escena ideada por Christine Crouse es sencilla y muy funcional, no tiene apenas cambios y con pequeños giros de los elementos escénicos consigue representar las diferentes escenas que se van sucediendo. Representa un pequeño suburbio ambientado en Sudáfrica pero que podría servir para cualquier ciudad, pero se caracteriza, como la música de Gerswin, por su colorido y luminosidad, en clara contraposición con los elementos que se cuentan: asesinatos, violencia, maltrato, etc. Es evidente que sí se produce esa simbiosis entre escena y música y el espectador lo percibe. Si sumamos una dirección escénica que redunda en números de baile, acrobacias y coros, el resultado es muy vistoso, espectacular, de hecho, como ya se ha dicho en alguna otra crítica en diferentes medios.

Tim Murray desde el foso era el maestro de ceremonias de la excelente música del excepcional compositor norteamericano; transmitió la energía necesaria a una orquesta que funcionó aunque tampoco deslumbró, de menos a más, consiguió ir metiéndose en la dinámica de un coro sencillamente brutal y unos intérpretes muy adecuados como luego comentaré. No es fácil jugar con la música de Gershwin, pero me da la impresión que Murray y la orquesta podrían haber estado más acordes con lo que estábamos viendo.

Escena de Porgy and Bess de George Gershwin en el Teatro Real

En cuanto a los intérpretes de Porgy and Bess (de impronunciables nombres la mayoría de ellos) y el coro de Cape Town, preparado por Marvin Kernelle, merecen una mención especial. El coro derrocha energía durante las casi tres horas: cantando, bailando, haciendo piruetas y actuando de manera asombrosa. Es tal su convicción, lo seguros que están de lo que hacen y el entusiasmo, que subyugan con su continua presencia; hubo momentos, hacía tiempo que no pasaba, ¡que se escuchaban por encima de la orquesta! Descomunal presencia escénica y vocal a la que solo se le podría achacar alguna destemplanza en los agudos que se descolocaban ante tal despliegue de potencia y proyección. Estoy seguro que nadie en el teatro se quedó sin escucharlos estuviera donde estuviera. Los cantantes muy adecuados a los papeles representados, gran voz y actuación la de Xolela Sixaba,un Porgy capaz de estar de rodillas durante toda la actuación y cantando con una voz plena, noble, muy hermosa (como en el dúo con Bess que pintaron con gran sensibilidad no exenta de fuerza) de gran proyección y tremendos agudos, una pasada; la Bess de Nonhlanhla Yende transmite calidez y sensualidad o dulzura y sensibilidad según su papel lo necesite, bellísimas las páginas que dibujó con Porgy en el dúo y llena de fuerza (con alguna entonación brumosa en los agudos) en todo momento;  Noluvuyiso Mpofu, como Clara, cantó la famosa “Summertime” con sensibilidad y templando bien los agudos en una de las arias más interpretadas/versionadas de la historia, la más famosa pieza de la ópera; quizá algo más limitado (sobre todo en los graves, con menos potencia) el malvado Crown de Mandisinde Mbuyazwe, pero tampoco desentonó demasiado con el resto; muy bien la Maria de Miranda Tini, poderosa y gran actriz, cargada de personalidad como requiere el papel; al igual que Arline Jaftha como la radical y religiosa Serena, muy acorde con su papel; especialmente bien el Jake de Aubrey Lodewyk con una voz bastante hermosa y bien modulada, sin tanta proyección pero bien cantado su papel; muy bien cantado y actuado el Sportin’ Life de Lukhanko Moyake, papel que tiene una parte importante de declamación mezclada con sus partes cantadas y una actuación simplemente imprescindible para representar su papel, cargado de cinismo y peligrosidad para sus propios compañeros de raza.

El público ovacionó a todos los intérpretes de Porgy and Bess y disfrutó sin complejos casi desde que comenzó la función, se notaba por los aplausos entre medias y los comentarios de la mayoría de los asistentes. Una gran propuesta, un gran Gerswhin.

Las tertulias de la orquesta de Héctor Berlioz. Berlioz en una dimensión distinta

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Publicado inicialmente en este post en Opera World.

Las tertulias de la orquesta constituyen un paso más en el conocimiento de la figura del compositor francés Héctor Berlioz; un Berlioz en una dimensión distinta: la literaria. El prólogo de Pablo Heras-Casado introduce el tema en cuestión:

“Desde un punto de vista artístico en sentido amplio, admiro en él su capacidad literaria en la música, concretamente la altura dramática que poseen sus obras. Fue un personaje con gran interés por la literatura y el teatro, un lector ávido, del mismo modo en que lo fueron también otros compositores que son esenciales para mí, como Gluck o Verdi. Gluck y Berlioz concibieron la literatura expresiva, el drama, como sustento de sus composiciones y tanto estos como Verdi poseen una cualidad que aprecio sobremanera: ninguno de ellos se queda en lo superficial a la hora de narrar. Me gusta valorar en una obra la constatación de que cada uno de sus compases sea dramatúrgico, que no haya en ella nada superfluo como si fuera un simple dibujo de paisajes sonoros, y que el sentido dramático, la continuidad y la coherencia narrativa constituyan la base de la partitura. Berlioz representa el caso del compositor que al igual que Beethoven o Mahler es capaz de elaborar un verdadero drama artístico sin el empleo de palabras, pero que también posee esta cualidad creadora como escritor.”

En la imprescindible introducción de Enrique García Revilla, editor y traductor de esta obra, entramos en profundidad en la materia, estableciendo, además, el paralelismo con otros compositores; Berliozes el único capaz de expresarse con propiedad (y brillantez) en un lenguaje literario:

“Podemos afirmar con rotundidad y sin temor alguno a caer en equivocación que, si hay entre los compositores de toda época uno que destaque de forma clara como escritor, ese es Berlioz. Si bien Wagner destacó por la expresión en prosa de sus ideas estéticas, Schumann y Debussy por la fantasía de su pluma en su crítica musical y tal vez Tchaikovsky y en su epistolario íntimo, Berlioz es el único con verdadera vocación de escritor. Como tal, no sólo es capaz de expresarse en prosa sobre asuntos musicales, sino que posee inspiración y fantasía para elaborar sus relatos y dotarlos de una forma artística.”

Es destacable reflejar las características más sobresalientes de Berlioz a la hora de escribir,; al evidente contenido musical, en diferentes ámbitos, se suma una inesperada faceta cómica presente a lo largo de todas las tertulias,;? como bien comenta el editor, la misma premisa que sostiene todo el libro: que unos músicos en medio de una representación operística se dediquen a comentar libros o leerlos, es ya, de por sí, toda una declaración de principios del autor:

“El estilo literario de Berlioz, ágil y alejado de los excesos sentimentales propios de la literatura decimonónica, sorprenderá al lector que tenga la suerte de acercarse a él por ver primera por su agudeza y sentido humorístico. Detrás del ceño fruncido con que le muestran los retratos de Courbet o Signol, se escondía un tipo divertido y extremadamente agudo que no puede reprimir su sentido del humor cuando se expresa por escrito. De este modo, no sólo el planteamiento del libro ya es disparatado, pues no parece posible que unos músicos de orquesta se dediquen a contarse historias en el foso ante la media sonrisa cómplice del director (que también escucha atentamente), sino que en cada una de las tertulias introduce multitud de chistes, juegos de palabras y detalles de punzante ironía.”

La tercera faceta contenida en estas tertulias es, como bien podíamos suponer, una proyección autobiográfica del polifacético músico que aprovecha para, indirectamente, relacionar sus tertulias con momentos que le han sucedido a lo largo de su vida (y que el editor nos ilumina gracias a impagables notas a pie de página):

“Junto al contenido musical y al sentido humorístico, la tercera característica del estilo literario berlioziano consiste en la proyección autobiográfica del autor en sus escritos. Las tertulias de la orquesta, que sólo en cierta medida pueden considerarse una novela, constituye un espléndido retablo musical de metaliteratura, en el que la figura del narrador tiende ora a inmiscuirse en la trama, ora a alejarse, o bien simplemente a permanecer como testigo de la misma.”

