No hace falta recomendar al autor austriaco Stefan Zweig. Afortunadamente, es uno de esos autores reconocidos en calidad y ventas. Además, tiene la rara cualidad de resultar emocionante y tiene muchas puertas de entrada según el lector, ya que cultivó todo tipo de formas y géneros. Desde la novela, relato corto, ensayo, etc… hasta la biografía , como la que traigo hoy. Fouché es, sin lugar a dudas, uno de los mayores logros del autor, una historia que aúna biografía, historia y buenas dotes narrativas al mismo tiempo. Una obra prácticamente perfecta y que saca a la luz a uno de los personajes de la historia, el paradigma de Maquiavelo encarnado en el ministro de policía de Napoleón.
El prefacio del autor pinta con profusión de adjetivos la personalidad de este personaje único (“no se ahorra con él ninguna palabra despreciativa”) y va más allá al entroncarlo con las narraciones de género, no en vano lo relaciona con Sherlock Holmes, convirtiéndole en un precursor, pero va más allá, centrándose en su papel en las sombras, entre bastidores, un papel secundario principal:
“Joseph Fouché, uno de los hombres más poderosos de su tiempo, uno de los más singulares de todos los tiempos, encontró poco amor entre sus contemporáneos y aún menos justicia en la posteridad. A Napoléon En Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras, Talleyrand en sus memorias, a todos los historiadores franceses ya sean realistas, republicanos o bonapartistas, les empieza a brotar bilis de la pluma con tan solo escribir su nombre. Traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista…,no se ahorra con él ninguna palabra despreciativa […] De vez en cuando, su figura aparece como un fantasma en una obra de teatro o una opereta napoleónica, pero la mayoría de las veces lo hace en el manido y esquemático papel del astuto ministro de policía, de un precursor de Sherlock Holmes; una presentación en este plan confunde siempre un papel entre bastidores con un papel secundario.”
Incide en el detalle de este perfil esquivo, precisamente por ser la clave de su misterioso papel; obrar desde lo invisible, sin grandes fuegos artificiales ni grandes discursos (muy al contrario, no duda en resaltar su aversión a hablar en público) pero manipulando poco a poco, con gran tenacidad y confianza:
“Pero, lo mismo que a lo largo de su vida, Fouché ha sabido mantenerse en un segundo plano en la Historia: no gusta de dejarse mirar a la cara ni de enseñar sus cartas. Casi siempre se esconde dentro de los acontecimientos, dentro de los partidos, actuando de forma tan invisible tras la envoltura anónima de su cargo como la maquinaria de un reloj, y solo muy raras veces se logra, en el tumulto de los acontecimientos, atrapar las curvas más cerradas de su trayectoria, su huidizo perfil.”
Y esta es la clave para entender, por extensión, lo que es la política; Acantilado, subtituló el libro como “Retrato de un hombre político”, añadido innecesario (que no aparece en la edición original) para los que conocemos la vida del personaje, pero que actúa como potenciador para el resto; Fouché es el reflejo del tahúr que sabe cómo manejar la política, sin moral, sin convicciones firmes:
“Y diariamente volvemos a ver que en el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de inconmovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales a los que llamamos diplomáticos, esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos. […] Así, esta biografía de Joseph Fouché es una contribución a la tipología del hombre político.”
Esto se ve reafirmado en “Ascensión” donde Zweig nos saca a relucir otras características del gran embaucador; la primera de ellas es no ser fiel a nadie, ni siquiera a Dios:
“Podría llegar más alto, convertirse en sacerdote, quizá incluso un día en obispo o cardenal, si tomase los votos sacerdotales. Pero, típico de Joseph Fouché, ya en el primer escalón de su carrera, el más bajo, se pone de manifiesto un rasgo característico de su personalidad: su aversión a vincularse plenamente, irrevocablemente, a alguien o algo. […] Joseph Fouché no se siente obligado a ser fiel de por vida ni siquiera a Dios, no digamos a un hombre.”
La segunda tendría que ver con su sangre fría, con su confianza en su cerebro y su indudable gusto por la intriga, por los manejos subrepticios o subterráneos:
“Esta sangre fría es el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le frena y no le arrastra, está por así decirlo ausente de todos estos osados juegos intelectuales. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos esos perturbadores elementos sentimentales de un verdadero ser humano, jamás actúan de veras en este secreto jugador de azar, cuya entera pasión se encuentra desplazada hacia el cerebro. Porque este seco hombre de escritorio ama de manera viciosa la aventura, y su pasión es la intriga. […] Tender los hilos desde un despacho, atrincherado tras expedientes y registros, golpear de manera asesina, sin ser esperado y sin ser visto, es su táctica.”
Estos dos rasgos se ven reafirmados con, quizás, su principal virtud, que aparece en “El mitrailleur de Lyon”, su capacidad para cambiar de bando según sea necesario: ser una veleta para sus intereses:
“El viejo miedo acomete a Fouché: dejar de estar con la mayoría. Los partidarios del Terror han sido vencidos…, ¿para qué seguir siendo uno de ellos? Mejor pasarse rápidamente a los moderados, a Danton y Desmoulins, que ahora exigen un “tribunal de los mansos”, cambiar rápidamente de chaqueta siguiendo la dirección del viento.”
