Edmond About (1828-1885) fue un escritor francés muy conocido en su época por la fama de polemista que llevaban sus obras, muy críticas con la corte y con la sociedad en general. En esta obra de 1962 que acaba de publicar Ginger Ape Books & films, “La nariz de un notario”, tenemos un ejemplo fantástico de esto con una sátira de la beau monde parisien que le sirve de vehículo para criticar las relaciones de clase e indagar en la reflexión sobre la construcción de la identidad de una persona como fin último.
En las primeras páginas tenemos la descripción del personaje principal, el central de la obra, ni más ni menos que el notario (y su nariz!); no deja de ser curioso que su descripción física vaya indisolublemente unida a su peripecia por la pérdida de su nariz, o su falta de ella:
“Maese Alfred L’Ambert, antes de recibir el fatal golpe que le obligó a cambiar de nariz, era, sin sombra de duda, el más brillante notario de Francia. En aquella época contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, poseía unos ojos grandes y rasgados, frente olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (antes que su nombre) se curvaba en forma de pico de águila. Y créanme si les digo que la corbata blanca le caía de maravilla. ¿Sería porque la usaba desde la más tierna infancia o porque se la suministraba algún buen fabricante? Supongo que por ambas razones a un tiempo.”
Ya en la descripción de su personalidad percibimos cuál es la verdadera valía de un personaje que no duda en despreciar a la gente de la calle aunque, él precisamente, no se encuentre tan lejos de ellos, a pesar de que no le falten aspiraciones para ser noble:
“Legítimo heredero de un nombre y una fortuna considerables, el joven Alfred había mamado, a la par que la leche, los buenos principios. Despreciaba, como es debido, todas las novedades políticas que se habían introducido en Francia después del desastre de 1789. A su juicio, la nación francesa se componía de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión respetable y compartida todavía hoy por un reducido número de senadores. Se situaba modestamente entre los primeros del tercer estado, no sin ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza de toga. Sentía un profundo desprecio por el grueso de la nación francesa, esa caterva de campesinos y obreros que recibe el nombre de pueblo o vil muchedumbre. Se acercaba a esta lo menos posible, por consideración a su amable persona, que amaba y cuidaba apasionadamente. Sano, esbelto y vigoroso como un lucio de río, estaba convencido de que aquella gentuza era morralla creada expresamente por la Providencia para servir de alimentos a los señores lucios.”
Esta lucha de clases será patente prácticamente en cada venenosa frase que suelte nuestro protagonista y servirá al autor francés para reflejar cuál era el sentimiento contra lo popular por parte de las clases más altas; está sátira es continua pero viene aderezada con momentos donde “lo absurdo” se vuelve parte de la irrefrenable trama, solo hay que ver la persecución del gato que se lleva la nariz del notario una vez que ha sido cortada:
“Nunca se vio en el pequeño bosque de Parthenay, ni indudablemente se volverá a ver, una cacería similar. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico rural, un enorme lacayo de librea y un notario con un pañuelo ensangrentado, lanzándose desesperadamente en persecución de un gato famélico. […] Ya agrupados, ya dispersos; unas veces distribuidos en línea recta, otras formando un círculo alrededor del enemigo; sacudiendo los matojos, agitando los arbustos, trepando a los árboles, desgarrando sus botines con todas las raíces y sus ropas con todos los matorrales, se precipitaba en pos del gato como una tempestad. Pero aquel gato del infierno corría más rápido que el viento.”
Sátira desenfrenada, situaciones absurdas; añadamos un elemento más: especulaciones médicas de dudoso valor científico y grabados que ayuden a comprender las posibles situaciones. Solo hay que comprobar cuando el notario, queriendo recuperar su nariz de la manera que sea, hojea un manual de cirugía de la época, de Ringuet:
“Pero el efecto que produjo su lectura fue muy distinto del que cabría esperar. Cuando hubo hojeado las primeras doscientas páginas, cuando vio desfilar ante sus ojos la impresionante serie de ligaduras, amputaciones, extirpaciones y cauterizaciones, dejó caer el libro, se echó en una silla y cerró ojos. Cerró los ojos y siguió viendo incisiones en la dermis, músculos separados con pinzas, miembros seccionados a golpe de escalpelo, huesos aserrados por manos de cirujanos invisibles. Los rostros de los pacientes, tal y como se veían en los grabados anatómicos, le parecían tranquilos, estoicos, indiferentes al dolor, y se preguntaba si tales dosis de valor podían encontrar algún acomodo en el alma humana.”
Tal es el terror que siente nuestro notario a que le hagan alguna cicatriz en su cuerpo para poder reconstruirle la nariz que, en su desesperación y su soberbia, se plantea una posibilidad más delirante:
“-En realidad –exclamó-, el mundo es una gran jaula de grillos, ¡felicitemos por ello al Creador! Tengo doscientos mil francos de renta y me quedaré tan chato como una calavera. Mientras mi portero, que no tiene más de diez escudos, tendrá la nariz del Apolo Belvedere. ¡La suprema Sabiduría, que tas cosas ha previsto, no previó que un turco llegaría a cortarme la nariz por saludar a mademoiselle Victorine Tompain! Hay tres millones de mendigos en Francia, todos los cuales no valen ni diez sueldos, ¡y yo no puedo adquirir a peso de oro la nariz de uno de estos miserables!… Aunque de hecho, ¿por qué no?”
Romagné será la víctima propicia, del que se hará el trasplante de piel que le servirá para obtener la nariz; en su forma peculiar de hablar expresará sus necesidades, y cómo no tiene miedo a ceder a la locura del notario y de sus compañeros si de esa manera consigue un dinero que le hará la vida más fácil, aguantará el efecto secundario de estar pegado a él durante un tiempo por esa mejora de su vida:
“-Monsieur L’Ambert te alimentará gratis.
-¡Gratich! ¿Echo echtá incluido en el precio? Aquí tiene mi piel. Córtemela encheguida.
Soportó la operación como un valiente, sin pestañear.
-Echto ech un placer –decía-. Me habían hablado de un auvernéch que che dejaba congelar en una fuente por veinte chueldoch la hora. Prefiero hacerme cortar en pedazos. No ech tan molechto y che gana mucho mách.”
Este período de convivencia de tan opuestos personajes, junto con el hecho de compartir una parte de su piel, los convierte en carne con carne, una relación indisoluble que traerá no pocas situaciones a cuál más alucinante y que llevan al notario, en última instancia, a cuidar a su donante. No desvelaré más de la trama. A partir de este momento sí que vale la pena comprobar cómo el autor es capaz de particularizar la sátira para llevarla a un tema más personal, que es el de la construcción de la identidad de una persona.
La inevitable relación entre ambos personajes hará que, de alguna manera, esta relación se estreche más y que el notario se dé cuenta de que no puede despreciar al auvernés; muy al contrario, se saltará su clasismo proporcionando el bienestar al miembro más pobre de la sociedad; un bienestar egoísta, ciertamente, pero que, en el impecable y divertidísimo final, nos corrobora la necesidad de llevarnos bien con nuestros semejantes.
Esta pequeña delicia solo tiene un motivo para la amargura: la breve extensión. Lo demás funciona todo tan bien que es imposible no disfrutar de ella.
Los textos vienen de la traducción del francés de Rubén López Conde de “La Nariz de un notario” de Edmond About en Ginger Ape Books & Films