Dicho lo anterior, os reviso a continuación algún fragmento del libro que sirve como ejemplo a las características anteriormente mencionadas; el siguiente párrafo, con el que se abre la primera tertulia es paradigmático de la prosa de Berlioz y refleja a la perfección el estilo del autor así como la vena humorística de la que hace uso para presentar la base en la que se sustentan las narraciones que vendrán después:

“Hay en el norte de Europa un teatro de ópera en el que los músicos, que son en su mayoría gente culta, se dedican habitualmente a la lectura e incluso a la charla sobre temas más o menos literarios y musicales cada vez que se interpreta alguna ópera mediocre. No es necesario señalar que leen y charlan con frecuencia. Así pues, sobre cada atril, al lado de la partitura, hay un libro. De este modo, el músico que aparenta estar contando a conciencia los silencios, esperando su entrada, con la máxima concentración en la lectura de su parte musical, se encuentra muy a menudo embebido en las maravillosas escenas de Balzac, en los encantadores cuadros de costumbres de Dickens o incluso en el estudio de alguna ciencia. Conozco a uno que, durante las quince primeras representaciones de una célebre ópera, leyó, releyó, meditó y asimiló los tres volúmenes del Cosmos de Humboldt; otro, mientras duró el éxito de una obra verdaderamente estúpida, hoy olvidada, se organizó para aprender inglés; e incluso sé de otro que, dotado de una memoria excepcional, recitó a sus vecinos más de diez volúmenes de cuentos, anécdotas, aventuras y noticias.”

El uso del humor es constante, a veces, indirectamente, otras, de una forma más directa y con un uso desacostumbrado del humor negro que quizá no era tan fácil de prever:

“-Pareces triste, Kleiner. ¿Te pasa algo?

-¡Oh! ¡Qué contrariedad!

-¿Contrariedad? ¿Has vuelto a perder once partidas de billar, como la semana pasada? ¿Has roto un par de baquetas nuevas o has vuelto a quemar otra pipa?

-No. He perdido… mi madre…

-Lo siento camarada. Siento no haberte tomado en serio. ¡Qué mala noticia!

-(Kleiner dirigiéndose al camarero:) ¡Camarero! Una crema bávara.

-(Entonces continúa:) Sí, amigo, Tremenda contrariedad. Mi Madre murió anoche, tras una agonía horrible de catorce horas.

-(Vuelve el camarero.) Señor no quedan cremas bávaras.

-(Kleiner golpea violentamente la mesa con el puño, arrojando al suelo con estrépito dos cucharas y una taza:) ¡Maldición! ¿Es que en esta vida todo son contrariedades?

Eso es sensibilidad en estado puro.”

Uno de los peligros de este tipo de narraciones es caer en la monotonía por la repetición de los mismos comienzos; Berlioz, consciente de ello, también presenta tertulias en las que no se produce la narración paralela a la representación; debido principalmente a que la ópera que les toca representar sí tiene calidad, tal es el caso de El cazador furtivo de Weber:

“Nadie habla en la orquesta. Cada uno de los músicos cumple con su obligación con el mayor celo e incluso con cariño. En un entreacto, uno de ellos me pregunta si es cierto que en la ópera de París utilizaron un esqueleto de verdad en la escena infernal. Respondo afirmativamente y prometo relatar al día siguiente la biografía del desafortunado personaje.”

O del Fidelio de Beethoven:

“Hoy representan Fidelio, de Beethoven.

Nadie dice una sola palabra en la orquesta. Los ojos de todos los artistas centellean. Los de los que sólo son simples músicos, permanecen abiertos. Los de los imbéciles se cierran de vez en cuando. Tamberlick, contratado por nuestro gerente para unas cuantas representaciones, canta el papel de Florestán. Con su aria de la prisión revoluciona la sala entera. El cuarteto de la pistola entusiasma violentamente al público. Tras el gran finale, Kleiner el mayor exclama:

-¡Esta música me hace arder por dentro!”

En ambos casos (y en algún otro como Spontini y su Vestale) no solo no hablan sino que se acentúa el silencio, el silencio se convierte, en manos del francés, en un catalizador del placer operístico.

El resto de tertulias tienen de todo tipo de historias, algunas hasta fantásticas,; me quedo ahora con una definición de términos de la época, aquellos que toda buena claque tenía que conocer a la perfección, especialmente divertido e irónico es el uso que se hacía de Animar:

“Fiascar significa no producir efecto alguno, no hacer gracia y caer en la indiferencia del público.

Calentar en vano es aplaudir inútilmente a un artista cuyo talento no ha sido capaz de emocionar al público por sí solo. Esta expresión es análoga al proverbio dar puñadas en el agua.

Haber acuerdo consiste en ser aplaudido por la claque y por una parte del público. Duprez, el día de su debut en Guillermo Tell, obtuvo un acuerdo extraordinario.

Animar a alguien es silbarle. Esta ironía es cruel y además presenta un sentido oculto que le da mayor mordacidad. No hay duda de que los silbidos contribuyen poco a animar al desgraciado artista, pero su rival sí se anima al verle silbado, y los demás también lo hacen en secreto. Así pues, cuando se silba a uno, siempre hay otro que se anima.[…]”

El otro texto que quería destacar era uno relacionado con la música, en particular con la crítica musical (que también realizó en su tiempo dentro de sus múltiples funciones artísticas) y el hecho de que siempre “hay un roto para un descosido”:

“Yo he visto El burgués gentilhombre silbado por estudiantes en el Odeón. Se sabe que la traducción realizada por A. De Virgny del Otelo de Shakespeare provocó buenos disturbios en el Teatro Francés; que Il Barbiere fue recibido con abucheos en Roma, lo mismo que el cazador furtivo en París. Aún no he asistido a una primera representación de la Ópera sin encontrar entre los jueces del vestíbulo una enorme mayoría hostil a la nueva partitura, por hermosa y grande que esta fuera. Tampoco hay una obra, por muy aburrida, desastrosa y nula que parezca, que no reciba la aprobación de algunos y encuentre algunos defensores de buena fe. Ya lo dice el proverbio: “siempre hay un roto para un descosido.”

En resumen, según lo indicado, el libro es ciertamente entretenido y se lee con interés a pesar de un par de detalles referentes a la edición y al propio Berlioz: En ciertos momentos el autor abusó del “namedropping”, citando y citando nombres de la época sin ningún objetivo claro y que hacen la lectura demasiado farragosa e incluso densa; por otro lado, la edición es mejorable, el libro es grande en tamaño para el estándar habitual y el número de páginas se ha ajustado tanto que entran demasiadas palabras (y en letra muy pequeña), haciendo la lectura ligeramente tortuosa. Aun así, es una buena recomendación para conocer tanto el autor como la época en la que vivió y pasar un buen rato.

Los textos provienen de la traducción/edición de Enrique García Revilla de Las tertulias de la orquesta de Héctor Berlioz para la editorial AKAL.

Fidelio en el teatro real: espectáculo digno pero olvidable

Artículo publicado inicialmente en Ópera World en este enlace.

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No me acordaba prácticamente de la producción de Pier ‘Alli cuando en el 2001 vino Barenboim a interpretar este Fidelio en el Teatro Real. No es un montaje que deslumbre especialmente, la primera parte es muy inmovilista, con pequeñas subidas y bajadas de decorados y escasa dirección artística siendo lo máximo el uso del coro en un momento puntual; sin embargo, la segunda parte utiliza de manera muy original un proyector que da mayor profundidad a lo que estamos viendo, especialmente interesante es la bajada a los calabozos y el clima claustrofóbico que se puede vivir con la entrada de Florestán y su rescate de la cárcel; no se puede decir que desentone, en general, la propuesta, y no cabe duda de que cumple su objetivo y es acorde a lo que se trata en el texto.

Tampoco es deslumbrante el trabajo en el foso de Harmut Haenchen, que opta por utilizar pasajes de la quinta sinfonía que parece que fueron escritos para la obra, aunque un servidor prefiere otras opciones; ciertamente fueron esos pasajes los que dirigió con más brío y ánimo ya que el resto de la obra se caracterizó por la monotonía, por una falta de chispa que solamente nos ofreció corrección pero lejos de la inspiración necesaria para sacar todo el jugo a una partitura que tiene muchísimos matices. La orquesta estuvo dubitativa y adormecida, especialmente en el caso de los metales. Además hubo un desequilibrio manifiesto en algunos pasajes donde la orquesta estaba muy por encima de los solitas, causando que estos tuvieran que gritar para poder ser oídos. Haenchen no cuidó demasiado estos momentos y de ahí que funcionase mejor cuando estuvo el coro en escena como en el concertante final.

