En un arrebato de sinceridad confieso que, a priori, no suelo acercarme a los relatos confesionales. Es un prejuicio que tengo grabado a fuego y que me hace desconfiar de ellos como si de la peste se trataran. Todas esta condiciones se daban en Llamada perdida de la peruana Gabriella Wiener, no debería haber llegado a él pero hice el esfuerzo por un par de motivos: un par de recomendaciones positivas por parte de lectores que respeto mucho e intentar acercarme a escritores/as de habla hispana (que no suelen estar entre mis lecturas habituales).
Alguien se puede preguntar qué es un relato confesional, no hay problema, la propia escritora nos explica casi al principio su técnica narrativa, que puede adscribirse a este tipo de historias:
“Lo cierto es que nunca he podido narrar –ni opinar- desde un lugar discreto, nunca he podido hacerme invisible, y para ser sincera tampoco lo he intentado. Amo la realidad que desenmascaramos en cada uno de nuestros actos. Amo la voluntad de asombro. Cuando niña me intoxiqué de poesía confesional y de los trabajos de artistas que escribían con su sangre y nos mostraban la cama donde acababan de tener sexo. Me interesan los documentales que hacen los hijos sobre sus familias tanto como los libros de memorias que nadie contaría, narraciones llenas de episodios bochornosos. La intimidad es mi materia y es mi método. Y, sí, esa necesidad de exponerme tiene que ver más con la inseguridad que con la valentía. La autorrepresión siempre me pone al borde del arrebato y en situaciones incómodas de las que nunca sé cómo salir. Pero salgo y salgo un poco distinta.
Este puñado de historias y observaciones no son más que frutos de la reincidencia en el vicio de comentar lo que me rodea con la esperanza de que al relatarme alguien más se sienta relatado.”
No iba bien la cosa, resume exactamente todos mis miedos a encontrarme un texto de este tipo, memorias que se ligan comúnmente a la sinceridad del narrador con la esperanza última de lograr que el lector se identifique con lo relatado. Siempre he sido más partidario de la ficción como vehículo para hacer lo mismo que comenta; el siguiente texto ahondaba de nuevo en lo que comentaba Wiener y sinceramente, me alarmaba aún más:
“Creo que lo más honesto que puedo hacer literariamente es contar las cosas como las veo, sin artificios, sin disfraces, sin filtros, sin mentiras, con mis prejuicios, obsesiones y complejos, con las verdades en minúscula y por lo general sospechosas. Hacerlo de otra manera sería presuntuoso por mi parte. Estaría engañándome y engañándolos. Gay Talese escribió que la misión de un escritor de no ficción es dar cuenta de la corriente ficticia que fluye en los túneles subterráneos de lo real. Hay escritores que buscan la verdad a través de la ficción. Me gusta pensar que formo parte del otro grupo, el de esos excavadores que buscan en lo real lo impredecible y lo extraño (pero también lo abrumador) de la normalidad, el absurdo que contienen las noticias, todo eso que puede ser tan serenamente triste como una llamada perdida.”
Sinceramente, prefiero que me engañen, que me enseñen mundos alternativos a lo que estoy acostumbrado a ver, soy plenamente consciente de todo lo absurdo que contiene, ;no hay nada que me pueda llamar menos la atención y, sin embargo, la última frase me devolvía la esperanza: esa pátina de tristeza como una llamada perdida (que además entroncaba directamente con el título del libro). Título que se subdivide en diversas categorías articuladas bajo la misma temática (Llamadas de larga distancia, llamadas personales, llamadas perdidas, llamadas a cobro revertido) y que identifican sus relatos confesionales metafóricamente con algo tan actual como es una llamada telefónica, con la connotación añadida que los relaciona con un punto de pérdida, algo negativo, lo que nos perdemos cuando no recibimos una llamada es parte inherente de cada uno de sus relatos.