En “La lucha con Robespierre” nos encontramos con una lucha impactante, emocionante, que consigue que el relato se vuelva apasionante en los brazos de Zweig; la descripción de la lucha de ambos personajes, tan distintos, es simplemente épica; cada uno usa sus armas, Robespierre su grandilocuencia, su saber estar, Fouché, nuevamente sus enredos:
“En pocas palabras, todos tiemblan, todos consideran posible un ataque contra ellos, nadie se siente lo bastante puro como para responder plenamente a la hiperrigurosa exigencia que Robespierre plantea a la virtud ciudadana. Y una y otra vez, como el huso en la rueca, Fouché corre del uno al otro tendiendo nuevos hilos, anudando nuevas redes, enganchándolos más en esa tela de araña de desconfianza y de sospecha. Pero el que practica es un juego peligroso, porque sólo teje una tela de araña, y un solo movimiento brusco de Robespierre, una palabra de traición, puede destruir su tejido.
Este misterioso, desesperado, peligroso y subterráneo papel de Fouché en la conspiración contra Robespierre no ha sido lo bastante destacado en la mayoría de los estudios, y en los superficiales ni siquiera se lo menciona.”
Lo bueno de Zweig es que muestra virtudes y defectos al mismo tiempo; e incluso, como parte del rol principal, muestra sus horas bajas, sobre todo en la lucha con Robespierre, se muestra su lado más humano a través de la enfermedad de su hija pequeña:
“Porque en esos días este hombre acosado con desesperación por todos los perros, constantemente amenazado por el brillo del hacha, añade a su caída en desgracia política una última y extrema desgracia en su propia vida. Duro, frío, intrigante y nada comunicativo en la vida pública y en la política, este hombre extraño es en casa el más conmovedor de los maridos, el más tierno padre de familia.[…] a la preocupación por su propia vida se une terriblemente la nueva preocupación por la de su hija. La más espantosa de las pruebas: sabe que el ser amado, débil, enfermo del pecho, yace moribundo junto a su esposa y, perseguido por Robespierre, no puede sentarse por las noches junto al lecho de su hija enferma, sino que tiene que esconderse en ajenas viviendas y desvanes. En vez de cuidar de ella y escuchar el aliento que se le escapa, ha de correr con las suelas al rojo de un diputado a toro, mentir, implorar, conjurar, defender su propia vida. Con los sentidos perturbados, con el corazón roto, el desdichado yerra incansable en esos ardientes días de julio (el más caluroso en muchos años) por entre las bambalinas políticas, y no puede asistir al sufrimiento y muerte de su amada hija.”
Si épica es la lucha con Robespierre, este umbral se sobrepasa, desde su primer enfrentamiento, con el gran Napoleón:
“Se encuentran frente a frente por primera vez; cuidadosamente, el uno examina y mide al otro para saber si será útil a su fines personales. Y siempre los seres superiores se reconocen al vuelo. Enseguida Fouché advierte en el inaudito dinamismo de este hombre de poder el genio indomeñable de la autoridad; enseguida Bonaparte, con su mirada aguda de ave rapaz, reconoce en Fouché al auxiliar útil, empleable en cualquier cosa, que lo comprende todo con rapidez y lo lleva a la práctica con energía. […] Desde el primer momento se reparten los papeles, señor y criado, diseñador del mundo y político del momento; ahora puede empezar su colaboración.”
Es en esta época cuando asistiremos al ascenso de Fouché que llegará a introducirse en su última faceta, como político de exteriores; es entonces cuando llegamos al culmen de sus dobleces, casi se comportará como una agente doble al servicio de nadie, simplemente al servicio de sí mismo, de un juego que le apasiona y sin el que no puede vivir:
“Completo traidor…, no ocasional, una genial naturaleza de la traición, eso es lo único que fue, porque la traición no es tanto su intención, su táctica, como su más auténtica naturaleza. Quizá la mejor forma de comprender su esencia sea la analogía con el agente doble, tan conocido en los casos de guerra, que entrega secretos a una potencia extranjera para conseguir a su vez de ella otros más valiosos, y que en ese ir y venir finalmente ya no sabe a qué potencia sirve en realidad; el agente al que ambos pagan y no es fiel a ninguno, entregado realmente tan solo al juego, al doble juego del ir y venir, de estar en el medio, un placer ya casi inmaterial, un placer diabólico y mortal.”
El excepcional último episodio nos muestra a un Maquiavelo crepuscular en total decadencia, refugiado, por mano propia, en el olvido:
“Nada en esta pobre sombra recuerda al hombre temido y peligroso que durante dos décadas confundió al mundo y puso de rodillas a los hombres más fuertes de su tiempo. Sólo quiere paz, paz y una buena muerte. Y, realmente, en sus últimas horas hace la paz con su Dios y con los hombres. Paz con Dios, porque el viejo y combativo ateo, el perseguidor del cristianismo, el destructor de altares, hace venir en los últimos días de diciembre a uno de esos “repugnantes estafadores” (como los llamaba en los días de esplendor de su jacobinismo), un sacerdote, y recibe con manos devotamente entrelazadas los últimos óleos. […] Se enciende un gran fuego, al que se arrojan cientos y cientos de cartas, probablemente también las temidas memorias ante las que temblaban centenares de personas. Fue una debilidad del moribundo o una última y tardía bondad, fue miedo a la posteridad o burda indiferencia… , en cualquier caso, con una novedosa y casi piadosa consideración, destruyó en su lecho de muerte todo lo que podía comprometer a otros y con lo que podía vengarse de sus enemigos, buscando por vez primera, en vez de la fama y el poder, otra dicha, cansado de los hombres y de la vida: el olvido.”
Magnífica biografía, uno de los mejores libros de Zweig. Un placer inconmensurable.
Los textos pertenecen a la traducción de Carlos Fortea Fouché. Retrato de un hombre político de Stefan Zweig en Acantilado.