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Entre los cantantes de Fidelio en el Teatro Real hubo de todo. Bien la Leonora de Adrianne Pieczonka, cálida y poderosa en su papel, muy lírica, quizá le faltó un poco de fuerza en el final sobre todo desde el dúo con Florestán, la lucha contra la orquesta en dicha parte final minó sus fuerzas y no pudo cerrar el papel como se merecía, aun así, fue un buen trabajo y bien actuado; flojo, en cambio el Florestán de König, desde su aria de comienzo del segundo acto no dejó lugar a los matices, afortunadamente su vibrato no es muy exagerado pero en las notas más altas acusaba tirantez, sobre todo el final de su aria o el dúo con Leonora donde habría sido necesaria una mayor suficiencia, parece que en estos últimos años está volviéndose más heroico pero está perdiendo claridad en el registro más agudo; estupenda Anett Fritsch con una Marzellina bien actuada y mejor cantada, facilidad para hacer agudos y coloraturas y no perder nada de potencia, sorprende, de hecho, lo bien que se oía en el concertante final, por encima de Pieczonka; buenísimo igualmente el Rocco de un Franz-Josef Selig que se está volviendo una referencia en el registro bajo, poderoso y sonoro, noble en su factura en la mezza voce y agudos potentes y bien timbrados, un verdadero deleite escucharle; correcto sin más alardes el Don Pizarro de Alan Held, muy tosco en general en toda su actuación, sobre todo si lo comparas con Selig, la actuación por lo menos equilibraba estos detalles para obtener un resultado medio al menos suficiente; adecuados sin más Juric y Lyon como Don Fernando y Jaquino, no sobresalieron pero tampoco desentonaron. Sobresaliente el coro de nuevo en sus dos importantes intervenciones, sobre todo en ese final que suele dejar tan buen sabor de boca al público.

Aplausos y contento general de un público que disfrutó de un espectáculo digno, aunque olvidable según pase el tiempo.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

El tenor Fernando Valero (1855-1914) y su entorno, de Alberto J. Álvarez Calero

fernandovaleroPublicado inicialmente en Ópera World en este artículo.

En los tiempos que corren, cada vez se cubren más huecos en la historia de la música española; tal es el caso de El tenor Fernando Valero (1855-1914) y su entorno, que publica la editorial Arte Hispalense y cuyo autor, Alberto J. Álvarez Calero, ayudado de un equipo de investigación, ha realizado una búsqueda de información referente a dicho tenor, como revela nada más comenzar el libro, poniendo en contexto la época en la que está emplazado:

“Si tuviéramos que nombrar a los cantantes líricos españoles que más triunfaron en los principales teatros del mundo durante la segunda mitad del siglo XIX, habríamos de recordar necesariamente al tenor Julián Gayarre y a la contralto Elena Sanz. El primero de ellos hizo una carrera relativamente corta, pues estando en plena cumbre profesional murió a causa de un cáncer de laringe, mientras que Sanz vio frustrada su ascenso hacia la cima internacional por su deseo de mantener una relación extramatrimonial estable con el rey Alfonso XII, lo que además hizo sin sentir la necesidad de ocultarlo. En esa lista podría incluirse también al protagonista de este libro, el tenor Fernando Valero y Toledano (Écija, 1855 – Moscú, 1914)”

Coetáneo del gran Julián Gayarre, destacó, como bien dice Calero, por dos roles principales, Don José y Turiddu:

“Es decir, Valero cantó en los mismos centros operísticos que, apenas una década antes, frecuentaron Gayarre y Sanz, junto a otros muchos artistas, como su descubridor Enrico Tamberlick.

De los numerosísimos roles que desempeñó Valero, hubo dos que lo acompañaron buena parte de su exitosa carrera profesional, el de Don José en Carmen y el de Turiddu en Cavalleria Rusticana. La impronta dramática que lograba transmitir en ambos papeles unidad a sus cualidades como músico, lo convirtieron en un tenor completo, lo que le permitió triunfar en todo el mundo.”

De ahí el objetivo final del autor: rellenar ese pequeño hueco histórico con uno de los tenores principales de la época que rivalizó en calidad musical con otros más conocidos, (y) que ha sido injustamente olvidado:

“Queremos por eso hacer una breve semblanza de este artista y, con ello, aumentar de paso los escasísimos y parciales estudios que hay sobre un cantante que ni siquiera es citado habitualmente en los libros o diccionarios dedicados a la lírica. Aportaremos también para ello un importante volumen de críticas que demuestran la transcendencia nacional e internacional alcanzada por Valero en el ejercicio de su profesión.

En este trabajo, nos referiremos también a muchos otros cantantes, así como a compositores y a diversas personalidades que tuvieron directa o indirectamente una vinculación con Fernando Valero. Ese fondo paisajístico, junto con el propio enfoque principal de nuestro estudio, nos servirá para ofrecer quizá una visión diferente y peculiar de una parte de la historia de la ópera romántica.”

Para realizar esta función empieza a plantear la época pintando la figura del gran Gayarre o deAdelina Patti:

“Contemporáneos de Fernando Valero, nacidos solo once y doce años antes que él, la soprano Adelina Patti y el tenor Julián Gayarre, eran dos de los más aplaudidos y elogiados cantantes de toda la historia de la ópera, sin duda dos de los más excepcionales de la segunda mitad del siglo XIX.”

Entrando a nivel de detalle en la importancia que tuvo la voz del conocido tenor:

“La voz de Gayarre era en cualquier caso calificada en su tiempo de “adorable”, con un timbre de una belleza casi irreal y una técnica impecable. Y eso que presentaba una pequeña deformidad en una de sus cuerdas vocales, tal como se descubrió tras su muerte, no se sabe si adquirida o innata.”

Como bien refleja la crónica de José Francos Rodríguez sobre la irrupción de Gayarre en Madrid:“Estuve en el paraíso del Real la noche en que se presentó el ilustre roncalés, y no recuerdo haber oído nunca mayores, más espontáneas, más ruidosas, más interminables salvas de aplausos. […] Todo el auditorio fue alabardero, todo, sin distinción de categorías. Se aplaudió con la misma furia en los palcos, en las butacas que en la entrada general. Los bravos resonaron incesantemente, y al concluir la representación, la falange estudiantil, la gente alegre que constituía el grupo más levantisco de los asiduos al paraíso, esperó a Gayarre para que al salir desde el escenario a su casa oyese los postreros aplausos en aquella memorable y gloriosa noche.”

Sobre esta base es donde establece el perfil de Valero, es impagable la labor de documentación, buscando columnas como esta de “La Época” donde se auguraba su éxito de una manera muy diferente a como se hace en la actualidad; me encanta el paralelismo “shakesperiano”:

“Merced a sus disposiciones naturales y a los buenos ejemplos y enseñanzas nos atrevemos a repetir al joven Valero la profecía que hicieron las brujas a Macbeth.

-¡Serás rey! –decían aquellas en la selva al asesino del monarca escocés.

-Serás rey- le diremos nosotros al novel artista, si cultivas con el estudio tu talento.”

Su éxito se vio confirmado por críticas como la siguiente sobre una de sus actuaciones en el Teatro Real de Madrid:

“Al final de aquel año (1888), con la temporada aún recién empezada, La Moda Elegante publicó una de las mejores críticas que había recibido hasta entonces Fernando Valero. Decía el artículo:

El público ha acogido con cariño y entusiasmo a aquel que, siendo casi un niño, estimuló con sus aplausos para que desarrollara con el estudio su peregrino talento. Hoy Valero ha recibido la consagración de los principales pueblos de Europa y América, colocándose en primera línea entre los tenores actuales, y honrando el nombre español en los diversos países que ha recorrido (22-12-1888).”

Me gustaría subrayar un texto que refleja la importancia social del mundo operístico en dicha época y la forma en que fue evolucionando; este texto enriquece, por comparación con nuestra época, una narración ligeramente monótona donde se suceden textos no tan inspirados como los que voy poniendo por aquí:

“Al afianzarse la burguesía finisecular, el acto social de ir a la ópera se fue convirtiendo irremisiblemente en algo menos necesario para los que asistían como mero acto narcisista, es decir, por mostrar su preponderancia sobre los demás. Tal como apunta Andrés Moreno en La ópera en Sevilla en el s. XIX:

                  Cantantes, directores, orquesta y repertorio eran lo de menos, su única misión era, indefectiblemente, la de poner música de fondo a una parada ceremonial de trajes, joyas y bellezas en almoneda (¿qué mejor ocasión para presentar en sociedad a la hija casadera?)

Por los años en los que Fernando Valero comenzaba a triunfar, los espectáculos operísticos estaban cambiando a gran velocidad, sobre todo gracias a la progresiva instalación de luz eléctrica en los teatros. Hasta poco antes, la platea se iluminaba completamente durante las actuaciones mediante velas. No se concebía la idea de dejar a los espectadores a oscuras en un silencio absoluto. Por el contrario, durante las representaciones se hablaba con normalidad en voz alta, y la mayoría del público iba y venía. El teatro era un lugar de encuentros y desencuentros, de charlas animadas o hipócritas. Al fin y al cabo, muchos de los que allí asitían participaban de las diferentes y variadas actuaciones que se interpretaban frente al escenario, es decir, en los pasillos y vestíbulos de los coliseos. […] La evolución sufrida por el género en el último cuarto del siglo XIX fue apreciada en primer lugar por los cantantes líricos y los empresarios del sector.[…] Con el tiempo, el interés de la sociedad por la ópera se fue estancando, aunque al menos el público comenzó poco a poco a asistir a los teatros por un interés cultural antes que social.”