Y sorprendentemente, llegó el momento en que me olvidé de los temas tratados y de si empatizaba más o menos con la historia; el libro de Gabriella Wiener me fascina no tanto por lo que cuente (que es interesante la mayoría de las veces) sino por la forma de contarlo; no descuida la forma, muy al contrario, la cuida al límite consiguiendo dotar a cada párrafo de todos sus sentimientos y reflexiones, pero mostrándolos de una manera que resulta muy poética; buena muestra de ello es su forma de mostrar su relación con los textos de Bolaño, fantástica la última frase identificando las páginas de Los detectives salvajes con su soledad, el color de los días e, incluso, su ambición literaria:
“Hojeo velozmente las páginas de mi ejemplar de Los detectives salvajes esperando encontrar algo de aquella época, pero me sorprende una vez más no ver nada, ni una anotación ni un billete de metro: no hay testimonio de mi lectura y eso me hunde. Cuando llegué, Roberto Bolaño acababa de morir. Había vivido desde los ochenta en esta ciudad y luego a las afueras, en Blanes, un pueblo de la costa Brava a una hora de Barcelona; pero ya no estaba más, había muerto esperando un trasplante de hígado meses antes de mi llegada; su fantasma, como el de Cesárea Tinajero en el desierto mexicano, también merodeaba por aquí y yo me hallaba por completo bajo su influjo. En suma, era víctima del síndrome que aqueja a cualquier joven con aspiraciones de escritor que se inicia en la lectura de Bolaño: me sentía, repentinamente, una detective salvaje. Algo de mi soledad temporal, el color de esos precarios días, el brillo de cierta pobreza de artista, las dudas sobre mi futuro y mi enorme ambición me hacían verme reflejada en sus páginas.”
Algo tan manido como el uso nostálgico de los recuerdos es oro puro en las manos de la escritora que recuerda la vida en su país y la liga a un sueño, a la esperanza futura de mejorar lo que tuvo allí:
“Hay unas fotografías que nos tomamos Jaime y yo en el tren de regreso del aeropuerto del Prat, minutos después de reencontrarnos. Él tiene el rostro anhelante. Yo, entre avergonzado y sorprendido. Recuerdo la extrañeza que me produjo abrazarlo. Cuando te acostumbras a las soledad, de repente los desconocidos se vuelven cercanos y los conocidos unos extraños. Lo ajeno es lo normal y lo inusual es que algo te pertenezca. Tuve que mirarlo mucho rato, quizá horas, días, para identificarlo como la persona a la que esperaba. Ahora que vuelvo a mirar las fotos, creo que ambos sonreímos. Nos esperaban muchos años juntos en esa ciudad. Habíamos perdido un país, pero teníamos un sueño.”
No faltan las reflexiones personales al respecto de la literatura y del arte en general como es en el siguiente caso, quizá lo que más anhelamos al encontrarnos una obra de arte es confrontarnos con monstruos que nos recuerdan aquello en lo que podemos convertirnos si no estamos atentos:
“Siempre he pensado que, como los buenos libros o el arte más grandioso, las buenas películas nos confrontan con monstruos que se parecen más a nosotros mismo que a un dragón o un alienígena. Que son como un recordatorio de aquello en lo que podemos convertirnos.”
Hasta los cuentos de navidad de Dickens están presentes en sus narraciones, es deliciosa la manera metafórica de utilizarlos, transcribo solo una parte de ellas, vale la pena leer el texto completo:
“Pero, otra vez, leo Un cuento de Navidad (1843) y no puedo evitar pensar que aunque sea el colmo de lo dickensiano –eso tan inglés, tan victoriano –ese libro de alguna manera nos retrata a todos. Todos cabemos en un cuento navideño de Dickens. […] solía ver a mi país como a Bob Cratchit, el trabajador pobre pero honrado, sometido a la tiranía del rico tiranuelo; y he visto en el Perú al pequeño Tiny Tim, inocente de toda culpa, enfermo y condenado a morir, pero aun así alegre y esperanzado […]”
Los dos últimos textos, referentes a Corín Tellado e Isabel Allende, vuelven a convertirse en vehículos para transmitir sus emociones pero, nuevamente, van más allá de lo habitual, le sirven para mostrarnos quién es realmente, una mujer muy diferente a la habitual, una mujer que lucha por un futuro distinto al que imaginaron ellas:
“Me había olvidado de ser esa clase de mujer que mi abuela y Corín querían que fuese. Mi abuela había muerto. Corín tenía cinco de tensión. Y con seis te mueres.”
Y es especial, Wiener, porque todavía defiende la idea romántica del autor, más allá de los productos a los que asistimos todos los días, marketing más que autor:
“[…] Pero ya no hay autores, hay productos. Ahora se hacen novelas entre cuatro personas que están en la planilla de una editorial.”
Buena forma de terminar este pequeño texto con una frase de Allende y la consiguiente reflexión:
“-Cuando escribo, no tengo ni que verme bien ni ser inteligente –traga una bola de emoción-. Ni cautivar a nadie.
La sinceridad de Isabel Allende aturde.”
A mí también me aturdió la escritura de Gabriella Wiener, pero no fue solo por su sinceridad, sino por su habilidad e ingenio para mostrar mostrarla.