Los que ahora asistimos a la ópera podemos constatar que la cosa tampoco ha evolucionado mucho y se sigue entendiendo, en muchos casos, como un acto social, con sanas excepciones, desde luego. La semblanza al tenor se dilata con sus actuaciones en el extranjero y establece incluso una posible causa a su temprana retirada:

“También somos conscientes de que la figura de Fernando Valero habría alcanzado mayor trascendencia de no sufrir los prematuros problemas pulmonares que acortaron su carrera. Le faltó precisamente haber podido alargar sus éxitos unos años más allá de esa década triunfal que empezó en 1883, cuando comienzan sus triunfos en Italia, y llegó hasta 1893, cuando contribuyó a que Puccini comenzara a ser reconocido gracias a Manon Lescaut.”

Para llegar a un final que nos sirve como conclusión a esta crítica:

 “Con todo, más allá de esa decadente década final, conviene retener que nuestro protagonista puede ser considerado uno de los mejores tenores de la ópera romántica italiana, justo en la época del pleno auge de este subgénero lírico, a pesar de que su legado fuera olvidándose poco a poco.

Sin querer ser pretenciosos, deseamos contribuir con estas páginas a que la figura del tenor Fernando Valero sea hoy en día valorada como merece. No olvidemos por último que, si bien no tienen por qué coincidir la trascendencia artística con la generosidad personal, creemos haber demostrado con suficientes detalles que la grandeza de Fernando Valero hay que incluir sus solidarios valores humanos.”

El libro cumple a la perfección con el objetivo de dar a conocer la importancia del tenor FernandoValero; sin embargo, en el cómo, adolece de una narración más fluida y menos monótona , sobre todo a la hora de reflejar los comentarios críticos sobre el tenor de la época mencionada, algunos textos no aportan mucho y la narración sucinta de los conciertos y viajes es, ciertamente, un poco aburrida a pesar de su brevedad. Aun así, no puedo dejar de recomendar su lectura, una manera de acercarse más a una época y a uno de nuestros grandes tenores.

La Traviata en el Teatro Real: una Violetta para recordar

Artículo publicado originalmente en Ópera World en este enlace.

La Traviata en el Teatro Real: una Violetta para recordar

Posiblemente no hay ópera más conocida que esta, La Traviata representa el paradigma de la ópera popular debido a que la historia es bien conocida y, además, la música que compuso Verdi es brillante por su concepción teatral. Un prodigio. De ahí que, cada vez que se represente, se la mire con lupa, sobre todo desde el punto de vista escénico.

En este caso la escena de La Traviata en el Teatro Real venía avalada por David McVicar que ya había presentado además este montaje en el Liceo; tal y como entiende el director escénico la ópera todo es sombrío y lúgubre para empezar, renuncia a una posible evolución, a esos contrastes que, sin embargo, están presentes en la sublime música de Verdi, en aras de realzar el componente dramático, dando, si cabe, más oscuridad a la tragedia por anticipación; de ahí que no haya más que inmensos telones negros que reducen la escena a un pequeño hábitat que llama la atención por ser claustrofóbico, por encerrar en tan poco espacio a unos cantantes que afrontan de maneras distintas esta situación y de los que hablaré después; una vez sabido esto, hay que reconocer que la propuesta es ciertamente conservadora, sencilla, continuista, y cómoda de cara a un público que ya lidió con la vanguardia (o intento de ella) en la de Sotelo que se programó con anterioridad. Desde este punto de vista, es una pequeña reconciliación, un guiño que, a pesar de lo comento, funcionará para la mayoría de los asistentes.

Y La Traviata en el Teatro Real funciona especialmente por la adecuación y consistencia de Renato Palumbo a esta propuesta, el italiano escoge la vía que le ofrece McVicar e interpreta la música de una manera intimista, contenida, y buscando sonoros estallidos donde aprovecha toda la capacidad orquestal (poniendo en peligro las voces con menor proyección que sufren para cantar y ser escuchados con esta densidad); a pesar de ello, el conjunto no se resiente, es una lectura ágil (y) que consigue momentos ciertamente logrados, sobre todo, en el exquisito dúo de Germont y Violetta del segundo acto y en el patético final con la muerte de la protagonista. Se le podría poner algún pero a los números de coro intermedios donde hay algún desajuste en los tiempos, y alguna elección caprichosa del tempo, por ejemplo en los contrastes de Violetta con la partida de cartas; aun así, no me disgusta la visión de Palumbo.

La Traviata en el Teatro Real: una Violetta para recordar

Para tener una buena Traviata, es indispensable que el trío protagonista sea de entidad; la soprano albanesa Ermonela Jaho dibujó una Violetta atormentada desde el principio, adaptándose a la perfección a lo indicado por McVicar, no hay amor efervescente y juvenil en su “Follie, Follie…Sempre Libera” sino determinación y reafirmación como mujer, es un grito de libertad que ruge como un estampido incontrolable; pero su actuación no es inmovilista, muy al contrario, existe una evolución que roza la excelencia por su capacidad de reflejar la personalidad de Violetta, desde la frustración y el sacrificio contra su voluntad ,del segundo acto, hasta el camino inexorable a la muerte en el acto final. Este último es una interpretación de las más desgarradoras que recuerdo, con estertores de tal calibre que nos hacían sufrir a todos los que estábamos presenciándolo; totalmente unidos e integrados a su forma de cantar. Me puedo creer perfectamente a Jaho, irradiaba tanto dolor que es imposible no llegar a empatizar con ella; y su instrumento, sin embargo, no era para echar cohetes, de poca extensión en los agudos, un poco estrangulados y, encima con mucha suciedad; de hecho, sorprende que se atreviera con el Mi bemol sobreagudo que ejecutó a pesar de las dificultades; evidentemente, con la evolución de la vocalidad en los siguiente actos, se adaptaba mejor a lo que cantaba y tuvo momentos sublimes como el “Dite alla giovine…” susurrado, exquisito en ejecución y sensibilidad y todo el dúo con Germont y el final, simplemente sobrecogedor. Una excepcional Violetta, sin lugar a dudas, la gran triunfadora.

Francesco Demuro en el papel de Alfredo fue el gran perjudicado por la situación comentada, no me desagrada su timbre de tenor lírico y dibujó una buena línea de canto en “De miei bollenti spiriti”, pero su volumen se resintió con los arranques orquestales siendo tapado sin clemencia en no pocas ocasiones, acometió el Do de pecho en la cabaletta “O mio rimorso” con valentía, pero en el registro más agudo no suena firme, se le descolocó y fue poco brillante, de hecho, en varias ocasiones se le cambió de manera perceptible la voz en el cambio de registro resultando (en)sonidos extraños, alejados del más consistente registro a media voz donde estaba más cómodo (supongo que fue debido a buscar volumen y la proyección no fue lo más adecuada); tiene hechuras, falta madurez todavía. Sobreactuó ligeramente en su disposición teatral, sobre todo en comparación con Jaho.

Desbordante el Giorgio Germont de Juan Jesús Rodríguez, está en plenitud vocal y se nota por la potencia en todas sus notas, un barítono lírico al que no le falta nada y que fue la contraposición musical perfecta por timbre y rotundidad a Violetta; hizo un “Di Provenza il mar..” de fábula, lidiando incluso con una pequeña carraspera en medio ,que consiguió tapar para acabarlo de manera brillante. Su segundo acto fue generoso en musicalidad y con gran compenetración desde el “Pura siccome un angelo”; pudo, de sobra, con la orquesta, incluso en las explosiones mencionadas y solamente habría que ponerle en el “debe” una cierta apertura de las notas agudas en algunos momentos que deslucían y desentonaban la melodía; si bien es cierto que no ocurrió con demasiada frecuencia.

En cuanto a los secundarios de La Traviata en el Teatro Real, correctos en sus papeles, podría hacer una pequeña mención a la buena Flora de Marifé Nogales, o las buenas prestaciones de César San Martín y Fernando Radó en sus Douphol y Grenvil respectivamente. El coro rozó a buen nivel en los conocidos números, siempre es un gusto escucharlos por su seguridad, fortaleza y musicalidad.

Muchos aplausos y ovaciones a una función que recupera al público que quiere ver grandes títulos en un teatro como el madrileño. Una buena propuesta con las puntualizaciones mencionadas. Una Violetta para recordar.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

War Requiem de Benjamin Britten en el Teatro Real: una interpretación sobrecogedora

Publicado originalmente en Ópera World en este post.

Una de las mayores virtudes de Britten fue su capacidad para saber renovar desde el respeto absoluto a lo clásico; supo dotar de modernidad a sus obras pero no adoptó la ruptura de la sonoridad que otros contemporáneos suyos promovieron y ejecutaron. El resultado, sorprendentemente, es que, sus obras, se mantienen  igual de vigentes en temáticas y en lo musical.

Ejemplo vivo de este proceso es este War Requiem, en el que alterna el texto latino clásico habitual con los textos poéticos de Wilfred Owen; estrenada en plena guerra fría en 1962 a propósito de la consagración de la nueva Catedral de Coventry; como muy bien advierte Luís Gago en el programa de mano, esta obra deviene en un alegato pacifista donde están las tres guerras presentes: Wilfred Owen murió en la primera, se ejecutó después de la segunda y en plena guerra fría.

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Musicalmente diseñó tres niveles, tres fuerzas musicales que interactúan entre sí, se alternan a lo largo de la obra hasta el abrumador final donde se combinan todas a la vez en perfecta simbiosis. La soprano solista y el coro van acompañados de la orquesta completa y cantan los textos clásicos; el barítono y el tenor tienen una pequeña orquesta de cámara e interpretan los poemas de Owen; por último, el coro de niños canta con el órgano y es preferible que esté a una cierta distancia de la orquesta, interpretando puntuales momentos del texto latino.

Es importante saber esto para comprender la dificultad que entraña interpretarla: los tres niveles musicales deben quedar perfectamente dibujados y el equilibrio debe mantenerse para que esto se produzca. Pablo Heras-Casado entendió y estudió perfectamente la disposición de los músicos, el coro de niños estaba situado en el palco real, la orquesta de cámara, al lado de barítono y tenor, a su derecha en el escenario y la soprano casi integrada con el coro de frente al director y a su izquierda. Esta disposición contribuía para ayudar a este equilibrio y se notaba que ha habido un trabajo detrás que se veía a lo largo de la interpretación. Heras-Casado dirigió de manera concisa con sus habitualmente claros gestos con las manos, rotundo, enérgico, pasional e intimista según el momento y sobre todo atentísimo a las dinámicas, frenando (muy sigilosamente, lo vi por estar en la primera fila) el volumen orquestal cuando la emoción llevaba a una posible descompensación; sonaron especialmente bien las cuerdas, tersas o ardientes según lo deseado; bien los metales a pesar de algún pequeño desajuste que no deslució el resultado final; fantástica la parte de cámara y el órgano a través de Miguel Ángel Tallante; especialmente reseñable me pareció la labor de la concertino, entendió a la perfección cómo se puede interpretar sintiendo la música, la que haces y la que hacen tus compañeros. Apasionante final.

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Por otro lado lo vocal rozó la excelencia: John Mark Ainsley es un experto en el canto recitado que solicita Britten para sus tenores (con Peter Pears como modelo); destacó especialmente por su elegancia y la homogeneidad de su canto legato no exento de la necesaria emoción para dotar de vida a los versos de Owen, hermosísimo y emocionante dúo final con Jacques Imbrailo, su solo del emotivo y lóbrego “Strange Meeting” fue simplemente conmovedor, sólo tuvo cierta tirantez en los agudos que solventó inteligentemente; Imbrailo tiene una voz de barítono templada y muy hermosa en el timbre, con un agudo brillante y seguro y pequeñas dudas en lo más bajo de la tesitura; dotó de verdadera emoción a su excepcional personaje; Susan Gritton empezó ligeramente destemplada su actuación sobre todo en los saltos de octavas requeridos, le costó un poco afinarlos y los portamentos afeaban ligeramente la falta de concisión, afortunadamente fue mejorando, tanto en el Lacrymosa como en los momentos finales ,demostró mayor seguridad y su voz brilló a gran altura. Los coros del Teatro Real y de la Comunidad de Madrid estuvieron excepcionales, rotundos cuando fue necesario, sensibles y cargados de lirismo en otros momentos. Da gusto oír partituras de este nivel tan bien interpretadas y cantadas, tan bien entendidas por los propios cantantes. Transmitiendo tanta intensidad como requería esta maravilla. El contrapunto del coro de los pequeños cantores de la Jorcam fue sencillamente subyugador, el color que lograron, la sensibilidad, puro terciopelo cargado de emoción.

El final fue simplemente prodigioso, uno de esos momentos inolvidables por conseguir llegar a lo sublime. El silencio al terminar dejó al público anonadado, como si hubiéramos vivido una experiencia única, sobrecogedora. Lástima que no estuviera el Teatro lleno para disfrutarlo. Los que estuvimos, seguramente, no lo olvidemos nunca.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

El público de Mauricio Sotelo. El subconsciente lorquiano

Publicada originalmente en Ópera World en este enlace.

Llegan los últimos flecos que nos recuerdan a Mortier; El público fue un encargo suyo a Mauricio Sotelo sobre el texto de la inusual obra de Lorca y con libreto de Andrés Ibáñez. No en vano consideraba el belga que esta obra inacabada encontraría su perfecta proyección a través de la música; ciertamente no se equivocaba, y Sotelo lo ha plasmado en esta fusión de música clásica, electrotecnia y flamenco que ahonda en lo subconsciente que habitaba en Lorca, un verdadero paisaje onírico de altos vuelos.

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Utiliza solamente 34 instrumentos musicales y 35 altavoces que lo amplifican a todo el teatro, jugando con los efectos de sonido de todo tipo: surrounds, desvanecimientos, mezclas, balances… y los alterna con momentos de cante flamenco  por soleás o seguiriyas. El complejo resultado es apabullante en ocasiones, íntimo en otras;  pero la música es exuberante y el contraste de lo flamenco, gracias a la labor impagable de los cantaores Arcángel y Jesús Méndez, del guitarrista Juan Manuel Cañizares y el percusionista Agustín Diassera, con lo musical contemporáneo, es innegablemente subyugador. La influencia wagneriana está presente pero es un elemento más, sin preponderar sobre fragmentos cantados, recitados o ariosos que ensamblaban como un perfecto puzle. Cumple a la perfección el efecto evocador que la escena de Robert Castro nos muestra al mismo tiempo.

El fantástico texto de Andrés Ibáñez se ve refrendado por el onirismo puesto en escena por Castro, donde lo popular se mezcla con lo culto y nos muestra la mente (surrealista o no) de un Lorca que lucha en su interior por lo que el exterior no lo permite; su homosexualidad oculta, la incomprensión ante su obra, la percepción del arte, y… cómo no, la recepción del público, verdadero protagonista e intérprete de la escena. Imágenes sugerentes, disfraces, travestidos, un escenario invertido que subvierte lo establecido. La revolución de la cuarta escena supone el culmen, una sugerente escena llena de espejos que recuerdan a la Dama de Shangai, perdemos la perspectiva, que se amplía hasta el infinito y se refleja al público que se vuelve partícipe y verdadero integrador de la acción, uno más de la escena que se está representando, un remedo  subvertido de Romeo y Julieta. La obra de arte sin el público no se puede considerar como tal.

Qué mejor que Roberto Heras-Casado para ejecutar la partitura de Sotelo, el flamante director invitado titular del teatro interpretó, como suele ser habitual, la música con concisión meridiana. Su claro gesto ayuda a que no haya dudas de ningún tipo en un tipo de representación que le obliga a dirigir a los lados e incluso detrás de él sin perder el sentido de lo que se está realizando. Se notaba que estaba estudiado al milímetro y la orquesta respondió a la perfección asegurando, especialmente los metales, la correctísima ejecución. Manejó con gran sabiduría las dinámicas contrastando los momentos de flamenco con los de mayor densidad orquestal y sirvió todo ello para disfrutar de todos los colores que se nos ofrecían. Sobresaliente la labor de José Manuel Cañizares a la guitarra solista y de Agustín Diassera a la percusión, virtuosismo al servicio del drama, intimismo y pasión al mismo tiempo. Herás-Casado sabe perfectamente que una gran ejecución no es nada sin pasión y lo lleva a cabo en cada interpretación que realiza con su característica versatilidad.

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Es difícil hablar de la labor de tantos cantantes, muy adecuados para este estreno; bellas páginas las evocadas por el omnipresente José Antonio López con una voz contundente pero no exenta de templanza y que aguantó el papel sin cansancios; o las dificilísimas intervenciones de Isabella Gaudí como Julieta en un papel extremo que solventó con no poca solvencia; ya he hablado del trabajo excelente de los cantaores Arcángel y Jesús Méndez o del bailaor Rubén Olmo; o la hermosísima aria del Pastor Bobo por parte de Antonio Lozano; tampoco se quedó lejos el coro del teatro Real, impecable en su afinación en sus momentos estelares de la segunda parte, mucho más equilibrada que su primera parte antes del descanso.

Digno trabajo que el público, como no podía ser de otra manera, aplaudió sin reserva. La primera parte, más densa, originó algunas espantadas, no demasiadas, todo hay que decirlo. Los que quedamos para el final ovacionamos a los intérpretes, con un Mauricio Sotelo ciertamente emocionado que rendía homenaje a Mortier en el programa de mano por haberle dado la oportunidad. Lorca estaría orgulloso de esta interpretación.

Las fotos pertenecen a Javier del Real.

Divagaciones rossinianas de Alberto Zedda. Virtuosismo al servicio del drama

Cub Rossini Lomo 13.inddEra necesaria la aparición de un libro de esta índole para dotar a Rossini de la importancia que realmente se merece, sobre todo entre los músicos, que suelen considerarlo un sucedáneo de Mozart  con todo lo peyorativo que conlleva esta etiquetación. Nadie mejor para escribirlo que el maestro Alberto Zedda, verdadero conocedor y estudioso de la obra del autor de Pésaro desde sus propios orígenes, lo que le ha llevado a realizar la mayoría de las ediciones críticas existentes de sus obras.

El maestro avisa en el comienzo del libro sobre su composición en “Libreta de Estudio y de pasión” hablando de sí mismo en tercera persona y alertando sobre la heterogeneidad de los textos que pueden resultar en una cierta irregularidad:

“Este libro recoge heterogéneas reflexiones de un músico que, tras encontrarse fortuitamente con Rossini, quedó fascinado por la profundidad de sus creaciones musicales y dramatúrgicas, hasta el punto de dedicarle una gran parte de su energía. Su interés por la materia ha podido crecer sin límite porque no se trataba solo de un viaje iniciático por el campo de la fenomenología musical, sino que ha abarcado toda una serie de temáticas de primera importancia, como una concepción teatral de descollante originalidad, una conciencia artística de valor paradigmático, una capacidad para juzgar hombres y hechos con gran inteligencia, un intrigante modo de relatar mediante imágenes figuradas recurriendo a la metáfora alusiva, a la paradoja lógica, a la gozosa locura del nonsense: un constante e irónico distanciamiento que tiñe de misterio y ambigüedad la figura de un genio, huidizo a pesar de la luminosidad de su mensaje.”

De hecho, él interpreta el libro como un resumen de sus experiencias en el sucesivo estudio de la obra de Rossini:

“El libro no es una biografía ni un análisis técnico-artístico de la producción de Rossini: es el resumen de una exaltante convivencia con un músico cuyo verbo se desea difundir, una ocasión para traducir una larga experiencia en sugerencias útiles para entender e interpretar sus obras.”

Sin embargo, el libro no se resiente de esta mezcla, muy al contrario, ahonda de tal manera en la obra del compositor que, en sí mismo, se convierte en un estudio musicológico de primer orden que va más allá de un simple acercamiento crítico. La profundidad del análisis sirve para entender la verdadera magnitud de un músico superlativo. Zedda no duda en mostrar las grandes virtudes del compositor resaltando en primer lugar el ritmo:

“Sobresale un componente de la sintaxis de Rossini que juega un papel absolutamente preponderante: la pulsión motora que anima su música, una rítmica distinta de la de todos los operistas que lo precedieron o que lo seguirán. No hay duda de que el ritmo constituye el aspecto más original y revolucionario de su modo de componer, animando con una escansión fantasiosa y traviesa incluso páginas repetitivas difíciles de justificar. Se trata de una rítmica perentoria, en absoluto mórbida y discreta, en aparente contraste con la aérea libertad que buscan las florituras del predilecto canto belcantista que marcan indiferentemente páginas apolíneas, no vulneradas por ella, y páginas inflamadas por la urgencia dionisíaca. Esclarecedoras son al respecto las palabras de Antonio Zanolini tras un paseo parisiense con el Maestro: “La expresión musical está en el ritmo, en el ritmo está toda la potencia de la música.”

Está pulsión se suma a las características innatas de Rossini, su versatilidad  y su maduración precoz, que le convirtieron en un maestro de la orquestación y la vocalidad:

“Una versatilidad comparable a la de su idolatrado Mozart favoreció en él una maduración precoz y la posibilidad de desarrollar en tiempos muy breves una profesionalidad de asombrosa concreción. Su memoria prodigiosa le permitió un ritmo frenético de aprendizaje y de trabajo; el dominio de técnicas instrumentales complejas, que van del violín al contrabajo, del clave a la voz de óptimo timbre bari-tenoril, hace de Rossini un maestro de la orquestación y de la vocalidad. Experiencias adquiridas en directo por su asistencia a los teatros y el trato con músicos en compañía de su madre, discreta cantante, carente de teoría musical pero infatigable para prodigarse por el bienestar de su familia, privada a menudo del apoyo paterno por las tendencias libertarias de un progenitor rebelde a la autoridad vigente.”

Solo Zedda, por sus estudios críticos, es capaz de discernir la personalidad del compositor a través de los trazos, de los signos escritos en las partituras originales, a través de una serie de dicotomías podemos hacernos una idea del carácter de un compositor tremendamente ambiguo:

“Los signos trazados por Rossini con febril exaltación en miles de páginas revelan júbilo y tormento, duda y cansancio, frenesí y distensión, conciencia y extravío, intuición sublime y gran oficio, expresados con el trazo autorizado y fluido de quien tiene muy claro en la cabeza lo que quiere decir, de quien es consciente de poseer el don de la revelación. Los trazos de pluma, fuertes y decididos o débiles e inciertos, se convierten en palpitantes confesiones que no engañan porque reflejan el diálogo directo entre el individuo y su yo. En las páginas manuscritas de sus partituras, cada vez más atormentadas y despaciosas, se refleja el drama que ha transformado al más grande compositor lírico de su tiempo en un inquieto superviviente, asaltado por turbaciones no calmadas por el placebo de los aplausos.”

Hablando de la dramaturgia rossiniana, resalta una de esas anomalías que caracterizan su obra: escapa a la fisiología de la evolución, cosa que, por ejemplo, no sucede en Mozart (aunque también podemos observarlo en compositores posteriores como Verdi y Wagner) y alerta sobre la escucha superficial que se ha practicado frecuentemente en el caso del compositor italiano:

“Entre las tantas anomalías del fenómeno Rossini, resulta sorprendente la de escapar de la regla fisiológica de la evolución. Mientras que no hay un mozartiano que prefiera Lucio Silla  a Don Giovanni o Ascanio in Alba a La flauta mágica, hubo y sigue habiendo quieres, con argumentos no peregrinos, anteponen Tancredi a Guillaume Tell o L’Italiana in Algeri a Le Comte Ory. Cuando un Rossini adolescente llega a enfocar de forma perentoria el vocabulario y la gramática de un código musical personalísimo, es difícil establecer para sus óperas una clasificación de primacía, y ello porque también a él, como a Mozart, le fue impedido ceder al mal gusto, perderse en la banalidad. Cada uno de sus melodramas representa un discurso completo y diferente, a pesar de que la peculiaridad de un léxico inmediatamente reconocible pueda dar ante una escucha superficial la impresión del déjà entendu.”

A la hora de definir las características esenciales del compositor Zedda enmarca el  “virtuosismo” como elemento diferenciador de sus composiciones, le quita la posible superficialidad dotándole  de vida cuando encuentra su conjunción con el texto:

“El secreto para transformar en efusiones de poesía unas fórmulas de por sí inexpresivas y genéricas se encierra en el concepto de virtuosismo, en el que el término exalta el valor de la raíz primaria “virtú”, y pierde ese ligero sentido de fastidio y suficiencia que ha adquirido para algunos intérpretes. Hay que aclarar ante todo que el virtuosismo de Rossini no puede ser solo la capacidad de plasmar correctamente las figuraciones de un belcantismo acrobático. Cantar arduas secuencias a una velocidad vertiginosa es obligado sin duda alguna, pero solo de ello no puede nacer la conmoción del sentimiento. Es indispensable dominar toda la gama de los sonidos, desde los tonos dulces y apagados a las emisiones fuertes y viriles, para que la “virtud” del intérprete llegue a insuflar vida a estas fórmulas asemánticas por antonomasia, a iluminarlas con el concurso de la fantasía y la imaginación, a transformar áridos mecanismos en éxtasis de amor, delirio de pasión, estallidos de furor.”

La ornamentación entonces se convertiría en la función fundamental que utiliza Rossini para dotar de significado a cada momento de sus composiciones, el cantante podrá entonces introducir los adornos que considere para subrayar la expresividad y la teatralidad:

“[…] pero Rossini no se limita a emplearlas como elementos complementarios de exorno: la ornamentación tiene una función primordial en el desarrollo del discurso, convirtiéndose en el elemento portante. Transformar en datos fundamentales del lenguaje unos artificios que otros compositores utilizan como oropeles secundarios es una tarea que exige al cantante una severa toma de conciencia y una escrupulosa disección analítica del texto.

El artificio exornativo tiene de por sí un valor musical limitado y escaso significado semántico pero consiente al intérprete inteligente sacar de él gestos teatrales eficaces para subrayar la emoción del momento. Por ello, el intérprete de Rossini tiene derecho a modificarlo o a sustituirlo para conseguir todo su potencial expresivo.”

Esta vocalidad es heredera del barroco, pero se vuelve más terrena:

“La vocalidad en Rossini hunde sus raíces en la práctica del canto barroco, a pesar de que el teatro barroco y Rossini sean antitéticos en sustancia: el teatro barroco exige una rica gestualidad para encontrar su realista irracionalidad. En el barroco son los dioses del Olimpo quienes hablan y actúan como los hombres; en el teatro de Rossini son los hombres los que buscan el distanciamiento y sublimidad de los dioses.”

Más que inspiradas son las reflexiones de Zedda al respecto de sus dos obras maestras sacras: lo religioso le sirve como excusa para liberar toda la tensión emotiva:

“En los interminables años de su exilio creativo, Rossini rompió la consigna de silencio justamente con dos obras sacaras de gran compromiso, el Stabat Mater y la Petite Messe solennelle, a lo que se añadieron algunas páginas corales como La foi, l’esperance et la charité, el Tantum Ergo y el O salutaris hostia, de modesta relevancia. En el Stabat Mater y en la Petite Messe se verifica un fenómeno interesante: bajo el signo de la inspiración religiosa, Rossini rompe la reserva y el pudor que siempre frenaron la manifestación de sus sentimientos para abandonarse por fin a un canto de gran tensión emotiva, de terrenal efervescencia.”

Como es el caso de su maravillosa Petite Messe Solennelle, un oxímoron en sí mismo, un logro sin igual que supone la culminación de esta liberación emotiva:

“[…] Rossini, antes de despedirse del mundo, da muestras de que ha comprendido  los “mecanismos” del canto romántico, aunque se niega a aplicarlos a los sentimientos de los hombres. El texto latino de la liturgia católica, simbólico y cifrado, lo protege de la retórica sentimental, consintiéndole dar libre curso a la carga de la emoción. […] La oximorónica contradicción del título, Petite y solennelle, encierra, como sucede a menudo con Rossini, una doble verdad: la definición de Petite, amén de consentirle la irónica profesión de humildad expuesta en la dedicatoria del Buen Dios, afecta al carácter íntimo de una confesión religiosa expuesta sin los esplendores de la pompa ritual con una plantilla inusual y muy reducida: la de solennelle se refiere a la ambiciosa profundidad de los contenidos musicales más que a su dimensión estructural.”

En la parte final del ensayo nos encontramos con consejos directos para los directores, aprovechando la experiencia de su conocimiento adquirido vuelve al tema del tempo como generador del ritmo que hablaba anteriormente, para el compositor de Pésaro, el tempo animato se convierte en un vehículo para su expresividad:

“De las tres variantes a disposición del intérprete para insuflar vida rítmica al discurso musical –tempo sostenuto, tempo giusto, tempo animato- el tempo giusto (entendido como escansión rígida, carente de oscilaciones) es el que menos se adecua a la música de Rossini. La frase en Rossini exige continuas mutaciones de tempo aún en ausencia de indicaciones explícitas del autor, y el intérprete que quiera aprovechar por completo la potencialidad de un canto destinado a transformarse en gestos teatrales concretos debe recurrir a ellas continuamente. El tempo ideale para la música de Rossini es, por tanto, el que consiente que el cantante alcance en todo momento el máximo resultado expresivo, y la articulación rítmica se vuelve la clave que proporciona al canto la linfa vital que exige la poética musical.”

Y no solo los consejos, imprescindibles, tienen que ver con el ritmo, sino también con las dinámicas, los instrumentos a utilizar, la forma de afrontarlo, es toda una “guía de la interpretación óptima de las obras de Rossini”:

“Para obtener una ejecución fluida y animada es indispensable recurrir a la variedad propiciada por los tres aspectos diferentes de la rímica de Rossini: el tempo giusto (raro), el tempo animato (frecuentísimo), el tempo sostenito (en los Adagi y en general en los pasajes de ritmo lento).

Un cuidado muy particular hay que reservárselo a las dinámicas. Dada la ampliada sonoridad de los instrumentos modernos, es oportuno disminuir un grado cada prescripción dinámica referida a los pasajes de sonoridad intensa, para que ff se vuelva f, f=mf, mf=mp. […] en las arias de naturaleza dulce y amorosa, el f debería tener un carácter diferente del que suena en arias de significado dramático; más en general, el f de Rossini deberá ser ligero, rebotante y proyectado hacia adelante.”

Zedda resume a la perfección las sensaciones que origina su música, esa simbiosis entre placer y reflexión crítica que nos lleva a una complacencia, a un disfrute inigualable:

“Al escuchar sus obras, la coincidencia de un placer sensual hedonísticamente saboreado y de una reflexión crítica espiritualmente orientada puede conducir a una festiva complacencia, pero también puede contribuir a responder al imperativo del “conócete a ti mismo”, sin conculcar el derecho del arte a no expresar nada, ni explicar nada, fuera de sí mismo y de su propia magia.”

Estas Divagaciones rossinianas se convierten, por sí mismas, gracias a la sapiencia del maestro, en una obra imprescindible para comprender la verdadera relevancia del compositor además de acentuar aún más la satisfacción que produce su escucha. Quizá esta última reflexión sirva como colofón a este comentario:

“Con Guillaume Tell, Rossini se demuestra a sí mismo y al mundo que su talento era capaz de triunfar en el dominio del nuevo romanticismo, a condición de renunciar al canto artificial de los virtuoso castrati. Como había hecho con Semiramide, Rossini forja con Guillaume Tell una ópera que sobrepasa las dimensiones normales para reafirmar la validez de sus opciones artísticas y preanunciar su voluntad de apartarse de un mundo sediento de emociones explícitas. Equidistante entre pasado y futuro, Rossini no se preocupa por las clasificaciones: las etiquetas de conservador o de revolucionario no valen para un compositor que ha hecho dar  a la música italiana un salto de gigante, reintroduciendo en la tradición europea un lenguaje que se había empantanado en fórmulas de elemental superficialidad.”

Los textos pertenecen a la traducción de Carlos Alonso Otero de Divagaciones rossinianas de Alberto Zedda en Turner.

Lo que podemos esperar de la temporada 2015-2016 del Teatro Real

Zauberflöte

Publicado inicialmente en Ópera World en este enlace.

Está claro que esta temporada va a ser la confirmación del trabajo de Joan Matabosch, la apuesta por lo clásico popular es más que palpable, Donizetti, Verdi, Mozart, Wagner, Haendel, apuestas seguras acompañadas de producciones ya realizadas, aderezado todo ello con cantantes de buen nivel. Es evidente que es necesario recuperar al público que se ha perdido en el camino y qué mejor forma que esta. Vamos a hacer el repaso de rigor para comprobarlo en profundidad:

 

Roberto Devereux

22/09-08/10

Bruno Campanella, Andrily Yurkevych

Mariella Devia/Maria Pia Piscitelli, Gregory Kunde/Ismael Jordi, Mariusz Kwiecien/Simone Piazzola, Silvia Tro Santafé/Veronica Simeoni

Producción: Welsh National Opera

Empezar la temporada con un Donizetti puede ser un gran presagio. En este caso uno ya programado aunque en su versión concierto hace poco. Los atractivos son evidentes en lo vocal. La grandísima Mariella Devia y el consagrado Gregoy Kunde, unidos a la sobriedad de Kwiecien y Silvia Tro Santafé y la batuta contrastada y fiable de Campanella que ya triunfó este año con “La fille…”. Gran ópera de belcanto que hará las delicias del coliseo madrileño.

 

Alcina

27/10-10/11

Christopher Moulds

Karina Gauvin/Sofia Soloviy, Anna Christy/Maria José Moreno, Malena Ernman/José Maria Lo Monaco, Sonia Prina

Producción: Ópera Burdeos en coproducción con el Teatro Real. 

Tengo especial cariño, dentro del dilatado repertorio Häendeliano, a esta ópera; no puedo ser imparcial con Häendel y el barroco en general. Si encima nos traen a Karina Gauvin para hacer el papel estelar, todo apunta a que vaya a triunfar si la producción acompaña. Alcina es una ópera que guarda la ortodoxia musical del autor y es ciertamente deslumbrante.

 

Rigoletto

30/11-29/12

Nicola Luisotti

Leo Nucci/Juan Jesús Rodriguez/Luca Salsi, Olga Peretyatko/Lisette Oropesa, Stephen Costello/Francesco Demuro/Piero Pretti/Ho-Yoon Chong

Producción: Royal Ópera House  a cargo de David McVicar 

Quizá los dos autores más efectivos para presentar la ópera a alguien que quiera descubrirla pueden ser Mozart y Verdi, este año tenemos a los dos escenificados y son puertas de entrada muy valiosas. En el caso del italiano, Rigoletto es una de las más representativas (junto con La traviata y El trovador) del paradigma musical e interpretativo del compositor. Perfecta conjunción de música, teatro y drama, y, además plagada de momentos musicales sobradamente conocidos como “La donna é mobile” o el cuarteto más famoso de la historia (“Bella figlia dell’ amore”). ¿Será capaz Leo Nucci de hacer otro bis en la Vendetta? ¿Y Olga Peretyako cuadrará  con el enrevesado papel de Gilda? La oscuridad de la producción de McVicar buscará intensificar al máximo el dramatismo de una obra inmortal.

 

Die Zauberflote

16/01-30/01

Ivor Bolton

Christof Fischesser/Rafal Siwek, Joel Prieto/Norman Reinhardt, Ana Durlovski/Kathryn Lewek, Sophie Bevan/Sylvia Schwartz, Joan Martin-Royo/ Gabriel Bermudez

Producción: Komische Oper Berlin

Si antes hablaba de Verdi, a continuación se ha programado una de las óperas más conocidas de Mozart, La flauta mágica es deliciosa desde cualquier punto de vista y cada momento musical es conocidísimo y cargado de inspiración, del Mozart del final de su vida, mucha gente alucinará escuchando las endiabladas arias de la Reina de la Noche que Ana Durlovski (tras su éxito con los Cuentos de Hoffman en el mismo teatro) intentará realizar con un más que posible éxito de ejecución. El reparto parece tener garantías, más si tenemos en cuenta la presencia de Sylvia Schwartz tras su éxito con el Gretel de la obra de Humperdinck . Bolton deberá confirmar que este repertorio es el suyo tras la pifia de su anterior Mozart.

 

Das Liebesverbot

19/02-05/03

Ivor Bolton

Christopher Maltman/James Rutherford, Manuela Uhl/ Sonja Gornik, Andrew Stapels/Peter Lodahl, Ante Jerkunika/Martin Winkler

Producción: Teatro Real en coproducción con el Royal Opera House

Bolton de nuevo, como director titular, dirigirá también este Wagner tempranero, La prohibición de amar no es una ópera que se programe tanto (igual que ocurre con Las hadas) como las típicas óperas wagnerianas; no estamos ante una obra que entre dentro del drama y la obra de arte total que concibió el compositor alemán. Muy al contrario, la gente se encontrará con una ópera influida por la música de sus contemporáneos franceses e italianos y alejada de su estilo. Es una curiosa propuesta, una comedia (Wagner solo tiene dos) pero cuya música es atractiva. El reparto parece solvente para las circunstancias. 

 

Parsifal

02-30/04

Semyon Bychkov/Paul Weigold

Christian Elsner, Detlef Roth, Franz Josef Selig, Ante Jerkunika, Evgeny Nikitin, Anja Kampe

Producción: Teatro Liceu de Barcelona y la Opernhaus Zurich

Semyon Bychkov es una de las batutas más en forma en la actualidad. Parsifal es todo un reto para cualquier director, el crepúsculo wagneriano con una música que aunaba a la perfección el ideal de la obra de arte total que ideo el genio.  Una obra simplemente agotadora para los intérpretes, con una densidad orquestal y una profundidad que llegan directamente al corazón.  El reparto, prácticamente nórdico, deberá ofrecer una digna lectura a priori de tan magna obra. 

 

Moses Und Aron

24/05-17/06

Lothar Koenings

Albert Dohmen, John Graham-Hall, Catherine Wyn Rogers, Michael Pflumm, Julie Davies

Producción: Teatro Real en coproducción con la Ópera De Paris 

Schöenberg es siempre difícil para el público, se acerca más al oratorio que a la ópera, pero es un digno representante del siglo XX y sus incertidumbres. Plenamente dodecafónica, ocasionará no pocos abandonos en el público más clásico. Qué mejor forma de acercarse a ella que con una representación escénica. Es una obra para experimentar con tus gustos, más adecuada para los más audaces. Es, a pesar de lo que parece, muy interesante. 

 

Der Kaiser Von Atlantis

10-18/06

Pedro Halffter

Alejandro Marco-Buhrmester, Martin Winkler, Torben Jüngers, Roger Padullés, Sonia De Munck, Ana Ibarra y José Luis Sola

Producción: Teatro Real/Teatro De La Maestranza

El emperador de la Atlántida, o el rechazo de la muerte es una ópera en un acto con música de Viktor Ullmann y libreto en alemán de Peter Kien, estrenada en 1975, no es una obra muy representada y hay muy pocas grabaciones. Con ella se cubre el expediente de obras del siglo XX y tiene su fuerte en el texto. El compositor la hizo durante su cautiverio en un campo de concentración de donde no salió. La música, en la órbita de sus contemporáneos Weill, Schöenberg,… no esperéis mucha tonalidad.  Lo bueno de esta es que va a servir para que veamos una sana mezcla de intérpretes españoles y extranjeros. Empezando por el director, nuestro Pedro Halffter, pasando por nuestras magníficas Sonia de Munck y Ana Ibarra y acabando con el ya conocido por estos lares Alejandro Marco-Buhrmester. Será una más que interesante propuesta. 

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I Puritani

04-24/07

Evelino Pidó

Diana Damrau/Venera Gimadieva, Javier Camarena/Celso Albelo, Ludovic Tezier/Nicola Alaimo

Producción: Teatro Real/Teatro Municipal Santiago De Chile

El final de año termina con esta maravilla de Bellini, un paradigma del bel canto con una partitura bellísima. Elvira y Arturo tienen probablemente dos de los papeles más endiablados escritos por el compositor y será un placer disfrutarlos con los cantantes escogidos. Damrau/Girmadieva deberán lidiar con las impresionantes agilidades de Elvira y Albelo/Camarena son un lujo para cantar Arturo, ¿eludirán el Fa sobreagudo “rubiniano” o lo cantarán, aunque sea en falsette? Tezier/Alaimo acometerán uno de los papeles más hermosos que se han escrito para barítono. Yo, si fuera vosotros, no me lo perdería. 

Hasta aquí el repaso a las que se van a representar, nos quedan tres propuestas más en versión concierto que no son para nada desdeñables:

 

Written On Skin

17/03

George Benjamin, Christopher Purves, Barbara Hannigan, Tim Mead, Victoria Simmonds, Robert Murray

El propio compositor dirigirá esta curiosa ópera con libreto de Martin Crimp con quien ya colaboró en su otra composición de este tipo Into the Little Hill y que estrenó en el 2012 en el Festival de Aix-en Provence. Para ello se trae a los intérpretes que ha utilizado en su propia grabación. Es contemporánea, extravagante, da colorido y variedad, con todo lo que conlleva de positivo y negativo. Una verdadera maravilla contemporánea.

 

Luisa Miller

23-26/03

James Conlon

Lana Kos, Francesco Meli, Leo Nucci, Maria José Montiel, Dimitry Beloselskiy

Nuevo verdi, con la dirección del contrastado Conlon y un Meli que intentará que me olvide de Bergonzi al escucharla, cosa bastante difícil, aunque Meli canta realmente bien. Leo Nucci volverá a deleitarnos con su actuación y nuestra maravillosa Maria José Montiel dará colorido español. Lástima que solo venga en versión de concierto, a pesar de no ser tan conocida, tiene una música inolvidable.

 

I Due Foscari

12-18/07

Pablo Heras Casado

Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Michael Fabiano, Roberto Tagliavini.

Y acabamos con otro plato fuerte, otro Verdi, pero esta vez con la presencia escénica del incombustible Domingo haciendo papel de barítono, además gozaremos con Ainhoa Arteta, el lleno está asegurado, la calidad de la batuta del internacionalísimo Heras Casado es una verdadera garantía. Lástima que no dirija alguna ópera más, para ser el segundo titular puede resultar escaso, en mi opinión.

En esta ocasión, aunque otras veces no lo haga, no me gustaría dejar pasar la ocasión de comentar el Ciclo de grandes voces ya que la calidad de los cantantes es de un nivel elevado. Natalie Dessay, aun no estando en plenitud es toda una artista; Juan Diego Flórez es un éxito asegurado por su canto con gusto y ciertamente espectacular de cara al público; Bejun Mehta y Andreas Scholl nos deleitarán como contratenores de mucha calidad; lo femenino estará más que representado con Susan Graham y la fabulosa Renee Fleming. Dentro de los conciertos es reseñable la presencia de nuestro Xavier Sabata, completando un trío de contratenores de gran altura a lo largo del año.

Y esto es todo, sinceramente, sobre el papel, el programa promete. Habrá que ver si la realidad lo confirma, la idea es, claramente, que el público vuelva al teatro; parece que la mejor idea es programar este tipo de repertorio que se puede afianzar el año que viene con Strauss y Puccini.